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Las dos caras y la estrategia de la risa.

Por Pepe Moreno , 20 noviembre, 2014

En 1858 Abraham Lincoln competía de manera virulenta por un puesto en el Senado con Stephen Douglas, compañero de partido. Después Lincoln fue Presidente durante casi 4 años y si no hubiera sido por un detalle de nada, seguro que hubiese repetido cargo. Stephen Douglas no sabemos cómo acabo sus días, pero no es de lo que va este cuento.

Lincoln había sido acusado por sus rivales durante toda la campaña de hacer el doble juego y de cambiar su discurso en función del aire que soplase. Bancos, empresas del ferrocarril, navieras, latifundistas, liberales, mujeres ávidas de democracia; todos tenían una palabra de esperanza por parte de Abraham, que además de político y muerto célebre fue inventor y poeta machadiano antes de que se pusieran de moda Soria y los ríos lentos.

En cada debate, en cada enfrentamiento público se repetían por parte de equipo de Douglas los mismos argumentos sobre lo volátil del discurso de Lincoln. Sus propios asesores no sabían cómo neutralizarlo porque no hay nada más difícil de desmentir que una verdad multijugador.

Montaron en un hotel de Baltimore, tierra de amigos para el futuro asesinado, un comité de crisis de la época, con puros y con mesas tristes. Estaban todos los que tenían algo que decir sobre el asunto, todos lo que podían aportar una solución, porque la cosa se iba de madre, la fecha de las elecciones llegaba y Lincoln era la veleta de la que nadie se fiaba. Se pusieron sobre la mesa triste más grande opciones políticas de todo tipo, pero ninguna convencía. Se habló de negarlo todo con argumentos de adúltero, pero no encajaba. Ya al final de la tarde, cuando los ojos rojos eran parejas saliendo de los cines alguien muy cercano y , eso lo estoy imaginando, muy callado durante toda la reunión, advirtió que el Presidente Candidato era muy feo. Muy feo. El más feo que había visto nunca. Además, desgarbado y flaco. Como un enterrador , como el cochero de Drácula, como pegar a un padre. Seguro que dijo más cosas, pero esas son las que han quedado registradas por ahí.

Todos se molestaron e incluso alguno se puso rojo y escupió en el pañuelo de hilo blanco. Nadie entendía el insulto gratuito sobre alguien que iba a perder una elección por su falta de honestidad y transparencia.

De repente, como no podía ser de otro modo dado su perfil de gran estadista, Lincoln sonrió, lo que era constatar las palabras de su subalterno, pues se le ponía la mandíbula al hacerlo como un puente levadizo y los ojos se atrincheraban en el barro de sus cuencas. Las orejas mantas viejas.  No dijo nada y dio por finalizada la reunión del comité de crisis.

Días después con todo el equipo abatido y Lincoln meditabundo llego uno de los puntos críticos de la carrera hacia el Senado; el cara a cara casi televisado de no ser por la anacronia. Solo como metáfora del público que había y de las ganas que tenían todos de acabar con el candidato oscuro y de poco fiar.

Comenzó Douglas, serio, fuerte, cortante, a lo Nixon, sudando sobre el falso cuello de la camisa, pero sin titubear. Sabiéndose ganador y gordo, que tranquiliza y permite mirar a largo plazo.

Atacaba al taciturno Abraham donde más le dolía, a su falta de discurso coherente, a su maleabilidad emocional, a su empatía excesiva.

El futuro cadáver agujereado aguantaba con las manos sobre el estrado, porque había un estrado y unas guirnaldas retorcidas en azul y en blanco y en rojo y una mujer de la mano de un anciano y niños medio descalzos corriendo entre los puestos ambulantes que vendían el equivalente a la cerveza y la panceta. También estaba el tonto del pueblo y su cara abierta entera, amplia como un salpicadero de coche de los de unos años después. Y estaban los periodistas, reporteros entonces. Agudos, colmilleros, algo puteros.

Hubo una enajenación colectiva durante el alegato de Douglas. El público rendido de tan entregado escuchaba las palabras como en estereo, muy bajito, como dibujadas para ellos en exclusiva.

El final, ensayado y jaque mate de virtual senador fue una frase que él pretendía lapidaria:

“¿Cómo vamos a fiarnos de un persona como usted, que tiene dos caras? ¿Cómo vamos a dejar que nos represente en la más alta de nuestras instituciones alguien que tiene dos caras?”

Lincoln dio al botón de Ser Lincoln, se estiró la levita y contesto, socarrón, casi borbón:

“¿Usted, amigo Douglas, cree que si yo tuviera dos caras usaría ésta tan desagradable que están todos viendo?”

El público rompió a reír y Douglas a balbucear sucedáneos de palabras.  Lincoln ganó el debate y después las elecciones. La risa gano el debate y después las elecciones y más tarde la presidencia.

Reírse de uno mismo podría ser moraleja, pero usar la risa para encontrar salidas es lección, que vale más que la moraleja.

Lincoln no era un hombre simpático pero era un hombre inteligente. Por eso en su caja de herramientas mediáticas metió la risa para usarla cuando fuera necesario.

De veleta paso a oráculo y de opaco a transparente, solo con la risa y un sombrero ridículo.

Antonio Vega – Un Día Y Otro

@pepemorenosoy

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