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HAZME CASO PERRO o «Los peligros de la obediencia»

Por Galo Abrain Navarro , 16 noviembre, 2018

Tengo una pila de libros viejos en el suelo del cuarto. Muchos tienen manchas de tinta, café o vino en solapas y páginas. Parecen poco apetecibles, como un exquisito cigarro reventado a pisotones en mitad de la acera. Pero llevan días susurrándome. Haciéndome cosquillas en las orejas. Amenazándome con su apestoso aliento para que escriba algo al respecto. Me levanto en mitad de la noche y suelto un “¡Mierda! Joder… ¿Qué coño es eso?” asustado y “Stsssstssss” putos susurros. Con esfuerzo alcanzo a invocar la tranquilidad. Por más que los vecinos berren como viejas verduleras empapadas en anís y el aspirante a muerto de hambre de al lado haga carne picada al tocar su desafinada guitarra con manos de leproso. Al final, como digo, el silencio me inunda y esos susurros activan sondas de calor directas al encefalograma.

Harold Laski, político y pensador británico laborista de los años 40-50, se impuso a si mismo la brutal tarea de caldear todos los ambientes posibles escribiendo una obra que dejaría e  n mal lugar tanto a conservadores, como progresistas socialdemócratas, y afines al comunismo. Desarrollo lo que él llamaría “socialismo ético” o socialdemocracia cosmopolita, muy criticado por marxistas como Rosa Luxemburgo. Pero bueno, dejando de lado las idiosincrasias ideológicas del bueno de Laski que ahora no vienen a cuento, sus escritos tuvieron a bien resultar más que atractivos para la filosofía política. Sus obras han sobrevivido a las pendencieras y demacradas arenas del tiempo pues, tantos años después, esas páginas aún me susurran en la sanguinaria noche y yo las voy a consolar a golpe de coagulo y tinta.

Pero antes debemos hablar de un duque, de otra época y corte moral, que proponía resolver los problemas de forma natural. A principios del siglo XX, George Simmel, un simpático sociólogo alemán con aires de intelectual constreñido, aseveró que el conflicto no solo no debía ser algo esquivable y condenado por el grueso social, sino que debía ser visto y abrazado como parte y verdugo de la evolución natural de nuestros sistemas sociales.Una especie de coito agresivo después del cual las parejas, cansadas de si mismas, recuerdan el morbo que esconden las tripas de su alter ego sentimental. La hostilidad como transmisión hereditaria en la que el alma tendería a odiar y combatir casi como disposición religiosa. Ese doble rasero permite al ser humano escorarse con goce y pasión hacia los extremos, amor y odio, emociones divididas por una minúscula y viscosa línea. 

Sin embargo, como siempre esta abrupta modernidad lo ha llevado todo al extremo. Celos, frustraciones, depresiones, ansiedad, son las nuevas enfermedades más contagiosas del siglo XXI. La competencia moderna no solo es una lucha de todos contra todos, sino también una lucha de todos por todos. Veo cabestros pisoteando la cabeza de sus camaradas por llegar antes a la cima y ya no cabe duda, de que el trabajo de competencia ha conquistado el espacio del trabajo colaborativo. Resulta triste contemplar como el hombre, que es en si mismo su objeto más valioso para sí, se ha tornado individualista y mezquino con el paso de las industrializaciones, la digitalización y la manipulación de las barriadas pobres a través de drogas y enfermedades repentinamente erupcionadas como pedo de culo anónimo. El conflicto es inherente a la correlación social. Insalvable. Pero ese conflicto posee el don de la divergencia. Luce dos carnosas venas negras y picadas, la de la contradicción de ideas resuelta con el consenso y la intensificación de la solidez del grupo, o la de la sangrienta violencia canina. Y parece ser, que desgraciadamente, nuestro tiempo vivido desfila por la pasarela de ese individualismo atroz y esa excitante y sádica violencia subjetiva. No es que nos arreen trompazos a cada aliento callejero, pero todo se presenta frente a nosotros como una confusa bola de nervio que nos pone en alerta constante. No daré ejemplos, todos conocemos los propios y los ajenos. Es cierto que Simmel alababa el conflicto, pero no aquel que se ha instalado en la psique de los individuos occidentales, doblegados por el yugo de este civismo sadomasoquista, sino aquel que permite a los enjambres sociales desarrollarse, florecer luciendo hermosas estacas de terciopelo húmedo.

Ahora sí, regresamos al cachondo de Laski que escribió unos veinte años después de que Simmel se convirtiese en mortadela de gusanos, Los peligros de la obediencia. Esta obra, la que más se ha resbalado por las paredes de mi cuarto para deshacerse en líquida cera caliente hasta mis oídos, se contextualiza entorno a la política europea de entre guerras. Esta pequeña y jugosa vulva, reclama básicamente la no aceptación de los cánones institucionales e ideológicos impuestos en las sociedades modernas. Laski propone no solo no tolerar los preceptos estatalista, constituidos como leyes mesiánicas incorruptibles, sino que igualmente alaba el maldecido genio de aquellos con el desesperado valor para dibujar caminos opuestos a los ya marcados. Como dice alrededor de la treintava página “El Estado ha de inspirarnos miedo y pavor. Sus modos, sus tradiciones, sus propósitos están moldeados por toda la sabiduría heredada del pasado, y del poder inapelable.” Por desgracia, rebelarse contra Goliat se cobra el precio del martirio, un martirio que ni siquiera tiene premio asegurado, por lo que resulta todavía más heroico. Por otro lado, criminalizar ideas, algo a lo que nos estamos haciendo perversamente adictos en este país recientemente, no acalla el clamor de su necesidad. Como decía Thoreau “Bajo un gobierno que encarcela injustamente, el lugar del hombre justo es la cárcel”. Y si nos creemos una sociedad justa, las cárceles se han de llenar de mártires, porque cada vez más desobedecer nos está convirtiendo en seres de justicia.

Si la moral imperante da vueltas alrededor de leyes del silencio, de conflictos individualistas, de contagiosas enfermedades del apetito por la curiosidad y el analfabetismo político y cultural más desgarrador, debemos encontrarnos de cara a los peligros de la obediencia. Una obediencia que nos invoca lo políticamente correcto untando el cuchillo en lo irreflexivo, en lo superficial de la ofensa, en el sentimentalismo maniqueo del lloriqueo adolescente. Parece que, paradójicamente, en una sociedad tan intolerante debemos estar como diría Zizek En defensa de la intolerancia. Cuando algún gorrino descerebrado me viene danzando con el envenenado estandarte de la libertad individual y la suprema pesadez del ser tolerante suelo sacar a relucir “La paradoja de la tolerancia” de Karl Popper. Es cierto, que un periodismo serio hablar de gorrinos descerebrados no es ortodoxo ni objetivo, pero al hablar de la bulbosa masa divagada que se arrastra por las calles de este país, hay que ser subjetivo para acercarse a la realidad. Una suerte, un tanto demacrada. Pero el caso es que Popper viene a decir que aquellas sociedades hipertolerantes, aquellas que incluso toleran las mayores intolerancias, terminarán por metamorfosear, con el paso del tiempo, en sistemas intolerantes ya que aquellos intolerantes tolerados alcanzarán el poder no tolerando lo ajeno. Aunque resulte enrevesado leerlo un par de veces no le hará mal a nadie.

Estamos tolerando la intolerancia. Abotargándonos frente al conflicto violento que subyace en nuestro día a día. Aceptando la depresión como parte de nuestra consecuente existencia en un sistema competitivo e individualista. Un sistema que nos pone histéricos en su afán por llegar más alto y más rápido que el contrario. Obedecemos. Somos el flash back de la carne picada, cuando fuimos corderitos siguiendo el camino del matadero. Declarar ciega obediencia al entorno, es declarar visible muerte al espíritu. Vibran nuestros culos por la ansiedad de seguir al rebaño y tolerar la intolerancia. Respiramos una suerte de síndrome de Estocolmo por el cual nos amamantamos con gracia de la sádica teta que nos invita al involucionismo, al miedo a lo ajeno y a dibujar nuevas tierras que explorar.

Como he dicho, oigo susurros en los albores de la madrugada. Bocas puntiagudas de labios rotos y lenguas viejas me cuchichean que los demonios verdes se arriman cada vez más a nuestras espaldas. Se respira miedo y servilismo en las aceras. Se huelen encefalogramas planos y alimentado orgullo analfabeto. Se escuchan gritos desde las atalayas de trajes caros y nalgas fofas vomitando “Hazme caso, perro”. Es aquí, en este circo, donde debemos ser cuanto menos escasamente conscientes, de lo que dijo Laski, de lo que digo yo, de los peligros de la obediencia.

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