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Doctrina, redactor, doctrina

Por Eduardo Zeind Palafox , 15 abril, 2014

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Dolorido comprendo lo que nuestros abuelos querían mostrarnos cuando decían que la doctrina, que la religión, es el pilar del bienestar. Sólo el hombre que vive con decoro, que antes tiene pan que mesa, ideas para el prójimo que amor propio, o que quiere religarse o someterse a la sociedad, según la interpretación romana de la palabra «religión», es capaz de escribir cosas dignas de ser leídas. Nunca me cansaré de repetir tal consejo, que es de Quintiliano; nunca me fatigaré de leer los clásicos, en los que está dicho todo. La maldad causa la ignorancia más continuamente de lo que la ignorancia pare malos; y donde el hombre es malo hay discursos irracionales, no movidos de buenos afectos. Platicaba ayer con una moza distraída que no sabía en qué libros posar su corazón, qué leer o qué autores frecuentar y yo, con mi poca elocuencia, pude decirle que lo más importante para saber qué es lo que estamos diciendo es comprender las lenguas cultas, es decir, el latín, el griego y el hebreo.

Del latín aprendemos, quiérase o no, nótese o no, nuestras leyes, nuestra «prudentia», fundada en la vieja noción de «aequitas», equidad, que es justicia; el griego, por su parte, enséñanos qué es filosofar, el realismo de Parménides, que bien nos señaló las cosas que son y las que no son, o por mejor decir, lo que hay y lo que no hay; o en palabras de Zubiri, el griego enséñanos que la esencia es la substancia de lo real, que lo importante es lo que nos mueve en el mundo, que no en el cosmos. Finalmente, digamos que el hebreo nos aveza en el cosmos, pues eran los semitas grandes pensadores de cosas grandes. ¡Pero ya no hay educación clásica! ¡Ya no hay tradición! ¡Ya nada se continúa! Los redactores del día ya no saben lo que es la honestidad, y usan la palabra, como quería un francés ilustrado, para ocultar sus pensamientos. Si sienten amor reniegan de ello y disputan, aunque nunca echando mano de Quevedo, con silogismos rotos; si sienten envidia la escamotean con aires de ambición.

Unos escritores suben, como Maquiavelo, por la escalera de la ambición, que no tiene fin y que hartas caídas faetonianas del espíritu humano causa, espíritu que antes de pisar la zona airada debe mudar sus terrenas costumbres, ora visitando los libros de Lope, ora frecuentando la filosofía alemana; otros caen en los andurriales del espanto, a lo infernal, según decir nuestro Garcilaso de la Vega, por afanar conocer los abismos de la imaginación. No iglesia, no mar ni casa real saben alcanzar nuestros imberbes jóvenes redactores, desconocedores de lo «honestum», de lo que se dice justa, sonora, prudente y templadamente. Hoy con grave soltura impera la «ignorancia iconoclasta», composición léxica ésta hecha de tautológicas palabras que se remiten la una a la otra, pero que Leopoldo Alas, erudito crítico de nuestra sangre española, ha arrebujado en zona sintáctica para decirle al mundo que hoy se confunde lo revolucionario, lo novedoso, con lo salvaje y primitivo.

Gastemos distinciones. La obra del ruso Dostoievski, escribe Bajtín, para denunciar la humanada molicie usa de la «crítica menipea», del «reír llorando», que es un sentimiento tribal, pues se es tribal, «cósmico» y no hombre de «mundo» cuando no se sabe discernir lo que se siente. Con todo, el ruso no ignoró el arte de novelar, de decir cosas nuevas, de imprimir los sentires modernos en un libro. Todo está dicho en la Sagrada Escritura, donde podemos saciar nuestros empeños literarios y donde encontramos que en el `Libro Primero de los Reyes´, capítulo XIX, se dice: «Pero en el huracán no estaba Yavhé. Después del huracán, un terremoto. Pero en el terremoto no estaba Yavhé. Después del terremoto, fuego. Pero en el fuego no estaba Yavhé. Después del fuego, susurró una brisa suave». En el viento, en la inspiración, no está la Literatura, poetastro; en el terremoto, en el desorden, no hay simbolismos, poetastro; en el calor, en el gemido, no hay «poiésis», pero destrucción sí.

Los mozos que hoy redactan los periódicos, más deshiladores que razonadores, más mulas de carga que Bucéfalos aventureros, más hijos de su siglo que padres de sus letras, más Ícaros que pícaros, espumando ocurrencias de cualquier barda o desvergüenza legal créense hacedores de obras de arte sólo porque otros, sus amigos, les dicen que son altos y elevados aedos; pero tal es irreal, idealismo es, es «esnobismo», pues donde se desdeña la retórica y la gramática se desprecia la dialéctica, único recurso capaz de pensar lo jamás pensado. Aristóteles, al que ya no se lee, en sus `Tópicos´ enséñanos a elevarnos de lo abstracto, de la imagen, «imago», a lo concreto, que no es forzosamente materia; el de Estagira nos acostumbra a hacer científico lo ideológico, amable la aparición escabrosa, visible lo invisible y «tejné» griega lo que parece mágica «ars» latina. Sello mi arenga recordándote, ilustrado y prudente lector, algo que enseña Spinoza: la maldad, por doctrinarios avatares epistemológicos, no para en belleza.

E. Z. P.

 

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