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«Hardcore Henry». Una montaña muy rusa.

Por Emilio Calle , 21 octubre, 2016

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Seguro que a cualquier aficionado a los videojuegos, como este cronista, le resultará muy familiar este principio, el cual, fotograma a fotograma, es el mismo con el que da comienzo esta película, e idéntico al de decenas de títulos para consolas y ordenadores: alguien (nosotros) se despierta en algún lugar desconocido, en una camilla, sin memoria, sin identidad, sometido en ese mismo momento a algún tipo de reconstrucción física para mejorarnos, y justo cuando parece que el científico de turno va a revelar algo importante, el sitio explota, o es asaltado por seres muy extraños con tendencia a la mala uva, por lo que el protagonista debe emprender una huida en busca de salidas, armas, respuestas y hasta una secuela con suerte.
Y es así, como si de un salto sin paracaídas se tratase, como «Hardcore Henry» se lanza a un frenético periplo sin abandonar jamás el punto de vista subjetivo de su protagonista. Ni un respiro. Como en un videojuego, mostrándose tan osado como arbitrario en su búsqueda de requiebros visuales (raramente argumentales pues aquí la historia es otro cadáver más, y de los primeros en formar la pila que se amontonarán en su aún más sangriento tramo final) con los que mantener encendida nuestra atención.
El problema es que, al contrario de lo que pasa en un juego, aquí no se nos otorga la posibilidad de interactuar.
Es como estar sentado viendo a otra persona jugar.
El desenfreno alcanza niveles muy complicados de soportar, por lo que la película puede incluso acabar mareando.
Y es una pena, porque pese a cuantas pegas se le quiera anteponer, el trabajo de su director, Ilya Naishuller, es asombroso en muchos momentos. No sólo ya por la pericia técnica que despliega (y a ver si ya es posible que se acepte que esta sí que es una película plagada de efectos especiales apabullantes, y no las acumulaciones de estallidos y demoliciones sobre fondos verdes con las que solo destruyen taquillas e ilusiones). Ni tampoco porque parece que sólo admite ideas si únicamente se las puede adjetivar como descabelladas. Es una preciosista búsqueda del detalle interior dentro del desasosiego lo que parece señalarle como un narrador que se debe tener en cuenta. En los (pocos) momentos en los que uno logra arrancarse la sensación de estar siendo arrastrado por el brazo en una frenética carrera sin sentido, puede encontrarse con momentos de un preciosismo que apabulla, aunque no cale porque no hay tiempo. Uno no quiere mirar a la pantalla, o no puede dejar de verla. Es divertida y grosera. Irrita, pero sabe ganarse otro escalofrío. Y en ese vendaval de violencia ciega, de movimientos imposibles, de situaciones totalmente improvisadas, Naishuller a veces logra que las diseminadas piezas encajen a la perfección, y es entonces cuando demuestra su gran poder como cineasta.
Los que ya han querido establecer similitudes con «La dama del lago», película de 1947, que Robert Montgomery rodó también únicamente utilizando un plano subjetivo, parecen olvidarse que no es el único título con esas características, y menos desde que «El proyecto de la bruja de Blair» trajera la moda del «metraje encontrado». El propio Naishuller parece desmarcarse de cualquier parecido, permitiendo que un póster de la película de Montgomery aparezca durante un par de segundos adornando una pared. Prefiere el mestizaje, abandonar fronteras, y alzarse como el mago único de su función.
Si logra olvidarse de jugar él por su cuenta, y empieza a jugar con nosotros, estaremos de enhorabuena.


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