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Demócrito, Aristóteles, Descartes y Einstein

Por Eduardo Zeind Palafox , 14 octubre, 2014

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Ontología y psicología son los peligrosos extremos de lo filosofal. La palabra “filosofal”, a diferencia de la palabra “filosofía”, signa una actitud. Una actitud es un modo de comportarse, una manera de entender el mundo o la ontología: es una psicología. Nuestros actos, así las cosas, están entre los dos extremos mentados, entre nuestra psicología y la ontología.

La gente que nació antes de Descartes creía que la ontología era una ciencia estable y que la psicología era una suerte de fenómeno moldeable por cualquier cosa, si acatamos lo que Santa Teresa nos enseña con su sinuosa prosa. Común era en los escritos medievales y eclesiásticos en general encontrar súplicas, peticiones de iluminación que impidieran decir dislates y desatinos. Tales súplicas hacían patente una actitud determinada, la actitud precartesiana, que conocía qué era vivir yendo de la ontología a la psicología.

Mas nació Descartes, que veía cosa baladí en el conocimiento de las lenguas clásicas y que fijó, parece que para siempre, el imperio psicológico, y todo se transmutó. Lo único cierto que tenemos, decía Descartes, es nuestro “yo”. Expliquemos tan gustosos enigmas. Ir de lo interior hacia lo exterior, explica Zubiri, nos lleva a encontrar dimensiones; ir de lo exterior hacia lo interior, en cambio, nos lleva a encontrar categorías. Griegos y medievales fueron grandes categorizantes porque creían en la ontología, y nosotros somos insignes dimensionadores porque creemos en la psicología.

Para nosotros la ontología es un enigma, objeto digno de estudio, y para ellos lo era la psicología. ¿No castigaron a Sócrates por decir que un “demonio” lo aconsejaba? Ellos veían aquí y allá “especies”, y nosotros “individuos”. Platón razonó, usando en sentido lato palabras zubirianas, la “individuación de las especies” y Descartes la “especiación de los individuos”. La psicología, luego, es materia dimensional, y la ontología categorial. Descartes nos regaló un mundo calderoniano, interior, pero nos arrebató el griego, exterior.

Demócrito, discípulo de Leucipo, pensaba que el mundo estaba hecho de “átomos”, es decir, de un como polvo indivisible, invisible y variado en forma y tamaño, y que éste saturaba el espacio, el vacío, la Nada. ¿Qué categorías podían facilitar la comprensión de un mundo de tal substancia y estructura? Las de Aristóteles, único hombre que fue capaz de hacer “ontología” con lo “óntico”. Lo único cierto, parece que dijo Aristóteles, es lo que nuestra “mente”, ese “escudriñador de los átomos”, que diría Cervantes, puede asir.

Es menester usar ya las palabras “aseidad” y “perseidad”. La “perseidad” es la capacidad para existir y la “aseidad” la capacidad para darse a sí mismo existencia. Los “átomos”, que son eternos, tienen, por decirlo de algún modo, “aseidad”, y lo que ellos forman, como las nubes y los perros, “perseidad”. Para Platón la “aseidad” era anterior a la “perseidad”, pues creía, nadie lo desconoce, en las ideas primigenias que yacían en el mundo celestial; para Descartes era al revés.

Si fuera factible hablar con algún griego clásico, vulgar, le recitaríamos unas líneas de la “Elegía I” de Garcilaso, que bien aclaran nuestros asertos: “y tú tendiendo la piadosa mano,/ probando a levantar el cuerpo amado,/ levantas solamente el aire vano”. Natural es la existencia de múltiples dioses en una sociedad que ve en el sistemático choque de los átomos un azaroso juego.

Los átomos, diría Zubiri, pueden crear “singularidades”, que son imitables, como los productos químicos, e “individualidades”, que son inimitables, como los rostros humanos. El rostro humano es efecto, razonando con la máquina aquí urdida, de la psicología, y la química lo es de la ontología. El rostro humano, luego, tiene estructura dimensional, y el químico categorial. ¿Cómo o con qué técnica podemos conocer todo esto? Con la del lenguaje. ¿Y el lenguaje es cosa psicológica u ontológica? La poesía es el “último reducto vivo de la magia”, afirma Jules Monnerot.

El lenguaje humano, de raigambre proposicional, es sintáctico. El mundo, nos recuerda Zubiri, también es sintáctico, “respectivo”. En Grecia, pensemos, el sujeto de las proposiciones era el mundo y el predicado el hombre. Hoy acaece todo lo contrario. Todo predicado habla de “perseidad”, de existencia, de atributos. Los predicados, afirma nuestro filósofo español, sólo son válidos cuando son urdidos para mentar la “perseidad” de las “individualidades”, que son, como tenemos dicho, inimitables, “cuerpo amado” y no “aire vano”. El lenguaje humano es psicología hecha ontología.

Aristóteles, leyendo la elegía citada, pondría el acento en la palabra “mano” y no en la palabra “piadosa”, pues era meditador de ontologías; Descartes, que era religioso, haría lo contrario. Aristóteles, que creía en el ser mundano, leería en la elegía de Garcilaso una descripción, y Descartes una narración. Describir es atender al espacio y narrar es atender al tiempo. Nuestra consciencia moderna, kantiana, está hecha de tiempo, de proposiciones narrativas, fenómeno que ha creado un lenguaje poco poético, poco mágico. Poesía es pintura habladora, retrato sonoro, aparición, fantasma, casualidad, y prosa es habla colorida, sintaxis que anima, creación, corporalidad, casualidad.

El objeto de este laxo artículo era el de demostrar que no fue Descartes, sino Aristóteles, quien dio el giro copernicano a nuestra psicología, y además insinuar que Descartes únicamente estabilizó lo hecho por el de Estagira. Nietzsche hacía a Sócrates responsable del derrumbamiento de la belleza, por cierto.

Un párrafo elocuente que Alfonso Reyes encajó en su obra “Religión griega”, a modo de argumentación, tal vez persuadirá a los doctores y enseñará riquezas a los legos; dice: “`Antropomorfismo y politeísmo´ no son obstáculos insuperables para el común entendimiento de la religión griega. Conviene penetrarse, ante todo, de que los grandes pensadores de Grecia sólo aceptaban ambas nociones como una manera del lenguaje corriente, el cual para nada cohibía su idea de la religión ni su representación del universo. Si el vulgo se embrollaba con tales nociones, tampoco puede hoy cualquier palurdo concebir la Encarnación o la Trinidad como la concibe un teólogo, y hay entre los feligreses de cualquier parroquia un buen porcentaje de aberraciones”.

¿Acaso el vulgacho del siglo XXI, que ignora a Heidegger, a Kant, a Husserl, a Ortega y Gasset, a Nietzsche, no vive todavía con actitud cartesiana, solipsista, dimensional, incapaz de penetrar las categorías que la física de Einstein, amigo de Zubiri, ha dilucidado para explicar los caprichos de los “ciegos átomos”, que nos obligan a volvernos a los clásicos de la Antigüedad, ora Demócrito o Parménides, ora Anaximandro o Aristóteles?

Profesor Edvard Zeind Palafox  

http://donpalafox.blogspot.mx/


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