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Una pájara en el Nido del Cuco

Por Guillermina Royo-Villanova , 5 diciembre, 2017

Cuidemos a nuestros locos

Jamás cojo el teléfono, si lo hago estás siendo parte de mi terapia

 

Vivimos en un nido de cuco, el que más el que menos tiene alguna tara mejor o peor camuflada, la química nos dice que “no somos nada” más allá sus niveles. La población se automedica para combatir el estrés y los desequilibrios, es innegable, estamos a una pastilla de la felicidad o de la miseria existencial pero ¿qué haríamos sin nuestros queridos locos? Sí. Esos que reconocen sus delirios y nos deleitan con sus genialidades. La sociedad suele rechazar a las personas con trastornos mentales para quitarse problemas, una discriminación que equivaldría a repudiar a un enfermo de cáncer o hepatitis porque nos es incómodo. Pero señores, les debemos total respeto porque estamos a un fallo químico de entrar en el redil.

¡Ah, pero usted habla con conocimiento de causa! Pensará el gracioso lector. En efecto, no sólo porque he tenido la suerte de rodearme de los locos más locos que habitan mi ciudad, esta vez me ha tocado a mi. Tras una enfermedad bastante cabrona me han recetado unas pastillas diabólicas –por mi bien, como todo lo diabólico- que me anulan los estrógenos, es decir el cambio hormonal es como un huracán descontrolado, una montaña rusa de emociones alentada por la flojera de la radioterapia como telón de fondo. Lo más desconcertante fue descubrir mi afán por ocultarlo, algo que misteriosamente funciona, es decir, cuando la nube negra se acerca me ocupo del tema y me rodeo de gente, sólo ese empeño por encubrir el bajón me hace esforzarme, al principio disimulas por dignidad y al final se te pasa. En el caso contrario caigo en un ridículo llanto sin ton ni son, un berrinche unísono como el de las lloricas desesperadas de las comedias americanas, algo como: “Ahhhhhhhhhhhh – respirar – ahhhhhhh.” Y así sucesivamente. En efecto, muy patético.  Lo que me ha llevado a pensar: Joder, damos más importancia a las apariencias que a nuestra propia salud. Esto no puede ser o sí, si eso me va a salvar de la tormenta. Una se esfuerza día a día y creí que estaba libre de esa mierda social, pero me agarro a ella y cada tarde me salto los bajones presionándome en público con tal de que no me vean toda loca. También tengo otro truco que consiste tener siempre a mi lado “Usted tiene ojos de mujer fatal”, una excelente obra teatral de Jardiel Poncela cuyo uno de sus personajes me marcó para siempre por la risa que suscitaba en mi. Se trata de Francesca, una mujer que ha venido al mundo a sufrir, una mártir, una loca de dolor entre las locas de dolor inmersa en un tobogán de emociones: “ ¡Oh! No es mi intención hacerla sufrir porque la que ha venido a sufrir soy yo; (…) ¡Qué dicha, Dios mío! ¡Gracias a San Estalisnao de Kostka! (Llorando) ¡Ah! ¡Cómo sufro! ¡Qué alegría! ¡Me están entrando unas ganas de reír! ¡¡Unas ganas de reír!! Necesito un calmante, sales inglesas, algo que…” Cuando la protagonista le pregunta qué le sucede responde: “¡Que sufro de un modo! ¡Qué risa! (Llora más) ¡¡Qué risa más grande!! ¡Ay, ya no se puede sufrir más en el mundo!  ¡Ja, ja, ja!”

Leo atenta a Poncela, me miro, me río de mi misma que soy Francesca, cierro el libro y bajo a ver a mis amigos al bar. Una vez bien rodeada, levanto mi cerveza y brindo diciendo: «Nunca digan de esa hormona no fallaré». Nadie entiende nada pero alzan sus bebercios y brindan mientras piensan: Está toa loca.

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