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La Teología en los clásicos

Por Eduardo Zeind Palafox , 24 abril, 2014

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Releí el `Paraíso perdido´, de John Milton, y haciéndolo entendí que nadie debería amilanarse ante los estudios clásicos, filológicos, teológicos y filosóficos, pues con ellos, según decir del Jesús de Milton, todo se puede arrostrar. El bardo inglés, que compuso el famoso poema épico supracitado, era un ardoroso lector de Virgilio, de Ovidio, de Homero, pero sobre todo de la Sagrada Escritura, de la cual extractó sabiduría y belleza.

Intercambié hace mucho tiempo un libro de Martin Heidegger por uno de María Zambrano, libro que dice que hay dioses en los hombres en los que simultáneamente habita la Filosofía con la Poesía. La erudita pensadora, para ilustrar la Filosofía de Platón, cita versos de San Juan de la Cruz, ya que en ellos, afirma, está todo el idealismo del alumno de Sócrates y maestro de Aristóteles; y cabe preguntar, así, qué jaez de continuidad hay en los idealistas; y me importa dilucidar qué relación hay entre Platón, que habló de arquetipos, y San Juan de la Cruz, que habló mucho de la «noche oscura». Pero más que columbrar eruditas relaciones, analogías, me placería hablar del jaez de los clásicos.

¿Por qué Larra me entretiene y solaza y Javier Marías, moderno y supuestamente de mi sensibilidad, me hastía? Recuerdo que Goethe, como Pound, como el Eclesiástico, sostiene que existe en los grandes libros un «fondo poético» o «inteligencia prudente» que todo lo enmarca, hasta a la Eternidad; recuerdo, además, que los grandes poetas, ya Shakespeare, ya Cervantes, han sido grandes católicos o simplemente grandes religiosos. El curioso, impertinente, leerá lo que Emerson ha dicho de Shakespeare para corroborar mis palabras.

Afirmo, a guisa de tesis, que los clásicos son fascinantes, profundos, altos y anchos, porque fueron escritos por hombres que creían en la Sagrada Escritura, que es un completo código de belleza, si hemos de creerle a William Blake. La ciencia, como el marxismo, como la física del día, mata la inocencia, nos incapacita para creer en brujas, en silfos, en duendes y en los políticos; la Teología, en cambio, nos azuza, nos hace sensibles antes al fúlgido color plateado que devora al pez que al de la espada que devora al poltrón. Los clásicos no comieron la manzana de la ciencia, no temieron andar desnudos ni contar sus sentires en límpida prosa o verso; los clásicos, los tratados de Teología, de metafísica, de lingüística, de cosmogonía, de alquimia, hacen soportable la vida.

¿Qué no han de poder imaginar los que pueden representarse, por ejemplo, la carne eterna de Jesucristo? ¿Quién no se ha suspendido imaginando la Resurrección de nuestro Salvador? Los clásicos, siempre de bíblico toque, cuentan resurrecciones de caballerías, renacimientos de reyes, bajadas al Infierno, subidas al mundo de la ciencia y primores condignos de la filosofía griega y hebrea. Moratín, de laya satírica, se dio a la redacción de una hermosa `Lección poética´, que al tenor de la burla explícanos harto bien por qué los clásicos, piadosos, superan con peregrina ventaja a los modernos; dice:

«Después que entre centellas y estampidos

feroz descargues tempestad sonora

y anuncies hechos ciertos o fingidos,

exagera el volcán que te devora,

`que ceñirse del alma no consiente´,

e invoca a una deidad tu protectora».

El mayor pecado de la Poesía, han dicho críticos de linaje, consiste en querer dar conceptos e ideas ahí donde hay que dar sonido e imagen, prosodia y pintura, retórica y armonía. ¿Quién desea oír en opereta alguna las disquisiciones de un Descartes? Nadie. Embelesan, como enseña Homero, proezas vertidas al hexámetro, heroicidades con medida, ateniéndonos a nuestro Aristóteles; se conmemoran, demuestra Milton, cosmogonías en forma de odoríferos frutos, de ayes mujeriles y de vestes angelicales. Podría el poeta aconsejarse estudiando la poética de Moratín, que escribe:

«Luego amontonarás confusamente

cuanto pueda hacinar tu fantasía,

en concebir delirios eminente,

botánica, blasón, cosmogonía,

náutica, bellas artes, oratoria,

y toda la gentil cosmogonía:

Sacra, profana, universal historia».

Las lumbreras modernas ya no pueden conglomerar zarabandas, carnavales, eclécticas nociones, sabidurías, pues la incredulidad ha achicado sus caletres. Javier Marías declara, en un texto dedicado a Shakespeare, que frecuenta al inglés por ser éste «una fuente de fertilidad, un autor estimulante» por su mucha «grandeza y su misterio», que «invitan a escribir».

En leyendo cualquier clásico, cierto es, sentimos el viento del Génesis, el tronar del Apocalipsis, gana de crear, de destruir. García Márquez, con su Macondo, nos esperanza con fantasía; Twain, al parlar de la naturaleza, nos da fe también; Cervantes, haciendo de Frestón el culpable de las desdichas que padeció con los molinos, justifica nuestras quimeras humanas; Góngora, avisándonos que «cada sol repetido es un cometa», retórnanos a Grecia; Quevedo, describiendo gusanos «hartos del cuerpo ya» que «comen del alma», recuérdanos que morir es renacer; y Milton, a través del majestuoso Gabriel, hácenos ver que los modernos escritores ya no cuentan con el talento para leer el cosmos; dice: «Conozco, Satán, tus fuerzas, como tú conoces las mías; ni unas ni otras nos pertenecen; Dios nos las ha prestado. ¡Qué insensatez jactarnos de lo que han de hacer nuestras armas, cuando no hemos de llegar sino á lo que permita el cielo! Tu poder es el que él consiente; el mío á la sazón doble, para que yazcas á mis pies, como cieno que eres. Y si de ello quieres tener prueba, mira allá arriba, y leerás tu suerte en el celeste signo donde se pesa, donde se muestra cuán liviana y débil sería la resistencia».

El arte clásico es estratagema para la fuga, fantasía dominada. Un hombre malhadado, contristado, quiere imaginar palomas peregrinas cargadas de Espíritu Santo, y no zoologías y plumas y piojos; una zagala ardorosa preferirá siempre hacer de su galán un caballero andante y no un truhán a lo Stendhal; finalmente, concluyamos afirmando que lo lírico, lo corpóreo, limita, y que la variedad, lo dramático y cómico y trágico, que es decir lo épico, dilata, para citar al clásico Gracián.

E. Z. P.

 

 

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