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Descálcense

Por Oscar M. Prieto , 25 septiembre, 2014

Hay personas que no necesitan de apellidos ni de Dni, les basta con su nombre para anunciarse y acreditar su identidad de que son quienes son. A la mayoría los tratamientos de Don o Doña nos caen grandes,  o nos sientan mal, como sientan mal los trajes que no están hechos a medida, sin embargo, hay personas que tienen la nobleza y la elegancia natural para portarlos con donaire. Una de estas personas se llamaba Don Gregorio.

Cuando Don Gregorio entraba todos nos poníamos en pie, no tanto porque fuera obligación, más bien como un gesto instintivo, de reconocimiento. Los lunes, si había perdido el Athletic le provocábamos, sabíamos que le sentaba mal, como sabíamos, porque nos lo había contado un millón de veces, que había marcado a Zarra en la playa del Sardinero. Él se lamentaba de lo mucho que había cambiado el fútbol, tanto toque para nada y aprovechaba para colarnos una lección de latín: ¿dónde está el ariete? -exclamaba-, de aries arietis, el que rompe, el que remata.

Don Gregorio había traducido 14 veces del latín la Ilíada. Se la sabía de memoria. Como intuía que muchos de nosotros no leeríamos ni la Ilíada ni la Odisea y él no lo podía consentir, dedicaba las dos primeras semanas del curso a contárnosla, canto a canto, con una pasión y una fuerza dramática que había que ser muy zoquete para no emocionarse o incluso conmocionarse cuando el taimado Ulises ciega con una antorcha el ojo único de Polifemo.

Don Gregorio llegaba una mañana, sin decir palabra paseaba ante nosotros delante de la tarima de un lado a otro de la clase, como si estuviera meditando una importante decisión y por fin se detenía, nos miraba y nos decía: “¡Descálcense!” Y claro que nos descalzábamos, incluso sin saber por qué. Ya descalzos nos lo explicaba: “Hoy vamos a ver a Félix Lope de Vega y Carpio, Fénix de los ingenios, Monstruo de la naturaleza, que más de ciento en menos de horas veinticuatro pasaron de las musas al teatro”. Y entonces, descalzos, ya estábamos preparados para recibir la lección sobre este genio de las letras. Un soneto, nos encargaba Don Gregorio. Protestábamos, con razón, porque nos parecía muy difícil escribir un soneto. Pero él nos rebatía y nos dejaba sin palabras, citando el soneto de Lope: Un soneto me manda hacer Violante/ que en mi vida me he visto en tal aprieto/ catorce versos dicen que es soneto/ burla burlando van los tres delante…

Don Gregorio, nos mandaba bajar las persianas y encendía una vela para leernos “El monte de las ánimas” de Gustavo Adolfo Bécquer. Don Gregorio, sin duda ha sido el mejor profesor entre los más de ciento que a lo largo de mi vida estudiantil –en la que sigo empecinado- he tenido. Don Gregorio, me enteré el domingo, ha fallecido. Descanse en paz y sirvan estas líneas como humilde homenaje y agradecimiento por todo lo que aprendí con él. Sobre todo la pasión por la Literatura.

Dice Locke que “el trabajo del maestro no consiste tanto en enseñar todo lo aprendible como en provocar en el alumno amor y estiva por el conocimiento”.
Atendiendo a este criterio, Don Gregorio, sin duda fue un gran maestro. Era la encarnación de los valores y condiciones que debe tener un profesor si de verdad quiere ser digno de pertenecer a tan hermosa profesión. Era exigente y responsable en su preparación de la materia, consciente de la enorme importancia de la labor que desempeñaba. Era generoso para con sus alumnos. Sentía un inmenso amor por lo que hacía.

Si estos eran los valores de Don Gregorio y creo que deberían ser exigibles a todo profesor, también estoy convencido de que el alumno, lejos de ser un mero convidado de piedra que asiste a las lecciones, si de verdad espera que le sirvan de algo, debe acudir cada día a las clases con esta actitud: En primer lugar, con disposición para aprender. Si esta, no hay nada que hacer. En segundo lugar, respeto, un respeto honesto y sincero hacia el profesor. Y finalmente, gratitud. Gratitud hacia la persona que nos está dando lo mejor que tiene, lo que sabe, gratitud a quien comparte con nosotros sus conocimientos y nos forma para la vida que nos espera por delante. La gratitud además es un sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio que se nos ha hecho y a corresponder a él de alguna manera, devolviendo parte de lo que nos han dado a la sociedad, siendo mejores.

Nos cuenta Jenofonte en su Ciropedia que “… al niño de quien deciden que, pudiendo demostrar agradecimiento no lo hace, también a éste se le dan un fuerte castigo, pues piensan que los desagradecidos son los más negligentes con respecto a los dioses, sus padres, su patria y sus amigos, y es opinión generalizada que a los ingratos, sobre todo, acompaña la desvergüenza pareciendo que ésta, a su vez, es la máxima guía para todos los actos inmorales”.

Valgan estas palabras como prenda de mi agradecimiento al mejor profesor que he tenido, Don Gregorio. Descanse en paz.

Salud

www.oscarmprieto.com

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