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Suárez, el hombre que supo dimitir

Por José Luis Muñoz , 24 marzo, 2014

Suarez            Ahora que todos glosan la figura de Suárez, hasta los que fueron sus enemigos más acérrimos, el Alfonso Guerra que lo tildaba de tahúr del Mississippi, pocos ponen el acento en que ese político, que se caracterizó por su bonhomía, oxímoron de político, fue una rara avis que dimitió en un par de ocasiones: una poco antes del 23 F, para impedir que los militares que le tenían ganas dieran una asonada, cosa que no evitó (ahora sabemos que, como buen profesional, se preparó para ese momento, para el del golpe de estado, porque un presidente democráticamente elegido no podía echarse al suelo ante la pistola de un golpista); y otra cuando fracasó con su segundo invento político, el Centro Democrático Social.

Suárez, que en muchos aspectos era más progre que muchos de sus coetáneos que se decían de izquierdas, que tuvo el inmenso valor de mamar de las ubres de un régimen autoritario para convertirse en el mago que convenció a las cortes franquistas para que se hicieran el harakiri y diseñó, junto al Rey, eso de lo que estamos tan orgullosos, la Transición Democrática, y de la que muchos, ahora, abominan, olvidando que el dictador murió en su lecho de muerte y no por una revolución de masas—las masas, cientos de miles, vitoreaban al Caudillo cuando se las convocaba, y los manifestantes de izquierdas a duras penas conseguíamos sumar unos miles—, Suárez, el que dimitió dos veces, verbo que son incapaces de conjugar los que ahora le halagan, murió, también, dos veces: la primera cuando perdió la memoria hace más de diez años; la segunda ayer, cuando expiró, rodeado del cariño de los suyos, en la clínica Cemtro de Madrid.

No voy a ocultar que siempre admiré y respeté a Suárez, a pesar de dónde venía, quizá por esa razón, aunque no sé si llegué a votarle alguna vez, quizá sí—en mi memoria también hay lagunas—; que siempre me pareció un caballero, un tipo noble y sin doblez, de esos que nunca han mentido ni dicen lo contrario de lo que piensan. Él inventó el talante, mucho antes que Zapatero, otro tipo educado y castellano, como él, lo patentara. Exquisitamente moderado en un parlamento de navajeros, nunca descalificó a nadie, ni siquiera cuando le descalificaban de forma feroz los políticos de la oposición, especialmente los del PSOE, y los suyos le hacían la cama día sí y día también cuestionando su liderazgo.

Suárez fue un perdedor nato. De ahí también el cariño que siento hacia el personaje. Nadie se fiaba de él y los poderes fácticos le odiaban a muerte. No podía esgrimir más título que el de abogado. Perdió dos veces en política, a pesar de que se dejó la piel en ella; perdió a una mujer a la que amaba y acompañó en su enfermedad, y perdió a su hija cuando ya ese primer Suárez había muerto y no sabía que había sido presidente ni que tenía esa hija.

Somos un país extraño, bastante cainita, que no mimamos nuestros valores: Suárez, sin duda, uno de ellos. Reconocer la valía de alguien cuando muere es uno de nuestros ejercicios predilectos: el muerto preferiría los honores antes de ser enterrado. A Suárez la vida le trató mal, muy mal, y, a pesar de ello, nunca perdió esa sonrisa franca, ese talante afectuoso, que lo caracterizaba, y con el que se ganaba el afecto de las personas. Sí, pero no me votan, decía el animal político que llevaba dentro.

Ha muerto un hombre público honesto y un patriota, como dijo de él Santiago Carrillo, alguien capaz de sacrificarse por el bien de su país. Un Quijote en un país de Sancho Panzas. Alguien cuya mayor cualidad era su bonhomía. Si hay Cielo, allí estará, fumando un pitillo,

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