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Trump cumple

Por José Luis Muñoz , 29 enero, 2017

En poco más de una semana Donald Trump se ha cargado el exiguo, no exageremos tampoco los logros de su antecesor, legado de Barack Obama a golpe de órdenes ejecutivas que no ha parado de firmar en el Despacho Oval en donde el busto de Martin Luther King ha dado paso al de Winston Churchill. La primera en caer, a las pocas horas de asumir el mandato, la tímida reforma sanitaria, el llamado Obamacare, que chocaba contra los intereses de las aseguradoras; y hace muy poco tiempo ha firmado una de las órdenes ejecutivas más controvertidas, la que veta la entrada a oriundos de determinados países musulmanes y que está provocando el caos en los aeropuertos del imperio y manifestaciones de repulsa. Si entrar antes en Estados Unidos era complicado, y no digamos si tu apellido coincidía con el de un terrorista, un narco o cualquier otro delincuente (había que cambiarse de apellido), ahora debe de ser un gymkana con muchas más dificultades, se puede convertir en viaje de ida y vuelta.
“He sentido alarma como ciudadano con los gobiernos de Richard Nixon y George W. Bush. Pero, cualquiera que fueran las limitaciones en su carácter o intelecto, no eran tan humanamente pobres como es Trump: ignorante del gobierno, de la historia, de la ciencia, de la filosofía, del arte, incapaz de expresar o reconocer los matices de la sutileza, desprovisto de toda decencia y manejando un vocabulario de 77 palabras que es mejor llamar imbecilidad que inglés”, declaraba Phillip Roth al The New Yorker esta semana.
Voy a hacer de abogado del diablo con el flamante presidente de Estados Unidos. Donald Trump tiene, desde mi modesto punto de vista, dos enormes virtudes que no han acompañado a sus antecesores: habla con claridad y cumple lo que dice. No es un político, sino un magnate megalómano de pésimo gusto que va a decorar la Casa Blanca con esos infames dorados de la Torre Trump de la Quinta Avenida neoyorquina, su edificio emblemático que tendrá que proteger a partir de hoy con tropas federales porque los anti-Trump, cada vez más irascibles, van a estar tentados de incendiarla.
Sigamos. Donald Trump pienso que será mucho más letal para los norteamericanos que para el resto del mundo. Si cumple su palabra de que se va a centrar en Estados Unidos (ese rotundo “¡Primero América!” subrayado en su brevísimo discurso de investidura, a imagen y semejanza de los lemas de los partidos fascistas europeos) levantando muros materiales en la frontera con México (es constructor), no dejando entrar a oriundos de determinados países musulmanes (sí a los saudíes con los que tiene negocios; los saudíes que no respetan los derechos humanos, que difunden el wahabismo, que azotan, crucifican y decapitan a opositores, de donde salieron casi todos los terroristas que destruyeron las Torres Gemelas, con los que nuestro gobierno tiene pingües negocios, a los que nuestro rey visita oficialmente), quizá deje en paz al resto del mundo, como apreció Evo Morales que le pidió que se centrara en su país, aunque no creo que caiga esa breva. La obsesión de Donald Trump por China, otro violador masivo de derechos humanos, el país liberticida con más ejecuciones del planeta con el que nadie se avergüenza de tener relaciones, y su amistad con Vladimir Putin, el tipo que se siente orgulloso de que Rusia tenga las mejores profesionales del sexo del mundo, son inquietantes, y ese binomio de dos personajes paranoicos y siniestros puede depararnos todo tipo de disgustos, nucleares incluidos.
Íñigo Errejón, que no es fan de Donald Trump, como tampoco lo soy yo, ha cargado en un programa de la Sexta contra la hipocresía de Europa, esa Europa que está dejando morir literalmente de frío sin pestañear a los refugiados que huyen del infierno en que hemos convertido sus países, la Europa que se escandaliza del muro de Trump pero alza vallas con concertinas para mutilar a los que huyen del horror y la miseria, los aporrea y gasea a placer y dispara contra ellos balas de goma mientras nadan por alcanzar la costa (España). Desgraciadamente esta Europa que es un barco naufragado, a punto de hundirse y convertirse en pecio, con la que no me siento identificado, no puede dar ninguna lección al fascista Donald Trump salvo de hipocresía. Y Donald Trump será muchísimas cosas, pero la hipocresía no parece estar entre sus vicios.
Suelo errar en mis predicciones, casi siempre, y no pocas veces en la política nacional, pero cuando vi a ese personaje estrambótico que empezaba a destacar en la carrera presidencial en uno de los países con más incultura política del mundo (la palabra socialista es casi un insulto, está vetada como si fuera malsonante, y la derecha la asoció a Barack Obama que tiene de socialista lo que yo de marianista), supe que iba a ser el próximo presidente de los Estados Unidos, y cuando enfrente tuvo a una adversaria con tan escasas luces políticas como carisma, Hillary Clinton, a la que Susan Sarandon dijo que no iba a votar porque ella no votaba con la vagina, di por segura su victoria. Donald Trump es hijo del talk show y de la telebasura, como Jesús Gil en España o Berlusconi en Italia. Si Estados Unidos no es un país sino un negocio, como decía acertadamente el personaje que interpretaba Brad Pitt en el thriller Mátalos suavemente del australiano Andrew Dominik, dejémonos de políticos, de la  élite de Washington, contra la que cargó en el demagógico discurso de investidura de quince minutos Donald Trump, y pongamos a un empresario a regir los destinos de la nación más poderosa del planeta, es decir, a los que siempre han mandado, pero prescindiendo de los políticos, los intermediarios, porque ya no sirven, estamos en otro tiempo, vamos hacia los gobiernos de las corporaciones, nos hemos quitado la máscara.
Donald Trump no esconde quién es y se rodea de lo más reaccionario de la sociedad norteamericana. Su equipo de gobierno, a su imagen y semejanza, es un cóctel de multimillonarios y ultraconservadores. Los doscientos cincuenta millones de dólares que atesoraba el equipo de George W. Bush son la décima parte de la fortuna de Wilbur Ross, el flamante secretario de Comercio. Si son tan asquerosamente ricos todos ellos, pensarán ustedes, no robarán; se equivocan; los asquerosamente ricos, además de que suelen ser asquerosamente tacaños, siguen robando porque les ciegan los ceros. El patrimonio declarado de Wilbur Ross es de 2.500 millones de dólares; el de Betsy DeVos, la flamante secretaria de Educación que acudió a la toma de posesión de su jefe disfrazada de militar del siglo XVIII, 5.000 millones. El exbanquero Steven Mnuchin es el secretario del Tesoro. El consejero Stephen Bannon es un conocido misógino, racista y ultraderechista. El asesor de Seguridad Nacional Michael Flynn es amigo de Vladimir Putin. Mike Pompeo, director de la CIA, es un destacado miembro del Tea Party. Al Fiscal General Jeff Sessions se le vinculaba con el Ku Klux Klan. ¡Vaya equipo!
En una semana Donald Trump ha multiplicado enemigos. Se pasa por el forro a los nativos norteamericanos, con las que ya se ha enemistado al permitir perforaciones en sus territorios sagrados; llenará de gases tóxicos la atmósfera de su país permitiendo prospecciones de petróleo mediante el fracking; destrozará, con el aplauso de la inefable Sarah Pallin, el paraíso de Alaska; regresará a la energía térmica mediante el carbón, porque para él el cambio climático es una chorrada de los ecologistas, no existe; y en su ADN está el ser racista, xenófobo y machista…pero le han votado más de 60 millones de norteamericanos que le han comprado ese discurso revanchista y lleno de odio con tintes apocalípticos. El miedo vende; el miedo es el mayor negocio del siglo. Fabriquemos miedo.
Vamos con las comparativas. Barack Obama, a pesar de ser el primer presidente afroamericano de la nación, no ha podido hacer absolutamente nada para detener esa sangría de asesinatos cometidos por policías contra la minoría negra de su país; no ha conseguido poner límites a la famosa y letal segunda enmienda de la Constitución Norteamericana, causante de miles de muertos y masacres en escuelas; no ha tomado ninguna iniciativa para erradicar la pena de muerte en los estados; y no ha cumplido la promesa de cerrar Guantánamo. Ha sido, eso sí, el presidente de las buenas maneras, el que mejor baila y comunica gracias a su portentosa voz de cantante de soul, pero durante sus gobiernos se han deportado a más de dos millones y medio de ilegales, un 40% más que con los mandatos de George W. Bush; se han llevado a cabo un sinfín de ejecuciones extrajudiciales, asesinatos, mediante drones que en muchas ocasiones han errado en sus objetivos y han provocado víctimas civiles; y, aunque erradicó la práctica de la tortura, perdonó los desmanes de su antecesor, en vez de llevarlo ante los tribunales y juzgarlo por crímenes de lesa humanidad, por autorizar esos interrogatorios reforzados, y por llevar a cabo la invasión y destrucción de Irak en base a una mentira flagrante.
¿Será Donald Trump peor presidente que Richard Nixon que estuvo con Henry Kissinger tras todos los golpes de estado fascistas que se perpetraron en Latinoamérica durante su mandato y que entrenó a las fuerzas represoras argentinas, chilenas y guatemaltecas en la siniestra Escuela de las Américas de Panamá en donde se impartían conocimientos sobre torturas (despellejamientos en vivo; picana; violación con perros, etc.) que se aplicaron luego contra los opositores durante ese rosario de dictaduras que causaron miles de víctimas en el Cono Sur americano? ¿Será peor que Lyndon B. Johnson que implicó a su país en una guerra de agresión y exterminio con armas químicas, esas sí existieron y se utilizaron, en Vietnam, un conflicto inútil que dejó más de un millón de muertos vietnamitas y cincuenta y ocho mil norteamericanos? ¿Peor que George W. Bush que destrozó, quizá de por vida, a un país como Irak al que machacó basándose en una sarta de mentiras que no se sustentaban (las armas de destrucción masiva; el derribo de las Torres Gemelas), una invasión que se ha saldado con más de cuatrocientos mil muertos, cuatro mil de ellos norteamericanos, y ha tenido como consecuencia el incremento exponencial del terrorismo yihadista? ¿Cuántos torturados, cuántos muertos tiene que tener Donald Trump sobre sus espaldas para acercarse a sus antecesores que practicaron el exterminio masivo, la tortura, conculcaron leyes internacionales, cometieron injerencias intolerables para cambiar gobiernos en otros países o los destruyeron literalmente? Le queda mucho todavía, pero tiene cuatro años para superarlos si nadie le para los pies; lleva un buen ritmo y tiene un equipo inmejorable para conseguirlo. Argameddon Trump.
Adolf Hitler ganó las elecciones en Alemania, y tampoco ocultó un discurso diáfano que compró el pueblo alemán. Los alemanes que lo votaron, casi doce millones, el 33% del censo, sabían a quién estaban eligiendo, no eran ciudadanos inocentes y engañados; los que lo vitorearon tras sus primeas escabechinas militares, más millones, aprobaban su política de expansionismo militar y tierra quemada para ensanchar los límites del Reich; los que colaboraron en la persecución y denuncia de los judíos, miles de voluntariosos civiles que informaban a la Gestapo, facilitaron el Holocausto. Adolf Hitler, como Donald Trump, hizo gala de un discurso ultranacionalista y xenófobo, una exaltación a la raza aria (hablar de raza en Estados Unidos es mucho más complicado, señor Trump) y fronteras en expansión, todo ello marinado con una exaltación de la violencia y el odio, la creación del enemigo para que se olviden de que él es el verdadero enemigo, para conseguir fines políticos (los miembros militarizados de las SA campaban a sus anchas y daban palizas a los opositores antes de que el Führer se hiciera con el poder).
¿Cuántas millones de norteamericanas han votado a un sujeto impresentablemente machista, hasta en sus gestos cotidianos con su esposa Melanie, para que presida la nación en los próximos cuatro años? ¿Cuántos millones de hispanos, y mexicanos, a los que el presidente electo denigra tachándolos de delincuentes, violadores y asesinos, han depositado su voto en la urna a favor del tipo que quiere prolongar el muro, que ya existe, porque no lo derribó Barack Obama, con México y pretende expulsar a tres millones de ilegales que, como ellos, creyeron alcanzar el paraíso? Lo peor no es que Donald Trump, como Adolf Hitler, presenten rasgos de locura, que sin duda tienen, sino que millones de votantes entronizaron a uno y a otro, prueba de una sociedad enferma. Adolf Hitler personificaba a la Alemania vejada tras la Primera Guerra Mundial tras el Tratado de Versalles, como Donald Trump encarna a esa América profunda olvidada que vive en la miseria por culpa de las deslocalizaciones con las que quiere acabar un presidente que pretende poner freno a la globalización y blindar la economía de su país mediante el proteccionismo, la vuelta al pasado.
El sujeto del tupé oxigenado, manos pequeñas y piel lechosa que colorea con abundante maquillaje, cuyo vocabulario se reduce a 77 palabras, según Phillip Roth, tan iletrado como George W. Bush que no sabía coger un libro porque era para él un objeto extraño, encarna en su persona a ese Estados Unidos que detesto, el de la patanería, el puritanismo hipócrita y la Asociación Nacional del Rifle, un país inmaduro e infantiloide fascinado por la cultura de la violencia que se siente representado por un sujeto impresentable, maleducado y beligerante que abre la boca para abroncar y escupir exabruptos.
Tommy Lee Jones, el padre horrorizado de un marine asesino y a la vez asesinado por sus compañeros en la excelente película En el valle de Elah, colocaba la bandera de su país boca abajo en el mástil de una gasolinera en la última secuencia del film, señal militar que equivale a pedir auxilio. La mitad de Estados Unidos debería hacer lo mismo en estos momentos.

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