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La sociedad dual

Por Carlos Almira , 2 julio, 2014

Si queremos entender lo que nos pasa, en algún momento tendremos que ocuparnos de nuestra vida cotidiana. Esto, naturalmente, no garantizará nunca lo acertado de nuestras impresiones ni de nuestra reflexión, sólo en parte posterior, pues cada uno verá desde su ideología y sus valores. Pero si la atención es auténtica, si hay un verdadero deseo de comprender, habrá un antes y un después. No sólo mejorará, transformándose, nuestra comprensión de la realidad (siempre limitada e imperfecta, “humana”), sino acaso nuestra apreciación de los otros. Pues, como decía Heráclito, en el sueño estamos en nuestro mundo particular, pero en la vigilia estamos en el mundo de los otros.
Antes de la mirada está el ojo, esto es, la “inteligencia” (lo que uno ya ha pensado, lo que cree saber sobre el objeto o el suceso de su atención, aquello que el nuevo conocimiento debe modificar para mejor). Estos días mi ojo, mi inteligencia, con todos sus prejuicios, quiere confirmarme la emergencia de una sociedad dual, esto es, una sociedad cada vez más polarizada entre los que tienen y los que no tienen. Me explico.
Desde el pasado fin de semana, último del mes de junio, ha entrado en funcionamiento en Granada (la ciudad donde vivo), una profunda reordenación del transporte urbano: tras eliminar el trayecto (y en algunos casos, la existencia física) de la mayoría de líneas de autobús anteriores, se ha establecido lo siguiente: para el sector centro de la ciudad, un eje de ida y vuelta recorrido por lo que aquí llaman “lanzaderas”: autobuses eléctricos, modernos, limpios, rápidos, relativamente espaciosos y adaptados, semejantes a modernos vagones de metro, que llegan con una frecuencia de cuatro o cinco minutos por parada; por el contrario, en todos los barrios de la ciudad (algunos más extensos en superficie y en población que el sector de rentas más altas y servicios y negocios especializados del centro), se han mantenido los autobuses antiguos, restringiéndose tanto su número como sus recorridos; además de alterar éstos últimos, reduciéndose considerablemente el número de paradas y obligando a sus usuarios, muchos de ellos estudiantes y personas mayores, por el alarmante paro juvenil y por el proceso de envejecimiento demográfico de los barrios, a transbordar en un punto fijo a las famosas lanzaderas para llegar al centro de la ciudad, (no sólo para pasear o hacer visitas o compras, sino para acceder a servicios básicos, como el Clínico o el resto de Hospitales de Granada, o las distintas facultades, bibliotecas, etcétera; por no hablar de la supresión de la línea 13, que comunicaba directamente la ciudad con el cementerio). Para hacer más digerible estos cambios, el ayuntamiento ha establecido dos semanas de uso gratuito de las lanzaderas, que estos días son así, un auténtico espectáculo lúdico-social. Naturalmente, las líneas dispuestas para el turismo se han respetado escrupulosamente: pueden seguir accediendo a los mismos puntos del centro que antes; tienen las mismas paradas; conservan los mismos vehículos, ya diferentes de los “furgones” que sirven a los barrios, etcétera.
Todo esto, si mi ojo sesgado por prejuicios “rojos”, malévolos, no existiera; si yo acabase de caerme de un guindo, no pasaría de ser una anécdota local, ideal para escribir un buen artículo de costumbres (en el que podría incluir, con abundantes y sabrosos detalles, los comentarios oídos aquí y allá sobra la cabeza del alcalde; o describir a tipos humanos inolvidables, como la señora mayor embutida en un vestido rojo, que esperaba a la una de la tarde, rodeada de bolsas de Mercadona, en una parada sin marquesina, en medio de una turba de usuarios, para transbordar a su autobús de toda la vida; o al nini que se abría paso a empujones hasta el asiento libre, mientras la voz mecánica de una señorita, inolvidable, anunciaba la próxima parada). Si Larra hubiera hecho lo propio en su época, seguramente no se la sociedad dualhubiera suicidado.
Sin embargo, mi ojo me dice que esto no es una anécdota, un hecho aislado, sino algo más profundo; una muestra más de la emergencia en España, en Europa (al menos, en la Europa del sur) de una sociedad dual. Mi ojo relaciona, así, este nuevo sistema dual de transporte urbano en Granada con la proliferación, también aquí, de tiendas de gourmets (de vinos, quesos, jamones, chocolates exquisitos), paralela a la de bancos de alimentos o secciones de saldos (“sobras”) en algunas grandes superficies; lo relaciona con la consolidación de un mercado de trabajo dual (que acaso, está en el fondo de esta dualidad de la oferta, con una masa parada, en precario, por debajo del salario mínimo; y una élite fija, selecta, especializada, con derechos y salarios más que dignos). Si mi ojo no me engaña, si esta realidad cotidiana obedece a una lógica profunda en la evolución del capitalismo, entonces quizás iremos poco a poco, también aquí, a un escenario vigente desde hace décadas en los países subdesarrollados, por ejemplo en América Latina: un mundo donde podrá reconocerse la clase social de una persona, como en el siglo XIX, por su ropa; sus zapatos; el medio de transporte que use; la higiene; incluso el lenguaje; un mundo donde habrá dos monedas, una fuerte y otra de subsistencia (como lo eran en los viejos tiempos del bimetalismo, las monedas de oro y plata de aristócratas y burgueses, frente a la calderilla de los pobres; como lo es, aún hoy, incluso en la peligrosa Venezuela, la dualidad entre el dólar norteamericano y el peso, el bolívar, etcétera); veremos, quizás, barrios blindados, incluidos sectores de apartamentos de lujo o turísticos, en el centro de las ciudades; restaurantes y tiendas con seguridad privada, que restringirán el acceso del público según su “aspecto social”; el capitalismo que mi ojo malévolo avizora, aventura, tendrá que echar mano también, aquí y ahora como siempre en todas partes, de estructuras sociales pre-capitalistas, como el grupo doméstico (el colchón social de los cada vez menos y peor pagados, jubilados); una vez desmantelada la sanidad, la educación, la seguridad social, etcétera; veremos, ¿no lo vemos aún?, crecer y diversificarse el número de los sin techo, que ya no serán sólo individuos desarraigados (hecho más biográfico acaso que social), ni inmigrantes, sino familias nativas arrancadas de cuajo de su vida normal; el parque de infraviviendas crecerá a la par que el número de jueces, fiscales, políticos, policías, corruptos (funcionarios mal pagados que deberán cobrarle directamente a la sociedad el plus correspondiente); por supuesto los ricos y las grandes empresas, “creadoras del bienestar general”, pagarán cada vez menos impuestos, etcétera, etcétera.
La respuesta, en principio, no será la lucha de clases consciente y ordenada (cada vez más limitada legalmente en opciones básicas como la huelga, los medios de expresión, la reunión, la manifestación, etcétera), sino la pura delincuencia: bandas de ladrones y sicarios que, en buena lógica, deberán incluirse en el sector servicios del capitalismo postindustrial. Si mi ojo no me engaña, aun si exagera un poco en las pautas, en los tiempos, quienes aún tenemos la posibilidad de expresarnos libremente, tenemos también la obligación moral de denunciar; de intentar esclarecer lo que está pasando a nuestro alrededor, aquí y ahora (hoy son las lanzaderas, mañana la mujer a la que no se atiende en Urgencias; luego, el niño en el comedor social). Y después que cada uno, libremente, decida si merece la pena seguir en el sueño de que hablaba Heráclito, o despertar entre los otros y actuar.


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