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El Evangelio según César (Amanecer en el planeta de los simios)

Por Emilio Calle , 22 julio, 2014

rotpota_wallpaper_var_b_1900x1200Cuando en 1968 la 20th Century Fox puso en marcha el rodaje de “El planeta de los simios”, poco imaginaban que estaban a punto de abrir camino a una saga (que pese a las acusaciones que ahora le llueven, ni nació ni es una franquicia al uso) que ha logrado llegar hasta nuestros días sin avejentarse un ápice. La historia de unos astronautas arrojados por un malabarismo cósmico a un planeta cuya especie dominante no son los hombres, si no los primates, causó un impacto desconocido, desarrollando nuevos rumbos por donde podría transitar el género de la ciencia ficción. Y en buena medida dicho éxito se debió al extraordinario trabajo creativo de otro de esos directores con un pie siempre en el olvido, pero cuyas obras impiden el destierro total: Franklin J. Schaffner (“Papillón”, “Patton”, “La Isla del adiós”, “Los niños del Brasil”, “El señor de la guerra”). Varias decisiones suyas, consiguieron que novela y adaptación a punto estuvieron de ser casi irreconciliables entre sí. La falta de presupuesto, obligó que Shaffner pidiera a los guionistas que en vez del futurista, mecanizado y mega evolucionado universo simio descrito en el libro de Perre Boulle, se plantarán justo en su contrario, un mundo primitivo, tan fantasmal como el entorno en el que viven. Y mientras la novela se desarrollaba en un planeta desconocido, directores y guionistas concluyeron que todo resultaría mucho más impactante si la acción se situaba en la Tierra, lo cual quedaría explicado con un simple plano de la Estatua de la Libertad, legando uno de los finales más celebrados de la historia del cine (y en nada parecido al del libro, cuyo spoiler queda a salvo, a la espera de lectores que lo descubran). Todos estos hallazgos los aunó el director con trazo maestro, sin renunciar a propuestas muy radicales como esa primera parte de la película donde los tres astronautas deambulan por un paisaje donde piedra, agua y cielo parece formar una prisión (y sin apenas diálogos, algo que a veces parece anatema), o confiar en el compositor Jerry Goldsmith (quién trabajó en la mayoría de las películas de Schaffner) para que, con el propósito de reforzar la extrañeza y la hostilidad de ese planeta supuestamente desconocido, buscará una sonoridad distinta, a lo cual el genio de Goldsmith respondió con una obra cumbre de la música cinematográfica, tan pronto atonal como de repente abarrotada de sonidos inesperados (desde cacerolas al instrumento más exótico que le trajesen, todo encajaba en la partitura) y un sombrío conjunto de elementos melódicos que refuerzan el aislamiento y la incomprensión que asolan a su protagonista (Charlton Heston). Un clásico sin paliativos había nacido, y con los abrumadores resultados en taquilla no tardó mucho en tener continuación. Y no precisamente con una secuela al uso, como es lo habitual en nuestros días. “Regreso al planeta de los simios” (Ted Post, 1970) llegó totalmente impregnada del ambiente de la “guerra fría”, por aquel entonces en su aterrador auge. Una expedición enviada a descubrir que había pasado con los protagonistas de la primera entrega termina metiéndose en el mismo rulo temporal y acaba en el mismo planeta, apenas unos meses después de lo ya narrado. El personaje interpretado por Charlton Heston se ha adentrado en la conocida como “Zona Prohibida” y se ha extraviado, ya nada se sabe de él. No así su novia, que, teniendo en cuenta su descubierta vocación por los rubios parlanchines en un mundo donde los hombres no hablan ni a palos, tiene la fortuna de tropezar con el nuevo astronauta (ya se sabe que la tierra es un pañuelo), igual de locuaz, y juntos se ven envueltos en una trama que se alejaba de las premisas de la historia original. Humanos mutantes con poderes psíquicos viven en los bajos de lo que fue el metro de Nueva York, los cuales no han escarmentado con la extinción, así que se dedican a adorar a una bomba atómica todavía en perfecto estado. Entre estos y los simios se establece una lucha por ver quién aprieta antes el botón que la haga estallar, aunque si como de un vodevil se tratase, será el propio protagonista (James Franciscus) quien finalmente la detone borrando el planeta de cualquier mapa cósmico. Si bien no fue un fracaso total, sí que dejó claro que a los espectadores estaban mucho más interesados en la historia de los simios que en las peripecias de los humanos, desquiciados o no por la pasión por lo nuclear.
Para equilibrar la balanza, se rueda “Huida del planeta de los simios (Don Taylor, 1971) donde se juega a la inversión (sentando las bases de la película estrenada esta semana). Antes de que estalle la bomba de la segunda entrega, dos de los principales protagonistas simios de la saga (Cornelius y Zira, científicos que piensan, aunque puedan ser acusados de ser herejes, que el mono desciende del hombre), se meten en una de las naves espaciales, y por error, por ir dándole a los botones que no deben, terminan viajando en el tiempo, y su destino les abandona en los Estados Unidos de los años 70. Y ahora son ellos los asombrados de que los hombres hablen y que sean los monos los que permanecen en jaulas, esclavizados, tal y como su cultura trataba a los humanos. Si al principio son bien recibidos por las autoridades, el villano de guardia (científico también) no tarda en desconfiar de los nuevo visitantes. Por medio de la hipnosis, logra que Zira, la cual está embarazada, le relate la verdad sobre el futuro, ese que ya vimos en la primera entrega y que convertía al hombre en un ser inferior que sólo merecía desprecio, malos tratos, y lobotomía en el caso de persistir en hacer lo que no se esperaba de él. Y aunque intentan escapar, no tardan en ser asesinados fríamente. Sin embargo, nadie sabe que el hijo de Zira ha nacido, y está escondido en un circo, cuyo dueño le bautizará como César, y tanto entonces como ahora, César será el encargado de liderar una revolución que acabará con los humanos. Dicha rebelión sería narrada en las dos siguientes películas que pusieron fin (durante un tiempo) a la saga: “Conquista del planeta de los simios” (J. Lee Thompson, 1972) y “La batalla por el planeta de los simios” (J. Lee Thompson, 1973) pusieron un broche más de lata que de plata, pero incluso en sus momentos más bajos esta historia siempre ha tenido un fuerte calado social. En el año 72, los espectadores negros aplaudían enfervorecidos al final de “Conquista del planeta de los simios”, cuando los amotinados cargaban contra la policía antidisturbios, en un claro reflejo de las tensiones raciales que se vivían en ese momento. Y ahora, en el año 2014, cuando apenas lleva una semana en los cines “Amanecer en el planeta de los simios” está siendo duramente atacada por múltiples asociaciones pro-armas asegurando que la película no es más que una insultante declaración izquierdista en pro del control armamentístico, algo intolerable incluso en la ficción.
El hecho de que se pusiera fin momentáneo a su vida en la pantalla grande, no significó que los simios perecieran en el sueño de los justos. Dos series de televisión y su paso al mundo del cómic mantuvieron saciado durante un tiempo el apetito de los más acérrimos seguidores de la saga. Y así hasta que en el año 2001 Tim Burton, al mando de un presupuesto alucinante, se decidió por llevar a buen puerto el remake de la película original. Y los resultados, ridículos. Un guión hilarante, unos actores que realmente parecían extraviados en un mundo no de simios, sino de indolentes, una dirección plana y un supuesto final sorpresa (dejaban en paz a la Estatua de la Libertad, pero el arranque de originalidad tan sólo tenía parada en Washington) demostraron que Burton, lejos de su corte de freaks y de esos dibujos con los confecciona su universo (lo que ha llenado su filmografía de obras realmente únicas), es aún peor director que su admirado Ed Wood. Si hubo o no intenciones de rodar secuelas, se acallaron al comprobar la escandalizada reacción de público y críticas. Ni un solo plano para recordar.
No es hasta 2011, cuando la 20th Century Fox delega en el director Rupert Wyatt (hasta ese momento sin créditos que justifiquen una elección que a la postre se reveló como correcta, aunque nada más) reabrir la saga con “El origen del planeta de los simios”, que ahora ya se centraba únicamente en la historia de César, y en cómo terminaba al mando de un ejército de monos mientras la humanidad caía exterminada por un virus. Sin ser ninguna maravilla, la película tan sólo buscaba asentar las bases para una nueva trilogía, de la que ahora se estrena su segunda entrega: “Amanecer en el planeta de los simios”. Dirigida por el mucho más eficaz Matt Reeves (“Monstruoso”, el no tan desdeñable remake de “Déjame entrar” y ya a cargo del tercer capítulo simiesco), la película continúa dando cuenta de las andanzas de César, quien ve como su idílica vida con su especie en unos bellísimos bosques cercanos a San Francisco se ve de nuevo truncada por la aparición del hombre, de la que ya se pensaban liberados. Los supervivientes de la extinción deambulan en busca de energía, pero sólo encuentran los problemas que ellos mismos provocan. Y creen que lo mejor es acabar con ese edén escondido entre los altísimos árboles que dan cobijo a sus habitantes. Moviéndose entre cierto sentimentalismo y un tono descaradamente ecológico, la película sube muchos enteros cuando se desata la batalla entre hombres y simios (misma, y esto no es un spoiler, que queda veladamente pospuesta hasta la próxima cita con la tercera entrega). Tras un preciosista arranque (donde sólo se narra la vida de los simios), Reeves administra con buen tiento sus bazas y llegado el momento sabe sacarle el mayor partido a esa guerra anunciada, y donde las imágenes son más poderosas que todos los atolladeros éticos en los que a veces parece meterse el atormentado argumento. Con César ya convertido en el mayor aliciente de esta nueva trilogía (y crítica y público ya hartos del desprecio que se sigue proyectando sobre ese interprete excepcional que se llama Andy Serkis), la película se disfruta, pese al lastre que supone (a medida que avanza el metraje) el saber qué habrá que esperar de nuevo para conocer el desenlace de la dramática historia de este simio que vive tanto del instinto como de la razón. No es la gran obra que se venía anunciando, pero entretiene, y a veces hasta emociona, lo cual casi es un milagro de la evolución cinematográfica teniendo en cuenta la calidad de las secuelas.
¿Será César finalmente el simio que, cual profeta, conduzca a su especie hacia una libertad siempre pospuesta? ¿O se impondrá el humano sentido común y tendremos un feliz desenlace entre hombres y monos conviviendo en la soporífera armonía hollywoodense?
Como ya es norma, habrá que esperar mucho tiempo hasta conocer la respuesta.
Ojalá valga la pena.
César merece un final a la altura de su dramático periplo, con su naturaleza cuarteada entre los unos y los otros, condenado a no poder pertenecer a ningún bando, y arrojado al destierro de la soledad de los perdedores, pese a ser un ganador nato.


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