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La otra Universidad

Por Yolanda Larrea Sánchez , 4 febrero, 2016

La actualidad pasa de forma fugaz al ritmo del tecleo del smartphone. Lo que hoy es noticia, mañana cae en el olvido y, pasado, en nuestra desmemoria. A pesar de eso, unas pocas se instalan durante unos días para entretenimiento del populacho. Así, Sánchez se emborracha de lo que nunca consiguió en las urnas y Fran Rivera pide respeto como quien pide una langosta y es alérgico al marisco. De mientras, otras revelaciones pasan sin llamar demasiado la atención. Es el caso de varias de ellas acerca de la supuesta mediocridad de la Universidad española. Estudios sobre el tráfico de influencias o la falta de internacionalidad no copan los noticieros, pero sí sirven estos días para afianzar un discurso que parece cada vez más instaurado entre la opinión pública. Como ya saben aquellos que se dedican a la persuasión en cualquiera que sea el ámbito, está demostrado que el ser humano tiende al espíritu gregario, a dar por bueno lo que dice o escoge la mayoría y a repetir y repetir lo que oye en el ambiente. De esta forma, tiende a pensar como propia, referencial y fundamentada una opinión que no es más que el reducto de algo que, a su vez, han ido repitiendo otros. Y así hemos llegado al punto de que, en medios como ‘El Confidencial‘, se publican lindezas como ésta: «Las universidades españolas son las peores del mundo«. Así. Sin Shangháis ni nada.

No vamos a venir ahora a negar las problemáticas que lastran nuestra educación superior. La elección de aspirantes locales para determinadas plazas, o nuevos másters en los que el 100% del profesorado ya tiene una vinculación con la universidad que los oferta sostienen los titulares sobre la «pobredumbre de la Universidad española». Puede parecer que tienen razón, pero hasta cierto punto. Esto no excluye la necesidad de reivindicar su labor y de mostrar cierta prudencia con los juicios que se emiten. Cuestionarlo todo debe ser un implemento para el desarrollo técnico y humano de los estudiantes, no un arma arrojadiza con la que lanzar críticas sin argumentos que las sustenten.

Para empezar, muchas de las problemáticas no deberían diagnosticarse de manera general, sino atendiendo a la situación económica, política, geográfica de cada región, pues la mayoría de competencias de las universidades dependen directamente de las Comunidades Autónomas.  Éstas incluyen elementos de capital importancia, como el régimen de becas, la garantía de calidad del sistema educativo, la aprobación de los estatutos, la formación del personal docente, la financiación propia de las universidades o las líneas de investigación y evaluación de proyectos. Así las cosas, la autonomía universitaria llega hasta donde llega y las prioridades estatales tampoco ayudan. Según datos de 2012 aportados por ‘CRUE Universidades’, España destina a la investigación y desarrollo en la educación superior el 0,35 % del Producto Interior Bruto. La media de la Unión Europea es del 0,49% y, como imaginarán, el PIB de nuestro país es bastante inferior al de muchos otros de la eurozona. A pesar de ello, España ha conseguido mantenerse entre los diez primeros países en cuanto a producción científica. Porque, para sorpresa de muchos, la investigación es un derecho y una obligación para el cuerpo docente, tan denostado últimamente. Las publicaciones en revistas de prestigio son uno de los índices que se utilizan para elaborar el ranking anteriormente mencionado, tan del gusto de los opinantes más agoreros. Como todo depende del cristal desde el que se observe, resulta que los resultados de ahora, en comparación con los de hace doce años, son, cuanto menos, esperanzadores. Según los últimos datos ofrecidos, en 2015 hubo 11 universidades españolas entre las 400 más prestigiosas, mientras que en 2003 únicamente había 4. Evidentemente, queda mucho por hacer, pero los números evidencian una paulatina mejora en la salud de nuestro sistema educativo. Lo que es una realidad  es que la Universidad española consigue bastante con muy poco.

La docencia es también ampliamente criticada, sobre todo por aquellos que la reciben. Sin embargo, lo cierto es que un estudiante nunca tuvo tantos recursos como ahora. Las clases teóricas se complementan con unas prácticas que se han convertido en prioritarias en estos años. Las últimas herramientas son utilizadas en las áreas más técnicas, y los elementos tecnológicos son una una constante en las aulas. Asimismo, el estudiante tiene a su disposición bibliografía, distintas fuentes de consulta y la posibilidad de recibir tutorías. Otra cosa es que, más de uno, advierta la Universidad como un periodo semivacacional subvencionado por las instituciones familiares o estatales, y la ampliación de conocimientos no sean tan prioritarios como los beer pongs y las fiestas Erasmus (también necesarios, oiga). Que en ocasiones se aprende más fuera de las aulas que dentro, sí. Que la vida real es otra cosa. Pero que los docentes universitarios no pueden  ni deben ser víctimas del deporte nacional: de, como diría Unamuno, la íntima gangrena del alma española. Contra el desprestigio, la reivindicación y la transmisión del conocimiento. Implicarse, enseñar, guiar. Lo hacen más de los que se imaginan, se lo aseguro.


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