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Sota, Caballo y Rey

Por Redacción , 28 marzo, 2014

POR GERARD ALTÉS

*House of Cards’s SPOILERS ALERT

El poder, ese oscuro objeto de deseo, impregna la totalidad de esta soberbia obra de Beau Willimon, que es House of Cards (apadrinada, también por David Fincher, de igual modo que Scorsese robustece el proyecto de Boardwalk Empire). Además, Netflix nos sirve en bandeja de plata este manjar con su formato revolucionario, que promueve este transgresor idilio entre serie y espectador al ofrecer de golpe cada temporada  en su totalidad. De este modo, tú eres tu propio regulador y dosificador, pero no te hagas ilusiones, a partir de aquí tu potestad y autoridad sobre la serie quedan decomisadas  por Frank Underwood.  

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House of Cards es un producto seriéfilo que alberga un mapa genético con la composición más shakespereana que se recuerde (más allá de los claros paralelismos entre Hamlet y Sons of Anarchy).  No hay duda de que estamos hablando de una serie magna, que ya desde un principio comienza con una traición que debe ser resarcida, y he aquí una de las primeras connotaciones que nos remiten tanto a Shakespeare como a Dumas. Beau Willimon, su creador, en su propia carrera como joven y brillante guionista, ya nos dio muestras de esta proyección de querer congeniar  la lidia política y la obra del gran escritor inglés en Los idus de marzo (película, 2011).

Kevin Spacey no creo que pusiese muchas objeciones a la hora de decidirse a interpretar a este suculento villano. Y más, cuando se potencian unos primeros planos tan inquietantes como imponentes, en donde puede explotar “esa mirada” con su particular caída de ojos, y someternos a sus impúdicas confesiones. Cada frase que nos dedica  al mirarnos y quedar en suspenso la acción narrativa es una constelación magnética que transita entre la filosofía, la ética deconstruida, la literatura, el afilamiento de discursos venideros y la conjura de los codiciosos. Además, sabía que estaba frente a su gran oportunidad para entrar por la puerta grande en la televisión de calidad. Por otro lado, David Fincher y Beau Willimon entendían que era imprescindible dotar de una cara conocida, icónica y turbadora a este profeta de la codicia, y nadie mejor para vestirlo que este ganador de dos Óscar.

El inconveniente que tiene esta serie no redunda en sí misma: hay un manifiesto desajuste, entre lo narrado y el contexto real con el que le toca convivir. Al condecorar a Frank Underwood con tales dosis de capacidad de acción y maniobra, se lamina su presunta vocación realista, proponiendo una concepción de protagonista clásico, que además no liga para nada con una clase política desfalcada y rendida frente a los grandes conglomerados  financieros. El hecho de ser una adaptación de una serie inglesa emitida en los 90 por la BBC, confirma mi sensación de estar viendo algo brillante, pero que desprende un sabor antiguo, por mucho Twitter y Whatsapp que aparezca como herramienta narratológica.  Por lo tanto, la pregunta que me venía siempre a la cabeza a medida que iba avanzando en los capítulos era ¿queda sitio para el maquiavelismo en esta rendición política? Es difícil de percibir el poder de los verdaderos intereses ocultos, o de los lobbys institucionalizados, cuando su representación en la serie son un magnate de la industria energética aislado y un representante de una corporación perforadora, y que casi podríamos considerar agente doble.  En House of Cards esta lucha de intereses entre el poder político y el económico nos es revelada aún como si se tratase de una decimonónica Guerra Civil, una lucha en constante cuerpo a cuerpo a escala humana.Por eso la recomendación es dejarse llevar por su torrencial narración, sin querer tirar de los hilos deshilachados de nuestra coyuntura. Como ya decía la famosa cita: no dejes que la verdad estropee una buena historia.

Frank Underwood  es un ser sediento de poder.  Sólo de poder, cosa que de algún modo  asusta aún más. No es corrupto; el dinero per se no le vale, es consciente de la debilidad que eso implicaría, ya que él y sus aspiraciones podrían ser contenidas por la cantidad correcta. El personaje que interpreta Kevin Spacey es un político de aparato, un animal de partido;  un hombre erigido en escuelas de prestigio, pero que se desenvuelve como nadie entre el alcantarillado del Capitolio. Sabe de qué peca cada uno de los congresistas, pero sobre todo de qué pie cojea, y él está allí para quitarles o darles el bastón a conveniencia. La serie comienza justo en el momento en que el demócrata Garret Walker gana las elecciones y pasa a convertirse en el 45º Presidente de los  Estados Unidos. Y es durante el proceso de formación de este nuevo gobierno cuando se produce el agravio, al verse Underwood al margen, quedando relegado de nuevo al Congreso; eso sí, manteniendo el status de líder de la camada demócrata. Desde está posición comenzará este juego de cartas marcadas, donde Frank Underwood será sota, caballo y rey.

A lo largo de los primeros trece episodios vemos como Frank  junto a su mujer, Claire, van levantando paso a paso su venganza. Gracias a esta meticulosa construcción, tenemos la oportunidad de evidenciar cómo su existencia está basada únicamente en este afán desmedido por alcanzar sus propósitos. Todo lo que hacen, juntos o por separado, obedece a una lógica; y todo se perdona si es a favor de la “consecución”. Esta frialdad revestida de comprensión es proporcional a su incapacidad manifiesta de  disfrutar de nada, porque cualquier estado intermedio en el trayecto que afrontan, no es el óptimo. Mantenerse siempre alerta, yendo persistentemente unos pasos delante de sus rivales (en su mentalidad guerrillera) sólo está al alcance de estos Macbeth modernos. Pero ellos sólo son felices de este modo, construyendo este castillo de naipes, en donde todo el pegamento es artificial, igual que el propio matrimonio; dada, incluso, la pulsión bisexual de Frank. En algún momento parece que tanta tensión a la que están sometidos puede despedazarlos, pero siempre encuentran el camino de vuelta. Es por esto que el personaje que interpreta Robin Wright tiene casi tanta fuerza como el de Underwood. E incluso más, a menudo lo peor se produce cuando ella se desmelena, y la serie gana en intensidad. En alguna ocasión es Claire quien pone la soga, dando el golpe de gracia a sus propios disidentes.

En la segunda temporada, Frank, no sólo entrará en el gobierno si no que usurpará de forma impecable el cargo de Vicepresidente. En este momento, podríamos pensar que se ha llegado a una pax underwoodiana, pero es ahora cuando sus luchas se vuelven personales, primero con Zoe Barnes -la periodista que sabía demasiado- y después con Raymond Tusk, cuya figura como consejero con línea directa del Presidente le importuna, ya que merma la posibilidad de volver al dignatario dependiente de su juicio. Obviamente, Frank está buscando dejar atada y bien atada, la ahora muy factible posibilidad de completar su castillo de naipes; pero la guerra entre consiglieris adelantará los acontecimientos…

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