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El Aullido de Jordi Corominas

Por Anna María Iglesia , 6 abril, 2014

Por ANNA MARIA IGLESIA

“Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo”, estos versos, escritos por un joven Allen Ginsberg en 1956, daban inicio a Aullido, un largo poema en prosa donde Ginsberg. Heredero de Walt Whitman, el autor de Aullido se presenta en el campo literario norteamericano de entonces como un “enfant terrible” que, tras los pasos de Arthur Rimbaud, convierte en poesía lo más abyecto de una sociedad falsamente engalanada en la que el yo poético busca sobrevivir en los márgenes de lo prohibido, únicos resquicios para una libertad individual convertida en mera ensoñación. Con aquellas palabras,  el poeta de la denominada Beat Generation penetraba en la abismática realidad de su tiempo, destripando, sin pudor ni comedimiento, las máscaras “de la arpía tuerta del dólar heterosexual”, de esa misma arpía que “no hace más que sentarse en su culo y cortar las hebras intelectuales doradas del telar del artesano”. Perdidas en el Averno de un mundo condenado de antemano, aquellas mentes que todavía vislumbró Ginsberg, se han desdibujado en “la amnesia voluntaria”, versificada en el último poemario de Jordi Corominas, Al aire libre, publicado por Versos&Reversos. Título paradójico para una obra que canta la ausencia del aire, la mecánica y programática falta de libertad, un poemario que, como señala el propio autor, gravita entorno a la pasividad de un tiempo en el que, convertidos en “lavadoras automáticas” marchamos, como “gallinas cluecas”,  con “paso firme” reconvertidos “en lacayos de una negación con sobredosis de fachada”.

aire libre“¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió sus cráneos y devoró sus cerebros y su imaginación?”, se interrogaba Ginsberg en aquel desesperado aullido: “¡Departamentos robots! ¡Suburbios invisibles! ¡Tesorerías esqueléticas! ¡Capitales ciegas! ¡Industrias demoníacas! ¡Naciones espectrales! ¡Invencibles manicomios! ¡Vergas de granito! ¡Bombas monstruosas!” enumera el poeta norteamericano. Espectros, manicomios, cárceles… imágenes, todas ellas, demoníacas que colapsan el poemario de Corominas, no como un juego referencial de alusiones intertextuales, sino como reflejo de un presente programáticamente construido, un presente alienante dominado y retransmitido, articulado a modo de mediatizada opresión, un presente en el que, quien camina, ni tan siquiera sabe dónde pisa –“no reconozco lo que piso”- pues, como dictan los versos de Corominas: “desde mi linterna mágica, soy extranjero de la cuna, juez espectral del decorado, interiorizado e irreconocible, postal sin datos, tienda fotográfica, vetada a la ciudadanía”. La linterna mágica que iluminaba los pasos del flâneur parisino que, incluso en su más perverso retrato realizado por Grandville en Le diable à Paris, recorría la ciudad recuperando los fragmentos perdidos e iluminando los lugares más oscuros de la fachada urbana, se ha apagado: en el decorado homogeneizante que convierte la diversidad en unidad y el sujeto en inconsciente autómata, nada escapa de esta farsante teatralidad. “Pan y circo” contra la mirada, contra el deseo de ver: “tertulianos deslumbrados por el destello de sus asesinos”, describe así Corominas a los títeres del sistema, a quienes, ingenuos confiados en una visión convertida en ceguera, “propician encarnizados corrillos, duelos dialécticos, agua de borrajas, chafarderías folklóricas embetunadas con rigores de pacotilla”, mientras nos invitan a “abrazar la armónica rutina del panóptico”. Pasivos, “gallinas cluecas” del sistema, nos abandonamos a la narcótica pasividad, renunciando a aquella libertad de la que todavía gozaron los héroes vencidos de Ginsburg que, en su último aliento, “escribieron frenéticos toda la noche balanceándose y rodando sobre sublimes encantamientos que en el amarillo amanecer eran estrofas incoherentes” para finalmente “sus relojes desde el techo para emitir su voto por una eternidad fuera del tiempo”. Ellos escaparon de Madison Avenue, de los “férreos regimientos de la moda” y del “gas mostaza de inteligentes editores siniestros”, nosotros, en cambio, somos reclusos “del desdén absoluto”, porque, al fin de cuentas, “la valentía cotiza a la baja y los exploradores visten bien en estanterías de anecdotario”.

corominasEn aquel sueño quemado por el fénix de Mallarmé, las cenizas permanecían dispersas, nunca recogidas en el ánfora funeraria, cenizas que, ahora, el yo poético de Jordi Corominas recoge en “el buró del fomento de la idolatría” y “entre plañideras solicitantes de “soplos de miasma”, para luego escamparlas “en la tabula rasa” de un presente desmemoriado. Vaciar el ánfora funeraria es desprenderse de los restos de un sueño quemado por la inane pasividad de meros “maniquíes animados” y, a la vez, es recuperar la tabula rasa a partir de la cual es posible reconstruir aquel sueño que demasiado pronto se quemó. Y es así que un globo libre, desprendido de la atadura del hilo, se propone cómo único rescate posible ante lo contemporáneo o, en palabras de Ivan Repila –quien firma la introducción-, como imagen intuitiva “de esas tijeras” con las que poder “cortar la correa umbilical de un desacuerdo íntimo con lo contemporáneo”. Si bien a lo largo del poemario, parece no haber salida de esta cegadora y, a la vez, transparente cúpula llamada sociedad, los últimos versos Jordi Corominas se abre hacia la posibilidad de un rescate, de una salida hacia aquel “aire libre perdido”. Aquel globo se convierte así en el aullido de libre irreverencia de Loopoesía, el proyecto artístico a través del cual Jordi Corominas da vida a unos versos que exigen algo más que la lectura. “Loopoesía no es un ejercicio lúdico o un simple estallido poético de libertad o un arrebato procaz sobre las tablas diseñado para alargar la sombra de su creador”, escribe Repila, “sino un manual –experimental, críptico, arriesgado- para no claudicar: seguir haciendo, seguir imaginado.

El arte multidisciplinar y, sobre todo, el arte como performance, como puesta en escena pública se configura como acto de reivindicación, cómo un aullido contra los límites de los géneros, buscando en ellos la máxima potencia posible, dando lugar al desorden artístico y expresivo, un desorden, indica una vez más Repila, “en el que el músico, el actor, el director, el poeta se entrega con todas las articulaciones encendidas al público, a los lectores, a los participantes”. Y como el globo, cuya libre parsimonia “se hermana con mi curiosidad”, el desorden supera los límites del texto y de la escena, convirtiéndose en metáfora de aquel desorden vital, individual y social sinónimo de libertad: el desorden es la salida del enclaustramiento, del impostado decoro de los transeúntes, es la readquisición de la visión perdida en el “anquilosamiento redoblado” por el “incienso bendecido de apariencia con su decadencia retransmitida para elevar nuestra farsa a los altares de una orgía”. El desorden de Jordi Corominas es el aullido de Ginsberg, es el canto poético de la desesperada lucidez que clama por abandonar los altares consagrados por otros y abandonarse, bajo la indudable influencia nietzscheana, al apolíneo desorden a partir del cual recuperar la individualidad perdida en un mapa urbano desnudo de fachadas. Aislarse de los impostados, mediatizados y homogeneizantes discursos proveniente del falansterio para reconquistar aquel desorden que sólo y únicamente puede encontrarse “al aire libre”.


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