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¿Sumisión?

Por Javier Moreno , 18 enero, 2015

houellebecq

Los niños, esos grandes neuróticos. Los niños buscan la repetición porque en ella encuentran el asidero del sentido. El niño está sometido a un bombardeo continuo de información que no puede procesar. Eso lo desconcierta y lo angustia. Necesita aferrarse a algo, a algunos relatos, a unos pocos personajes, a un conjunto de rituales que deben transcurrir según unas estrictas reglas porque su alteración (así lo suponen, así de frágil es su universo semiótico) significaría el desmoronamiento de todo aquello que le rodea. Poco a poco, conforme pasan los años, los niños descubren que ese mundo que les asiste soporta modificaciones, variaciones que incluso pueden ser placenteras, que lo esencial no está tanto en la forma en la que ocurren las cosas sino en que estas ocurran, que los rituales pueden desaparecer o ser sustituidos por otros. Pero para que esto suceda el niño necesita ganar confianza, sentir continuamente sobre él un halo de protección, algo que solo se puede conseguir con el amor y la guía de sus mayores.

Pienso en niños huérfanos o, peor aún, abandonados en el interior de sus propias familias, niños que se crían sin normas ni rituales privados, pero tampoco públicos. En efecto, en nuestros países occidentales los ritos religiosos han ido perdiendo fuerza sin que hayan sido sustituidos por otros salvo el propio acto de consumo colectivo asociado a buena parte de nuestras festividades. En cuanto al civismo y las ‘buenas costumbres’, la existencia de una asignatura en la ESO como es Educación para la ciudadanía no es sino un síntoma de hasta qué punto las familias y la sociedad han abandonado su tarea de educar en valores a las nuevas generaciones para pasarle la patata caliente al sistema educativo. En muchos casos, ante esta ausencia de rituales privados y públicos, los niños crecerán inseguros, sin el suficiente armazón cultural y emocional para desenvolverse en un nihilismo que los aboca a la confusión y, en muchos casos, a la autodestrucción. Pienso si no tienen algo que ver los fundamentalismos con la actual proliferación (lo sabemos los que nos dedicamos a la enseñanza) de vocaciones policiales o militares, si no tienen poco o mucho en común los hermanos Kouachi (huérfanos, acogidos desde niños en instituciones públicas francesas) con el chico de barrio criado en una familia desestructurada que sueña con la disciplina militar.

El ser humano (sobre todo si es de corta edad) necesita reglas a las que acogerse, reglas de socialización, reglas para vivir en sociedad y tratar consigo mismo. Tal vez uno consiga sobrevivir a esta ausencia de reglas y convertirse en un hipster más o menos exitoso. Mi más sincera enhorabuena. La mayoría no lo conseguirán, sin embargo. La mayoría no dudarán en renunciar a esa supuesta libertad que los aboca a la frustración, una libertad que viven como absoluta despreocupación hacia ellos, para sustituirla desesperadamente por algún tipo de sumisión, sea esta religiosa o disciplinaria. Creo que esta es la mayor virtud de la última novela de Houellebecq, el hecho de haber puesto el dedo en la llaga sobre este abandono de la libertad. Si un hombre culto y maduro como es François, el protagonista de Soumission (ahí va un spoiler: François se convierte al Islam en una Francia gobernada por un partido islámico para recuperar su puesto en la universidad y disfrutar de las delicias de la poligamia), es capaz de caer en la tentación, imagínense el resto. Puedo decir que, tras leer la novela, los valores literarios -que son muchos- se quedaron en un segundo plano respecto a la capacidad del autor para analizar la encrucijada política y social a la que estamos abocados. Empecé la novela convencido de que Houellebecq era el último profeta laico de occidente y, tras finalizarla, no tengo más remedio que concluir que en realidad no estamos sino ante un lector extraordinariamente lúcido del presente. Tal vez en eso y no en otra cosa consista ser un visionario.

Alguien pensará que de todo lo que llevo dicho se concluye necesariamente la necesidad de una vuelta a los valores cristianos y bendecidos por la tradición. Tal vez esa sea su conclusión, pero no la mía. Creo que una sociedad laica es perfectamente capaz de imponerse e imponer unos rituales  y unas normas de respeto que vayan más allá de los reclamos comerciales y las pegatinas que figuran en los vagones de metro. Es una tarea de las familias y  del conjunto de la sociedad. No hay lugar para la pereza cuando nos va el futuro en ello.

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