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Esto (no) es espectacular

Por Javier Moreno , 26 febrero, 2014

Hay que ser espectacular, esa parece ser una de las divisas, el imperativo sociológico de los tiempos. Asistimos –más o menos entusiastas, más o menos atónitos- a un mundo de imágenes que se persiguen, que se seducen y se aman. La profecía de Debord se ha cumplido con creces. No importa si uno trabaja de sol a sol si su tarea no resulta espectacular, si no queda bien en un cartel o en esos minutos finales, tan guays, del telediario. Entre la profesora de literatura que se desvive porque sus alumnos comprendan a Góngora y la de educación plástica que hace una exposición sobre los trabajos de sus alumnos, ¿a quién elegirían para mostrar las bondades de su centro educativo? De eso hablamos.

Lo espectacular es un dispositivo en sentido estricto. Uno tiene que guardar cierta disposición si desea ser reproducido por su maquinaria mediática. Uno tiene que convertirse en un producto, y a ello se consagran desde las maquilladoras a los cámaras, pasando por los productores de contenidos. Un buen amigo guionista me confesó en cierta ocasión que las productoras prohíben expresamente mencionar en los guiones las siglas de cualquier partido político español. Ninguna cadena de televisión (tan hermanadas al fin y al cabo con la política) emitirá una serie de ficción centrada en el PP o en el PSOE. Una cosa es  entretener y otra cosa es otra cosa.

El dispositivo espectacular no tolera excrecencias ni faltas de decoro, un decoro que dependerá del medio y del contexto. No hay espectáculo político sin un grupo de fieles que arropen al líder y aplaudan incondicionalmente. No hay espectáculo cultural sin un premio y un montón de pasta. No hay estado de facebook sin su ingenio o su foto o su vídeo. No hay espectáculo pornográfico si el actor no eyacula sobre la piel o el rostro de la actriz (lo demás es erotismo y frustración). Una mujer que practica sexo por dinero y que no se deja grabar ya no es una actriz sino una puta. Hasta el lenguaje cambia espectacularmente si no hay una cámara de por medio. De hecho, lo que llamamos corrección política no es sino la consciencia y la pose del lenguaje ante una lente (un superego ideológico) que lo examina y lo juzga, la de una modelo obligada a una perenne fotogenia. Es en el instante en el que el lenguaje se libera y se desencuadra cuando puede mostrarse de nuevo libre, cuando puede volver a llamar a las cosas por su nombre; salvo que uno, pobrecito, haya sido poseído definitivamente por ese superego. Entonces solo restan dos salidas, o la carrera política o el amortecimiento. El único terreno que parece indemne a la espectacularización es el de la literatura. Cuando un escritor o un poeta quiere ser espectacular el resultado suele oscilar entre lo ridículo y lo patético, si no es las dos cosas al mismo tiempo. La literatura parece tener poco que hacer en un mundo que solo tiene ojos y oídos para la imagen. El medio social y cultural ha mutado y los seres dotados para el espectáculo campan a sus anchas. La literatura ofrece resistencia al espectáculo (resistencia a la imagen, al encuadre corto) y el espectáculo se lo hace pagar con creces, pues el espectáculo no tolera la resistencia. El espectáculo rehúye la opacidad, desea cuerpos fluidos, mentes allanadas por las que deslizarse como una patinadora sobre una pista de hielo. No seas trabajador, no seas inteligente, no seas bondadoso si no puedes sacar con ello una buena imagen, cien o doscientos ‘me gusta’. Así están las cosas.

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