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De la farmacia al despacho: la historia de un viaje

Por Jordi Junca , 2 febrero, 2016

Gabriel Martínez, nace en Barcelona el 6 de septiembre de 1988. Actual director de la empresa NA Construcción, es uno de esos ejemplos que muestran como un viaje puede dar un giro definitivo a tu vida. A los 23 años se licencia en farmacia en la Universidad de Barcelona. Hasta aquí, todo normal. De repente, no obstante, algo lo empuja hasta el otro lado del globo, donde finalmente experimentará un viaje que lo convertirá en un emprendedor.

Si algo aprendí durante aquel viaje, es que si quieres algo lo haces y punto.

 

Hace cerca de diez años, entras en la facultad de farmacia. ¿Por qué esta carrera y no otra?

Bien, en realidad yo siempre había querido ser investigador científico, quiero decir que me interesaba la idea de laboratorio. Recuerdo, por ejemplo, que a los ocho años me regalaron un microscopio. De hecho, en el colegio siempre había tenido un papel destacado en las asignaturas más cercanas a lo que entendemos como ciencia. Así que cuando acabé el bachillerato estuve barajando diversas opciones, entre ellas química y biología. Finalmente me decanté por farmacia, en cierto modo porque de alguna manera aglutinaba un poco todo.

La idea, entonces, no era trabajar como farmacéutico. Sin embargo te dedicas a ello cerca de cinco años.

Sí, pero lo cierto es que aquello solo respondía a una necesidad económica. Además, lo combinaba con otras actividades que sí me interesaban, entre ellas las prácticas en el laboratorio o las clases que daba como profesor de academia. A pesar de todo, pronto me di cuenta que nada de eso estaba hecho para mí. La ciencia requiere una organización al milímetro, además de que en ocasiones puede ser algo repetitiva. Acaba por asentarse el desengaño. Y ahora, la cuestión es dónde ir.

Entonces se enciende una luz: tengo que viajar.

No exactamente. Hablando claro, por aquel entonces mi nivel de inglés era muy pobre. Por otro lado, coincide que muchos de mis compañeros de universidad vuelven de sus respectivas experiencias Erasmus. Además, está la cuestión de mi desengaño. Se juntan todas esas circunstancias y entonces decido que cuando acabe la carrera me iré a Inglaterra, o tal vez Escocia, en definitiva, cualquier sitio que me sirviera para aprender inglés y a valerme por mí mismo. En realidad se trataba también de encontrar una vía por la que escapar de la frustración. Sin embargo, una noche conozco a una chica. Le explico mis planes a grandes rasgos. De repente me dice que lo mejor que puedo hacer es irme a Australia. Ahí hay menos españoles. Y yo me digo, por qué no. Ya puestos, ahora solo tenía que ahorrar algo más de dinero. Y así, a medida que pasaban los días, más claro veía que ese era el cambio radical que necesitaba.

Se acerca el día de D. ¿Qué le pasa a uno por la cabeza?

Juraría que estaba más nervioso cuando todavía quedaban unos meses para la partida. En cambio, en los días previos ya tenía todo preparado. Evidentemente, despedirse de los amigos y de la familia fue la peor parte. Pero en el fondo, la adrenalina y la euforia se imponían a los nervios o el miedo. A fin de cuentas, gracias a aquel viaje podía olvidarme durante un tiempo de cuál sería el siguiente paso. Una sensación agradable.

Así que llegas a Australia. Pero, ¿encuentras lo que esperas?

Por supuesto que al principio Sydney me pareció una ciudad diferente. De todos modos, creo que me esperaba algo más marcado, todavía más exótico. A veces la arquitectura era muy parecida a la británica. No obstante, sí que hubo una temporada en la que te encontrabas cosas con las que no contabas. Por ejemplo, recuerdo una de las primeras tardes en la playa. Había un cartel que te advertía de lo que podías encontrarte ahí. Ya sabes, flora, fauna, etcétera. Y claro, uno de los animales que aparecían era el gran tiburón blanco. Hasta aquel momento no había caído en que sí, que existía esa posibilidad. Como quien se encuentra un jabalí en la sierra de Collserola. Es una sensación especial. Pero entonces pasan cuatro semanas y ya tienes montada tu vida australiana. Trabajas. Tienes un piso. Unos horarios. De repente, si bien antes se había convertido en la gran novedad, ahora Sydney se había convertido en rutina. Cada mañana iba a clases de inglés, por la tarde, para regocijo de todos mis amigos, volvía a trabajar en una farmacia en un centro comercial. Vivía en un piso de doce personas, habitaciones de hasta cuatro inquilinos. En esos momentos siento que, a pesar de encontrarme en la otra punta del mundo, no estoy viviendo la experiencia que había estado buscando. Ahí comprendo que Australia es solo una estación de paso. Busco otros trabajos, me cambio de piso. Ahora la cuestión es ahorrar al máximo.

Ahí empieza un nuevo capítulo de esta historia.

Desde luego. A pesar de que no era lo que me había imaginado, hay un tiempo en el que sí soy feliz en Australia. Creo que, en ese sentido, tiene mucho que ver la perspectiva de que después vendrá algo mucho más emocionante. No lo sé. El caso es que empiezo a trabajar en un restaurante español, y sigo yendo a la farmacia. Apenas tengo tiempo para mí. Pero ya han pasado unos meses desde mi llegada y ya he establecido ciertas relaciones sociales. En el restaurante, por ejemplo, conozco mucha gente con la que me une la lengua, y quieras que no ese es un factor que a veces te ayuda a sentirte más como en casa. Hacemos cosas siempre que podemos. También están los compañeros de la academia de idiomas. En fin. Acabamos siendo un grupo bastante grande de gente en una situación similar. Además, inicio una relación sentimental con una chica chilena. Todo ello contribuye a que finalmente sienta una cierta sensación de bienestar.

En ese contexto, ¿piensas en algún momento que podrías quedarte en Sydney?

En absoluto. La decisión de viajar es firme. Australia era un puente, y eso era indiscutible. Paralelamente, tres amigos de toda la vida ya habían planeado un viaje por el sudeste asiático. Me puse en contacto con ellos y entre todos dibujamos un esbozo de lo que sería el viaje. Todo encajaba. Y no solo eso. Más o menos al mismo tiempo, una amiga de Barcelona me comentó que una compañera suya del trabajo iba a llegar a Australia en pocos días. Me pedía si podía ayudarla, por lo menos durante las primeras semanas. Así fue como conocí a Anaïs. Lo primero que me dijo al llegar es que ella también había planeado una escapada a Indonesia. Y así, antes de que yo me fuera con mis amigos a Vietnam, acordé con Anaïs que nos encontraríamos allí. Definitivamente, todo encajaba. Cada vez me sentía más lejos de Australia, con la cabeza en otro lado. Viajaría durante unos meses, por supuesto. Pero también tenía claro que después volvería a Barcelona. El estilo de vida mediterráneo es el mío. Eso sí lo descubrí desde un buen principio. Y creo que eso es algo que valoras sobre todo cuando no vives bajo su influjo.

Así que llegas a Vietnam, unos días antes que tus futuros compañeros de viaje. ¿Sensaciones?

Ya en el avión siento que por fin empieza la aventura de verdad, aquella que yo había imaginado. Aunque lo cierto es que al salir de Barcelona jamás pensé en algo así, lo cual lo convertía en algo todavía más especial. Pasé diez días solo en Vietnam. Todo era tan diferente. En el fondo, cuando vas a Australia puedes tener una idea aproximada de lo que encontrarás allí. Está en las películas, en los reportajes, en fin, cosas así. Pero el caso es que cuando vas a Vietnam no puedes imaginarte como será por mucho que te lo expliquen. En las calles hay gente, vehículos que circulan sin ningún orden aparente, y ruido, sobre todo ruido. Simplemente es otro mundo. Ahora sí. Conocí gente muy diferente y de todo tipo, hice cosas que nunca había hecho antes. Viajé como paquete en la moto de un desconocido. También recuerdo una noche en la que pedí una habitación en una especie de hostal muy humilde. No quedaban habitaciones, pero me ofrecieron una suerte de trastero en la parte alta del edificio. Creo que podemos asegurar que nadie en Barcelona o en Sydney te ofrecería algo así. Pero aquello era el sudeste asiático. Y créeme. Eso es algo que se nota bien pronto.

Pasan diez días y te reúnes con tus compañeros. ¿Qué ocurre en ese momento?

Es algo increíble, muy difícil de explicar. Los ves, pero no acabas de dar crédito. Es como si estuvieras inmerso en un viaje interplanetario, y de repente, en un planeta desconocido, te encontraras con seres humanos. Vuelves a tener cosas en común con los demás, incluso recuerdos compartidos. Al mismo tiempo está el misterio de lo que tiene que venir. Lo conocido y lo desconocido impactan. Son sensaciones contradictorias que se mezclan y acaban formando un cóctel de pura adrenalina. Había disfrutado mucho del viaje en solitario, es cierto. Pero ahora, visto en perspectiva, creo que no hay nada en el mundo que se pueda comparar a una experiencia colectiva. Simplemente, el entusiasmo se multiplica. Totalmente libres. Libres con todo un continente por delante.

Así que empezáis a moveros por el sudeste asiático. ¿Qué puedes contarnos de aquellos días?

Empezamos en Vietnam, y a partir de ahí la idea era improvisar. Como ya he dicho anteriormente, teníamos un pequeño esbozo de lo que queríamos hacer, pero siempre había un lugar para el azar. En cualquier caso, a corto plazo lo que queríamos hacer era llegar desde Vietnam a Laos, para después terminar la ruta en Tailandia. Una auténtica locura. Combinamos paisajes rurales con otros más urbanos, pero hicieras lo que hicieras, no se parecía a nada que hubieras visto antes. Cada país tenía su propia identidad, claro, aunque al mismo tiempo tenían varias cosas en común. Supongo que ellos deben pensar algo parecido si van a Europa. Que nos parecemos mucho entre nosotros. En fin. Recuerdo que lo que más nos sorprendió es ese caos aparente que impera ahí donde vayas. Desorden, arbitrariedad pura. A veces daba la sensación de que realmente no había ningún tipo de control. Era una libertad que se podía subir a la cabeza fácilmente, y lo mejor de todo es que en cualquier momento podía suceder algo del todo inesperado. Sientes que estás en una especie de novela donde tu eres el protagonista, una historia ambientada en un mundo lejano y desconocido, casi casi de ciencia ficción.

Supongo que como en toda novela hay momentos más o menos felices.

Sí, claro. Cuando llevábamos cerca de un mes arriba y abajo, por aquel entonces ya en Tailandia, llegó el día fatídico. Habíamos alquilado unas motos para movernos rápidamente por las islas. Llevábamos unos días conduciéndolas y ya habíamos cogido confianza. Entonces uno de mis amigos y yo decidimos cruzar una carretera de curvas muy pronunciadas. Supongo que ya pensábamos que podíamos con todo. En una de aquellas curvas, sin embargo, mi compañero y yo nos caímos cada uno de su moto. Lo cierto es que tampoco salimos muy perjudicados, dentro de lo que cabe. Severas quemaduras en varias partes del cuerpo, pero al parecer no había nada roto. Lo malo es que tuvimos que dejar las motos ahí donde estaban, a sabiendas que ahora tendríamos que pagar la fianza que habíamos abonado previamente. Poco importaba. Lo único que queríamos era ir al hospital. Puedes imaginarte la cara que se les quedó a los demás cuando vieron que no estábamos en el hotel por la mañana, o cuando se enteraron más tarde de lo sucedido. Pero finalmente nos reunimos los cuatro en el hospital y allí nos guarecieron de nuestras heridas. Pocos días después ellos ya volvieron a Barcelona, y yo ahora me quedaba de nuevo solo, aunque esta vez en circunstancias muy difíciles. El accidente había agravado un quiste situado en la parte baja de la espalda que arrastraba conmigo desde Australia. El dolor aumentaba a un ritmo alarmante. No podía sentarme. No podía dormir. Lo sabía. Tenía que operarme. Entonces piensas en las opciones que tienes. O vuelves a casa y después intentas seguir o te operas allí mismo. Pero en el fondo sabía que volver a casa significaba dar por concluida aquella aventura. No me quedaba otra que operarme ahí donde estaba, a pesar del riesgo que aquello suponía. Fueron días horribles. Solo, en el otro extremo del globo. La mayor angustia que yo haya sentido. Totalmente indefenso. Por primera vez me planteaba que sucediera algo grave de verdad. Pero al mismo tiempo estaba decidido. Desde que llegara a Australia, si algo había aprendido durante aquel viaje es que si querías algo lo hacías y punto. Era la oportunidad de mi vida. Malasia, Indonesia, Singapur, Filipinas. Jamás las tendría tan a tiro de piedra. Así que ahí estaba, en la sala de operaciones. Pido que me pongan una anestesia local. Quieras que no, no te fías, aun cuando aquel hospital contaba con casi todas las comodidades que uno esperaría en Europa. Encima me acaban poniendo la general. Me angustio otra vez. Uno se pregunta qué pasa si después falla algo. Y de repente, vuelve a despertarse con esa angustia. No sabes dónde estás, solo sabes que tienes miedo, pero un miedo que ya venía de antes, cuando todavía estabas inconsciente. Sin embargo, poco a poco vas asimilando que ya ha pasado lo peor. No acabas de creerlo, pero parece que has superado el escollo. Después pasé cerca de una semana sin poder moverme del hospital. Pero al mismo tiempo sentía como la adrenalina empezaba a apoderarse de mí una vez más. Lo había logrado. El viaje volvía a comenzar.

Entonces empieza tu aventura en solitario. Malasia, Singapur, Indonesia y Filipinas.

Por suerte, sí. Naturalmente, al principio estoy totalmente emborrachado de euforia. Cuando parecía que todo iba a terminar, te encuentras con que la cosa continúa. Hubo que cambiar un poco los planes, pero en líneas generales el trayecto había quedado bastante intacto. Empecé, según lo planeado, por Malasia y Singapur. Volvía a haber un cambio respecto a los tres países de donde venía. Grandes rascacielos, negocios, tiendas caras, artículos de lujo. Quizás pasaba un poco lo mismo que en Australia. Si bien se percibía cierto exotismo, había demasiadas conexiones con el mundo occidental donde yo me había criado. Después vinieron Indonesia y Filipinas. De nuevo, un cambio radical. En el caso del primero, te encuentras con una cultura que va a caballo entre lo asiático y lo musulmán. Los mercaderes intentan regatear, las ciudades se llenan de mezquitas. En realidad, cuando pienso en Indonesia pienso sobre todo en la naturaleza. De hecho, ahora que lo recuerdo es allí donde me encuentro con Anaïs, la chica que había conocido poco antes de irme de Australia. Ella es una de aquellas personas que creen en las energías, las conexiones entre los hombres y los animales, en fin, ese tipo de cosas. Me dejé llevar. Acampamos en la cima de un volcán. Pasamos días enteros en playas paradisíacas. Buceamos en las aguas de la Isla de Flores, el paisaje natural más bonito que yo haya visto. Ahí vimos barracudas, crías de tiburón, peces de todos los colores y formas. Cerca de Flores vimos también los celebérrimos dragones de Komodo. Entonces Anaïs decidió volver a España. Así que ahora venía la recta final de mi viaje, una vez más en solitario. Al principio visité algunas ciudades grandes, entre ellas Yakarta. Pero lo cierto, como ya he mencionado antes, es que no me gustó demasiado la vertiente urbana del país. Próxima parada: Filipinas. Sensaciones muy parecidas. Ciudades muy grandes y grises. Pobreza. Pero, igual que en Indonesia, lejos de los centros urbanos uno podía entrar en contacto directo con la madre naturaleza. En aquel periodo decidí apuntarme a un curso de submarinismo. Recuerdo especialmente dos experiencias. La primera, cruzarme un enorme tiburón ballena en mitad de la negrura. La segunda, una experiencia casi religiosa. Nadando en la inmensidad del océano, me encontré con una tortuga marina de unos dos metros. Empecé a nadar lentamente a su alrededor. La miraba directamente a los ojos. Ella seguía flotando por ahí como si nada. Pero para mí fue un momento de comunión con la naturaleza difícil de repetir. La tortuga, yo, y la inmensidad del océano. Simplemente inolvidable.

Ya queda poco para el final de este viaje. ¿Qué te lleva a tomar esa decisión?

Bueno, en realidad la decisión ya estaba tomada incluso antes de volar hacia las Filipinas. Por un lado, durante mi estancia en Indonesia, mi padre había sufrido un infarto. Lo superó, pero la verdad es que hacía cerca de un año que estaba lejos de casa y supongo que este hecho acentuó la añoranza. Evidentemente, por otro lado, mi cuenta corriente mostraba cada vez números más bajos. Y en fin, después de lo de Australia, llevaba casi cuatro meses viajando sin descanso, hasta que de repente sentí la necesidad de detenerme. Pensé que la experiencia ya me había dado todo lo que me podía dar, y así fue como decidí que Filipinas sería la última parada.

Trece meses después, vuelves a casa. ¿Qué ven tus ojos?

Veo que las cosas son iguales pero yo ya no soy el mismo. Ara soy capaz de hacer cosas, puedo solucionar mis propios problemas. El primer mes me dedico básicamente a descansar, dormir diez horas, reencontrarme con amigos y familiares y, en resumen, recuperarme del desgaste. Entonces empiezo a buscar trabajo, aunque sea algo temporal para reactivar mi economía. No obstante, lo único que encuentro es un puesto por baja de maternidad en una farmacia en Sant Feliu de Llobregat, a una hora en transporte público desde mi casa. Al principio está bien, no pasa nada. Es una cuestión de tiempo. Pero la cosa se alarga meses, tal vez incluso un año. A medida que pasa el tiempo, llegan las dudas. Yo, que había hecho tantas cosas. Yo, que había viajado a la otra punta del mundo. Ahora qué. Sentía que había dado un paso atrás, que simplemente había abierto y cerrado un paréntesis. Sí, era como si hubiese vuelto a la vida de la que precisamente había huido. Incluso llega un día en el que me llaman para una entrevista para un trabajo más ambicioso, viajando por toda España, explicando el funcionamiento de una máquina de análisis. Dentro del ámbito de la farmacia, podía ser interesante. Paso un corte, pero a la hora de la verdad me quedo a las puertas. La decepción fue total. Son momentos duros. Tomo una decisión: dejaría la farmacia.

Así pues, ¿dejas el trabajo sin saber todavía cuál sería la alternativa?

Sí, en efecto. Buscaría otra cosa, y mientras podría ir tirando con lo que me quedaba de paro. Paralelamente, mi padre me pide que le diseñe una página web para su empresa de construcción, que en aquella época no funciona bien. Pensé que sería una buena manera de mantenerme ocupado. De hecho, yo no tenía ni idea de cómo se hacía algo así. Pues bien, aquel era un buen momento para aprender.

¿Nace así NA Construcción?

No exactamente. Todo empieza con la página web, eso sí. Pero en teoría la cosa iba a quedarse ahí. El caso es que nunca me había planteado trabajar con mi padre. No obstante, poco a poco me voy dando cuenta de que lo que le falta a la empresa son clientes. Entonces sí me planteo buscarlos yo mismo, de momento no como una posible salida profesional, sino que más bien se trataba de ayudar a mi padre. Así que pasan las semanas y sigo buscando clientes, hasta que acabo viendo que no se me da mal, y que además, también lo disfruto. Me gusta el trato con la gente, y la motivación va creciendo a medida que voy consiguiendo resultados. Es en este momento cuando soy consciente de que esta vez sí puedo alejarme de las farmacias. Y sí, de la noche a la mañana vuelvo a sentir aquel entusiasmo que se había quedado en algún lugar de Asia. Quería hacer crecer esa empresa. Es más. Iba a hacer crecer esa empresa. Así que a partir de entonces empiezo a organizar desayunos, asisto a reuniones, conferencias, networkings y, en definitiva, poco a poco me voy familiarizando con los diferentes elementos que constituyen el sector de la construcción. Y así, un buen día, aquello que había empezado como un simple pasatiempo, se convierte en un trabajo de ocho horas al día (si no más). La cosa va creciendo. Aumentan las obras. De un día para otro, la empresa se convierte en una realidad. Por el momento, y esperamos que siga siendo así, no paramos de crecer. Y, llegados a este punto, creo que gran parte del éxito tiene que ver con la iniciativa, las ganas de hacer las cosas. Quieres algo, vas a por ello. Sin duda esa es la mayor lección que me llevé de la otra punta del mundo.


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