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El honorable Jordi no estuvo en la Diada

Por Carlos Almira , 13 septiembre, 2014

Parecía que el escándalo de la fortuna de la familia Pujol y de la corrupción del 3% iba a desactivar, a desinflar, el entusiasmo separatista en Cataluña. ¿Cómo es posible que miles, que centenares de miles de catalanes sigan manifestándose por el referéndum de la independencia tras el descubrimiento de los entresijos de la presunta corrupción de CIU y de sus referentes políticos, hasta ahora incuestionados por una parte importante de la población catalana?

Jordi no va a la Diada

Jordi no va a la Diada

El razonamiento (o uno de los razonamientos) implícito en este planteamiento de la cuestión podría formularse así: a) CIU, los Pujol, y el nacionalismo catalán en general, han utilizado siempre la amenaza, el chantaje contra el Estado Español, en nombre del derecho de Cataluña como supuesta nación a decidir su destino (como una entidad soberana); b) CIU, o al menos sus élites históricas, y quién sabe si otros sectores políticos del nacionalismo catalán (Esquerra) y afines, han gobernado de forma corrupta esos territorios, aun dentro del Estado español; c) por lo tanto, la idea misma de una Cataluña independiente, además de haber sido un mero instrumento de extorsión y enriquecimiento en manos de unas élites políticas corruptas hasta la médula, pero también por esa razón, carece de toda legitimidad.
Si esto es así, ¿por qué la gente no ha reaccionado como se esperaba, alejándose de la idea misma y de los «delincuentes políticos» que la propugnaban en su exclusivo beneficio?
Yo creo que este planteamiento es erróneo, interesado ideológicamente, y que impide comprender la cuestión, por lo siguiente:
1º) El nacionalismo catalán, a diferencia del Vasco, nunca fue en el fondo, rupturista con el Estado español. Mientras que el nacionalismo vasco empezó, y continuó siendo siempre en buena parte, un movimiento político de raigambre rural, de pequeñas ciudades, de clase media provinciana, al que no se sumaron las grandes familias de la burguesía vasca (vinculadas por ejemplo, con la siderurgia y la banca), perfectamente integradas en el capitalismo español y en el británico, el nacionalismo catalán fue un fenómeno urbano que sí atrajo desde el principio a la gran burguesía catalana, pero no para romper con el Estado español sino para definir, en sus relaciones con él, una posición lo más favorable y privilegiada para sus intereses.
Ni la Lliga de Cambó, ni después Convergencia i Unió, quisieron nunca en el fondo, como el PNV de Sabino Arana, vasquista y racista, una ruptura total con el Estado sino un acomodo en su estructura territorial y política que favoreciese sus intereses. Es verdad que en 1931 Campins proclamó la República Catalana, pero ¿cuánto tardó en dar marcha atrás y en acomodarse a la estructura del Estado de la IIª República? ¿Cuántos escrúpulos nacionalistas opusieron después los grandes empresarios catalanes, cuyas fortunas se remontaban al comercio con las colonias españolas en América y, tras la independencia de éstas, repatriados aquí sus capitales, a la moderna industria textil del algodón y a la banca, cuántos remilgos le hicieron a la Dictadura de Franco (que por cierto, favoreció especialmente el desarrollo del triángulo Madrid-Barcelona-Bilbao)?
El problema de la burguesía catalana fue la pérdida de las colonias españolas en América, donde había hecho su fortuna hasta el siglo XVIII. Cuando hubieron de repatriar aquí sus capitales descubrieron, ¡oh, sorpresa!, que aquella España rural y miserable de finales del XIX y buena parte del siglo XX no era un mercado suficiente para sus productos. ¡No había suficientes culos españoles que pudiesen comprar los calzoncillos de algodón producidos en sus fábricas catalanas! Y empezaron a exigir. Pero a exigir, no la independencia, sino contrapartidas mucho más prosaicas (fiscales, de inversión y crédito público, etcétera). Coincidió esto con el folklorismo romántico y con la emergencia de los círculos culturales, y luego los partidos nacionalistas, que es un fenómeno europeo sobre todo de la segunda mitad del siglo XIX. Así que el catalanismo burgués que representa aún hoy Convergencia nunca fue, en el fondo, independentista, sino otra cosa muy distinta.
2) Cuando murió Franco y se pergeñó la llamada Transición Democrática, por todas las razones apuntadas y otras, Convergencia i Unió (pero no el PNV, no al menos con la misma facilidad y en la misma medida), se convirtió en una pieza clave, no del independentismo catalán, que nunca estuvo en su ADN ideológico, sino de la estructura territorial y política diseñada a partir de la Constitución de 1978. La misma legislación electoral ya fue una concesión a estos partidos nacionalistas, al diseñar las circunscripciones electorales del Estado de tal forma que se les garantizara por siempre una sobrerrepresentación en el Parlamento de Madrid. A cambio de este poder de extorsión permanente, estos partidos nacionalistas, sus oligarquías y sus élites tuvieron manos libres para hacer y deshacer a su antojo en “sus territorios”, sus “nichos electorales”, siempre que no cuestionaran con los hechos la estructura territorial del Estado y que apoyaran, cuando conviniera, la estabilidad política del gobierno español de turno.
CIU, como en menor media el PNV, ha jugado un papel estabilizador en estos años, que son los que ahora están en cuestión. O dicho en Román paladino: los Pujol, y los que no son Pujol, podían extorsionar también a los ciudadanos de sus territorios, con la seguridad de que nadie iba a molestarlos desde Madrid, siempre que siguiesen siendo buenos chicos y supiesen diferenciar los intereses de los ideales, que por otra parte nunca fueron en el fondo los suyos.
Cuando mucha gente, en Cataluña y en el resto de España, piensa en el honorable Jordi, no le viene a la mente la bandera independentista, ni Campins detenido tras la fallida revolución de Asturias, sino la efigie de los también “honorables” Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar, Rodríguez Zapatero, ¡Mariano Rajoy!, o nuestro ex Rey Juan Carlos I. Lo de honorable tiene mucho más que ver con su papel en la Transición y los años que siguieron que con cualquier ideal independentista.
El problema, y creo que al abordar así la cuestión salta a la vista con más claridad que en el planteamiento con que empezaba este artículo, el problema es que mucha gente, consciente o inconscientemente, tras el escándalo Pujol quizás se ha hecho el siguiente razonamiento: 1º La familia Pujol, y presuntamente CIU y otros grupos afines al catalanismo, han gobernado durante décadas en Cataluña y se han enriquecido con ello, gracias a que eran una pieza clave del régimen político salido de la Transición, y no por su supuesta condición de independentistas; 2º si esto ha sido posible (y ahora se ha acabado el juego al vulnerar una de las partes el pacto y cuestionar la existencia actual del Estado español), ello significa que dicho Estado Español, incluido su diseño territorial, tal y cómo salió de la Transición ha sido y es aún, además de profundamente oligárquico, corrupto por su misma esencia; 2º por lo tanto, ¿qué es mejor, permanecer vinculados territorial y legalmente a un régimen corrupto o romper definitivamente con él? Romper.
Por cierto: el aferrarse a la Ley, en principio algo loable, ha podido reforzar esa impresión de vivir en un régimen de camarillas, y por lo tanto el deseo de muchos catalanes de romper con él. El gobierno no ha sabido, a mi juicio, distinguir a los nacionalistas de Esquerra del sector simplemente indignado con la situación política española y que quiere romper (aun territorialmente) con ella. O simplemente tener la sensación de que puede decidir, en un momento dado, incluso permanecer como está.
La ley, como el territorio, tiende a sacralizarse. ¡Cuánta religión secularizada no se esconde en el amor abstracto al propio país cuando no se concreta en la gente con quien uno convive!
Y por cierto: también las Leyes de Nuremberg que condenaban a la infra-humanidad a los judíos y a otras minorías étnicas en la Alemania nazi, eran perfectamente legales. La verdad: si mañana alguien organizara un referéndum en mi ciudad, Granada, para preguntar a los ciudadanos si quieren o no la independencia de esta ciudad y su provincia del resto del Estado, hoy por hoy, no sé qué votaría. ¿O sí?


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