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Conceptuosa divagación contra franceses

Por Eduardo Zeind Palafox , 23 noviembre, 2015

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Vigilate et orate, ut non intretis in tentationem;

spiritus quidem promptus est, caro autem infirma

Iesus (Matthaeum 26: 41)

 

 

Anda siempre la balanza de la política tambaleándose merced a los caprichos de las banderías, sectas de imprudentes opinantes que donde no ven maniqueísmo ven vacuidad desmerecedora de toda letra impresa.

Las sociedades, dictó nuestro Ortega y Gasset, afilosofado prosista de insignes ideas en eterna propincuidad, son “equilibrios”, frutos de peleas de layas varias, ora mentales o religiosas, ora pecuniarias o materialistas, y no resultados de sabias, lejanas y poderosas voluntades fáciles de ser desleídas.

Tales arbitrios nos avisan de las iniquidades de los redactores que comentan lo acaecido entre árabes y franceses, que andan cerca de nuestros ojos y harto lejos de nuestras amenas espiritualidades. No nos jactaremos de sabios, pero sí de necios, por lo que como todos nos atreveremos a emitir algunos dislates satíricos que multipliquen la cantidad de papeles que sepultarán, si Dios quiere, la sangre fresca de las calles sirias y parisinas.

Hallamos, luego de despilfarrar ojos y entendimiento, tres tipos de opinantes en los periódicos, que más circulan para desorientar al que busca verdades que para hincar pies en políticas honestas, y son: los vulgares, los propagandistas y los hidalguillos. Unos, que sólo sienten, envuelven sus pasiones en nombres exóticos y geografías, y otros, que ni piensan ni sienten, distorsionan todo lo que ven, y los últimos, que sólo fingen pensar, en altas ficciones tratan de otorgar textos más doctos que los siglos.

Desde mi mullido continente, donde la haraganería y la estoica desvergüenza son teleologías, noto que toda opinión es tentación, que equivale a decir gusto, razonado gusto sustentado en falsarias razones, ardid que se trueca en necedad al exornarse con rojas pasiones y pesadísimos énfasis.

Los periodistas del vulgacho con decires psicológicos pretenden explicar lo ocurrido, esto es, sueñan que pueden penetrar las frentes de los perpetradores orientales y de los franceses afrentados. Los propagandistas, en cambio, no exploran psiques, sino circunstancias, de las que arrancan antropológicos conceptos supuestamente útiles para aconsejar a los que jamás entenderán consejos. Los hidalguillos, finalmente, otean, no se ocupan del contenido de los descabezados ni de arengas de politicastros con sociológicas ínfulas, pero perciben ideales truncados por la impertinencia de los que sienten distinto.

Sueñan los ilusos hidalguillos ser dueños o recipientes de la democracia o del orientalismo, y los propagadores ser moléculas principales de la historia, y los vulgares ser comentadores agudos que echan mano del común sentido, que es mejor para el estudio de la geometría que para el oráculo de la moral.

Descrean los buscones lectores de los tres enlistados truhanes, que antes deberían orar por los muertos que hurgar en asuntos que no comprenderán por no ser éstos de su directa incumbencia. ¡Parlen, como Rimbaud o cual alcoránico, del infierno los quemados por sus negros fuegos!

Yerran los franceses juicios, alimentados por los ojos, órganos que mal digieren todo, vituperando absolutismos, para ellos sólidas rocas contrarias a la heraclitiana idea de progreso, donde nada es inmoble y todo bueno para ser echado en los derroteros del olvido, que convierte en malaventurada y vetusta estatua al que a mirarla voltea.

Los barbados que adoran lo perdurable son para los afrancesados no hombres, sino instituciones u óbices que incomodan sus pretensiones, que por ser niñerías quieren recorrerlo todo, todo manosearlo so pretexto de ser científicas, estandartes de la inteligencia jamás ahíta, viciosa, siempre enseñoreada por la gula de la novedad.

Los franceses, que se jactan de sus relamidas distinciones y afeminados refinamientos de adúlteras fondas y zahúrdas pintadas con el aristocrático azul, como los norteños americanos son, como tudescos bárbaros son, si vale el pleonasmo, bramadores son que rinden culto al petróleo, esa negra alma que a sus mostrencas máquinas infunden vida. Del suelo sacan los malos sus tesoros, y los buenos, si uno hay, no del cielo, muy sucio ya por culpa de las ventosidades de los motores, sino de la paciencia, fuente de esperanza, como dice San Pablo.

Francia, hija de revolucionarios, de gentes más dadas a sumar conceptos que a depurarlos, pues gozan viendo cómo su “yo” engorda y pesa más mientras más piensa, desdeña los austeros laureles, que se hacen con hojas de singularidad, y loan las coronas de oropel, que por fáciles son casi infinitas.

Sospechan los parisinos que no son más que los árabes, pero embuten sus sospechas en cantinelas y loas al sino, prometedor incansable siempre amado por la burguesa raza, de aceitosa sangre, más amiga de afeites, banquetes y orgías que de sosiegos y austeras formas de existir.

Los que antaño fueron acerado muro defensor de Europa, los recios españoles, hogaño no defienden de los alcoránicos furores, que ya prescinden de las áridas tierras para florecer porque han hallado en los territorios de los ladrones países fertilidad bastante para sostener las armas. Fe, dolor y hartazgo son los arreos de los árabes disputantes, y pesadas telas son para los franceses sus igualitarios axiomas, que sólo se mantienen arriba contradiciéndose, aplaudiendo la asimetría económica y no la búsqueda de una geometría moral.

Es mental fascismo soñar tercamente un mundo en que todos afanen parecerse, aburguesarse, y blasfemia contra el pudor no distinguir, como no distinguen los ojos cartesianos, la libertad de pensar y la del decir. Jactancia de iracundos romanos que nauseabundamente han vuelvo el viril latín en docto balbuceo es creerse archivo oficial de ideales o madre peculiar de un deseo que todos, afganos y californianos, poseen. Cuide Dios el Oriente, cuna oscura de la comedia que hoy vivimos, escena cansada en la que el público se ha enterado de que los protagonistas son unos impostores.


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