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Europa caníbal

Por Fran Vega , 29 febrero, 2016

Europa caníbal

Nuestro civilizado y culto continente, el que cada semana debate sobre puntos de reducción del déficit y la protección medioambiental del abejorrillo común, pero también el que a través de su historia ha organizado las más terribles carnicerías que se recuerdan, asiste desde hace meses al gran espectáculo que cada cierto tiempo se produce en sus fronteras: la emigración. Y asiste a ella como quien contempla desde su sofá un aburrido concurso de talentos o una película descartada de los circuitos comerciales.

Europa se convierte así en espectadora de primera fila en las gradas de la ruta de los Balcanes, en donde decenas de miles de personas aguantan los rigores del invierno, el hambre y la sed y la estricta actuación de los guardias fronterizos. De vez en cuando abre una rendija en las puertas de la jaula y deja que salgan unos pocos, los suficientes para que la envidia y el rencor aniden en quienes se quedan y para que los agraciados comprueben por sí mismos las infinitas ventajas de nuestra vida occidental.

Y los europeos, esos seres felices que van al fútbol y se ven obligados a controlar sus groseras tasas de obesidad, miran de reojo a quienes llegan como si lo hicieran en busca de un móvil con mejores prestaciones o una oportunidad en los muchos y obscenos programas renove de nuestros escaparates.

Nadie deja su casa, su familia y su ciudad por una ocurrencia repentina. Nadie coge a sus pequeños en brazos y se sube a una barca desvencijada porque en su pueblo no haya televisión por cable. Nadie abandona su memoria como si fuera una aventura veraniega. Nadie se va. No se van. Huyen.

Quienes llegaron a nuestras costas peninsulares en el siglo VIII no lo hicieron por interés turístico ni porque se aburrieran al otro lado del estrecho. También huían. Se quedaron ochocientos años en estas tierras y determinaron para siempre su cultura y su futuro. Y aún pisamos sus huellas cada vez que miramos a nuestro alrededor.

Quienes tomaron Constantinopla en el siglo XV no lo hicieron con espíritu aventurero, pero en su acción estuvo buena parte del germen que daría lugar a nuestro alabado Renacimiento. Y quienes llegaron a América en los siglos siguientes no pretendían evangelizar a los indígenas, pero de aquellas primeras colonizaciones surgió el sistema económico y social que hoy domina el mundo.

Y todos huyeron. De guerras, de persecuciones religiosas, de la sequía y hasta de otros que querían apoderarse de lo que no tenían. Huir: es una constante tan repetida en la historia de la humanidad que parece imposible que no hayamos comprendido aún su significado.

Sin embargo, los presuntuosos europeos damos la espalda a quienes ahora llegan con la batería de excusas más indignas que podíamos imaginar: no caben más, vienen de una guerra que no es nuestra, la culpa es de otros y ya somos muchos. ¿Cuándo no ha sido así? Hablamos de huidos, de refugiados, de gentes que en su fuga tienen la única esperanza de sobrevivir, no de molestos paquetes turísticos que afean nuestras noches de verano.

A su vez, quienes permiten el paso de una pequeña cuota a través de sus territorios exigen compensaciones a quienes dirigen el club europeo, que aprovechan el movimiento para negociar de nuevo viejos contenciosos que a casi nadie importan.

Europa no entiende nada de lo que ocurre porque nunca ha entendido nada de lo que le ha ocurrido. Se limita a transitar por la historia y a sentirse víctima de su destino cuando se equivoca. Y tampoco entiende ahora lo que está sucediendo en sus fronteras. De otro modo, no devoraría a quienes mañana se levantarán sobre sus propias ruinas.

Fran Vega
https://cronicasdelhelesponto.wordpress.com/


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