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El rescate de Héctor

Por Oscar M. Prieto , 10 mayo, 2020

La tarde está de tormenta y las horas, acurrucadas en el reloj, se sueñan tan largas que, hasta el péndulo se ha vuelto lento y su cadencia, quizás, más amable, menos exigente. Cuántas veces no habremos deseado esta conjunción de tiempo y nube para sentarnos a leer. Siéntense a leer. Este es mi único consejo. Mientras uno lee, los problemas desaparecen, al menos por un rato, de la mente.

Aquiles acaba de herir mortalmente a Héctor. Se acerca el final de la guerra de Troya. Con un hilo de voz, Héctor pide a su enemigo: “Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo pongan en la pira”.

Es el canto XXII de la Ilíada, texto fundacional de la literatura occidental. Nos reconocemos en los clásicos porque somos los mismos, aunque miles de años nos separen. Otras especies animales pueden lamentarse ante la muerte, pero sólo los neandertales y los sapiens sapiens, es decir nosotros, honramos a los muertos, nos despedimos de ellos con complejos rituales.

Aquiles, todavía dominado por la cólera, taladra los tobillos del cuerpo sin vida y lo arrastra con el caballo ante los ojos de su padre y de su madre. Nada puede haber más doloroso, ni siquiera la muerte, que ese maltrato dado al cadáver, nada más horrible que privarlo de descanso.

Príamo, el padre de Héctor, reúne en su pecho el valor necesario para cruzar al campamento enemigo y entrar en la tienda de Aquiles, asesino de su hijo. Es capaz de todo por recuperar su cadáver y dispensarle el funeral que merece. Es capaz de arrodillarse y besar las manos que han matado: “Respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí”. Se trata de uno de los pasajes más conmovedores jamás escritos, prueba de la universal necesidad de enterrar a nuestros muertos, de hacer el duelo. Aquiles, mirando compasivo la cabeza y la barba encanecida, le entrega el cadáver y concede una tregua antes de volver a pelear, si necesario fuere.

Nos creíamos grandes y qué frágiles somos, hasta las despedidas últimas nos las han cambiado. Descansen en paz.

 

www.oscarmprieto.com

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