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Cómo salir de nuestra crisis.

Por Carlos Almira , 6 octubre, 2014

Hay dos aspectos de la situación actual (que a estas alturas, me niego a llamar crisis económica) que están tan íntimamente relacionados, que son ya inseparables: la corrupción institucional y la lógica depredadora del capitalismo financiero.
Cuando un partido político (o una coalición de ellos) llega al poder, por ejemplo en España, en cualquiera de los niveles de la administración, municipal, regional o estatal, se encuentra con dos realidades incuestionables: primero, que no puede cambiar, substancialmente, la situación heredada; y segundo, que él o ellos forman parte irrenunciablemente de esa situación.
Por una parte, los partidos políticos que alcanzan alguna representatividad electoral, acceden por esta vía a la gestión de determinadas normas y recursos públicos: a nivel normativo, aparte de las reglas generales del juego político y de lo que eufemísticamente llaman “convivencia democrática”, los líderes de estos partidos deben decidir desde la política fiscal (tasas municipales, exenciones, IVA, etcétera) hasta los gastos e ingresos que constituirán los presupuestos anuales del ayuntamiento, la comunidad autónoma o el estado. Por otra parte, multitud de empresas e intereses privados participan, como no puede ser de otra manera en nuestro sistema económico-político, de esas decisiones que cada día les afectan y atañen: la normativa fiscal o laboral, las reglas de competencia; la realización de las actividades y servicios para las que la administración, a través de las élites de estos partidos, cuentan (vía subasta pública, por ejemplo), etcétera, etcétera. Un partido político semejante es una maquinaria muy costosa que, además, al no estar al servicio de un grupo más o menos amplio y definido de la sociedad (trabajadores de la industria, los servicios, el campo; clases medias, etcétera), sino del “interés general”, es decir, del interés propio, no puede sufragarse con las cuotas de sus afiliados. Conclusión: las decisiones normativas deberán ser siempre favorables a esos intereses empresariales privados, del signo que sean según qué partido. Dicho de otra forma: deberán satisfacer a las empresas de su clientela que, en último extremo, financiarán las campañas electorales y buena parte de los gastos corrientes de estas organizaciones “democráticas”, además de premiar a sus dirigentes por los servicios prestados desde el sillón municipal, la banca de la consejería autonómica o el sillón ministerial correspondiente, con un puesto en tal o cual caja, empresa u organismo nacional o internacional. Tales son las reglas del juego.
Todo esto ocurre hoy en Europa en un contexto de ajuste duro del capitalismo global: dada la premisa mayor irrenunciable, de la “libertad económica”, es decir, de la libre circulación sin restricciones del capital dentro y fuera de las fronteras nacionales; y la premisa menor de la maximización del beneficio y la minimización de los costes empresariales, el capital acumulado en Europa los últimos doscientos años, deberá buscar los caladeros de trabajo más barato y dócil de Asia, África, América, la antigua Europa del Este, etcétera. Es decir: los salarios y las condiciones laborales en Europa deberán tender a hundirse hasta asimilarse a las condiciones óptimas de inversión del capitalismo global.
Si los sistemas parlamentarios europeos fuesen realmente democráticos y no oligárquicos, si estos partidos políticos representasen realmente a amplios y definidos conjuntos de la sociedad en vez de estar al servicio de las necesidades de las grandes empresas y los bancos, ahora aparecería una contradicción explosiva entre la lógica económica que acabamos de describir, en toda su crudeza, y el interés general. Una clase política verdaderamente democrática se preguntaría por qué, ante la alternativa de regular e intervenir los movimientos del capital o recortar los salarios y los derechos de los trabajadores, la única posibilidad es hacer esto último “porque si no, se irían las empresas y las inversiones, dejando una estela de ruina y conflictos sociales sin fin”. Por lo tanto, hasta que los chinos, los indios, los brasileños, etcétera, no consigan imponer en sus países regímenes políticos democráticos desde los que exigir mejores sueldos y condiciones de trabajo, nuestra “crisis” no tendrá, según esta óptica, ninguna solución, con los sistemas de partidos actuales.
Ahora bien: puesto que nuestra crisis no es económica sino, como acabamos de ver, en el fondo institucional, la solución no puede llegar desde la economía sino desde la política. Una solución institucional a nuestra crisis sería la que acabamos de apuntar (opción, por cierto, muy improbable): que la democracia se estableciese con firmeza en China, La India, Brasil, Rusia, etcétera, para acabar con esos caladeros de trabajo dócil y barato (algo que pondría los pelos de punta a la clase política y empresarial en Europa y los EE.UU.). La otra opción es romper con el actual modelo de parlamentos y partidos oligárquicos, pasar lo menos traumáticamente posible, de una democracia meramente representativa a una democracia participativa.poder-del-dinero.jpg
Según esto, los partidos que han participado y participan del sistema, tal y como existen actualmente, no pueden ser parte de la solución. Tampoco las opciones de extrema derecha, que en el fondo no son sino el último cartucho de estos regímenes parlamentarios (sin un parlamentarismo oligárquico en descomposición no aparece un fascismo socialmente relevante). Los nuevos partidos deben surgir de los movimientos sociales, de los barrios damnificados, de los afectados realmente por la crisis institucional, estafados, despedidos, subcontratados, desahuciados, etcétera. Esto es, de lo que ahora se llama, en una retórica descalificadora, defensiva y alarmista, “populismos”.
Un partido o conjunto de partidos nuevos surgidos así de los que sufren la crisis, que alcanzara el poder por las urnas, debería a mi juicio iniciar un proceso constituyente; expropiar sin indemnización y nacionalizar todos los bancos privados ubicados en su territorio (para devolver a la sociedad un elemento clave de su soberanía, la producción del dinero); prohibir y bloquear efectivamente toda huida de capitales al exterior (algo técnicamente inviable para el dinero bancario, pero no para el dinero físico, primario, las divisas, el oro y otros valores sólo realizables desde su soporte físico); denunciar y reestructurar el pago de la deuda; salir del euro; devaluar la moneda nacional; y poner inmediatamente a disposición de las pequeñas y medianas empresas como del estado, de la economía real, créditos en condiciones excepcionalmente favorables. Todo ello en coordinación con movimientos análogos en otros países de Europa y dentro de un escrupuloso respeto a la legalidad democrática emanada de las nuevas instituciones y reglas del juego.
El gran capitalismo sólo es compatible con la oligarquía, la dictadura, el fascismo. El pequeño capitalismo (proteccionista en lo que se refiere al libre movimiento del capital) podría coexistir con la democracia. Tal sería su pequeño Dieciocho de Brumario.


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