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«El renacido» o las todavía más inesperadas virtudes de la ignorancia

Por Emilio Calle , 4 febrero, 2016

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Tengo que confesar mi sobresalto (y no que creo que yo fuera el único en llevarse un susto) cuando el año pasado «Birdman o La Inesperada Virtud de la Ignorancia» se convertía en la gran ganadora de los premios Oscar. Tan pretenciosa como su título, mezclando alegremente y sin un hilo de coherencia a Carver con el cine de súper héroes, cóctel sesudo y a la vez vocacionalmente lúdico, forzando su maniquea originalidad aun a costa de lo narrado, si la película resultaba brillante era (aparte del esfuerzo vano de un grupo de grandes actores) por el trabajo de ese fabuloso artista llamado Emmanuel Lubezki, un director de fotografía capaz de poner en imágenes cada perogrullada visual que se le ocurra a Alejandro González Iñárritu, en ese caso, su empeño de rodar un film en un único plano. Porque Iñárritu no filma películas, él va directo a la obra maestra. No hace cine, lo que filma es arte. Los espectadores debemos congratularnos. Cine intelectual para todos los públicos. La complejidad metafísica de Bergman a golpe de palomitas. Y es que Iñárritu va dos pasos por delante de la innovación. Antes de él, nadie había rodado nada original (ni siquiera HItchcock que ya con “La soga”, en 1948, filmó, está sí, una obra en un único plano, y sin montar tanta algarabía).
Era de esperar que su siguiente proyecto recibiera mucha atención, aunque al tratarse de Iñárritu esta vez ni tuvimos que esperar al estreno para que empezaran a reventar todos sus excesos. Ya mientras se rodaba «The Revenant», no tardaron en surgir noticias que confirmaban las peores expectativas: un nuevo espectáculo visual sin precedentes, una experiencia inclasificable, tan impactante en la caligrafía de la imagen que se daba por seguro que nadie en todo el mundo habría visto algo ni siquiera parecido. Bueno, pues nada, tocaba esperar tamaña hazaña. De hecho, incluso antes del estreno, sin esperar su salida a formatos domésticos como es lo habitual, ya pudimos ver un «making of» de este rodaje que roza la imposible, que algún descerebrado comparó con la pesadilla que supuso «Apocalipsis Now» (sobran los comentarios). Aunque no acabaron ahí los sobresaltos. Para sorpresa del personal cinéfilo, poco antes del estreno, la productora emitió un comunicado para desmentir los rumores que aseguraban que Leonardo DiCaprio NO era violado por un oso en la película, y no porque la sola idea escapase de toda órbita racional, que va, la cuestión es que es atacado por una osa, y por lo visto las osas no violan bípedos (¿eso quiere decir que los machos plantígrados sí?). Y para colmo de naderías, el propio Iñarritu confesaba recientemente en una entrevista que fue ya con la película en pleno rodaje cuando tomó la decisión (suponemos que unilateral) de convertir a Tom Hardy en el villano de la función (¿qué había sido hasta entonces?), y en aras de que no falte veracidad, que esta es otra historia más basada en hechos reales, aunque uno pueda intercambiar al malo al antojo del narrador. Eso sí, tanta originalidad se pone en entredicho porque le empiezan a caer acusaciones de plagio (y a Andrei Tarkovski, como para que nadie se diera cuenta).
Ya tenemos las respuestas.
“El renacido” se presenta (bajo el falsario aire de un western sucio, pero al mismo tiempo estilizado hasta el paroxismo) como la odisea física y moral de un guía y traficante de pieles (Leonardo DiCaprio) después de ser traicionado y casi asesinado por un compañero del grupo al que hasta ese momento conducía en sus cacerías. La idea de vengarse le permitirá sobrevivir sin importar las condiciones orográficas o climatológicas hasta enfrentarse cara a cara con ese hombre que hizo trizas su existencia, el cual no tiene miramiento alguno en matar al hijo de DiCaprio, aunque se llena de malos trucos de guión para no hacer lo mismo con el padre y ahorrarse la que le espera. Sólo que para llegar a ese duelo en pleno territorio de la confusión, el trayecto será una tortura, para el protagonista y para el espectador. Iñárritu no sabe (o lo que puede ser aún peor, no quiere) respetar el tono naturalista que el mismo parece proponer al inicio. A los pocos minutos de de arrancar el film, un ataque de un grupo indígena es rodado en (qué raro) un único plano (con insertos que no borran el virtuosismo del camarógrafo), y empieza el torrente de imágenes en las que intenta sorprenderte con lo que parece imposible de rodar. Y desdibuja cualquier rastro de verosimilitud creado por Lubezki, algo que hará cada vez que tenga ocasión. Porque llega el ataque del oso, una secuencia portentosa de nuevo abarcada en un solo plano (y es una salvajada, son minutos y minutos de agonía), un más difícil todavía y que directamente hace que uno termine preguntándose cómo se puede rodar eso en vez de estar pendiente de la acción. Y tras unos muy mal diseñados conflictos (como en «21 gramos», todo son empujones, no se admite pensar), nos aguardan dos horas largas de DiCaprio paseando por la nieve y las montañas, herido, arrastrándose entre la realidad y la cosmogonía de los indios de la región con los que tiene una relación tan íntima como mística, aclarada con vuelapluma y torpeza. Y por si uno se aburre con tanto paisaje (que Iñárritu también trata como si nadie jamás hubiera filmando un paraje natural), que no desespere, le esperan extrañas secuencias de complejo calado onírico (la aparición de los búfalos, las pilas de calaveras) para que nunca nos olvidemos que estamos ante un autor sin parangón, pero incapaz de librarnos, después de tanto periplo y tanta poesía desgarrada, de un final con tufillo a moraleja, e incluso comprometido con la actualidad porque también es un film combativo en lo ecologista (y porque no hay más tiempo, que si lo hay lo mismo añade algún número musical).
Queda para el disfrute otro lienzo bellísimo de Emmanuel Lubezki (y aquí no importa el metraje, uno puede pasarse las horas disfrutando de su fotografía, la palabra genio se ajusta de maravilla a su talento, y esta es prueba incontestable de ello), y el gran trabajo de dos actores bastante más comprometidos que su director a la hora de buscar una coherencia interna en lo que se está contando. Tanto Tom Hardy como Leonado DiCaprio (quien es muy probable que se lleve el Oscar finalmente, y no deja de ser muy triste que lo gane por este papel con el que ni se acerca a los más memorables con los que ha logrado ser ya más que actor, casi un mito) son lo único realmente vivo, además de los trazos maravillosos de Lubezki, que hay en este nuevo salto de fe al ego de Iñárritu en su empeño por inventar algo llamado cine.
Ahora resulta claro porque piensa que la ignorancia es una virtud.
Aunque algunos no estemos de acuerdo.


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