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Cómo escapar de Matrix

Por Carlos Almira , 18 marzo, 2017

Cuando uno se ve en medio de fuerzas que lo sobrepasan, (la mundialización del mercado, las guerras, el poder de los medios de comunicación de masas para realizar el sueño de Goebbels, de convertir una mentira en una verdad para la opinión pública); cuando uno se ve en medio de todo eso, y ya no tiene el viejo suelo bajo sus pies, para sostenerse derecho en el mundo, (los vínculos tradicionales, sociales, familiares y mentales, desaparecidos con el Antiguo Régimen, como tan escuetamente acuñara la fórmula de Niesztche de «la muerte de Dios»), entonces se le abren dos caminos, opuestos entre sí, pero conectados por este mismo origen: alienarse, es decir, perderse a sí mismo, en medio de la multitud-en la sociedad de masas, en el fútbol, en el hiper-mercado, en el gran e inolvidable atasco de la «Autopista del Sur» de Cortázar-; o extrañarse: volverse sobre sí mismo, ahondar en su conciencia, su sensibilidad, su reflexión, y entonces, al mirar afuera, sentirse irremediable y radicalmente, un extranjero. Estas dos posibilidades alimentan el mismo fenómeno contemporáneo del individualismo. Pero dan lugar, en mi opinión, a dos tipos humanos bien distintos, si no opuestos, y seguramente tienen consecuencias sociales y políticas también muy distintas.

Creo que no es muy aventurado decir que la sociedad de masas, surgida y consolidada desde el último tercio del siglo XIX, ha producido más individuos-masa que individuos-extrañados. ¿Por qué? Quizás porque es más sencillo y más cómodo abandonarse a sí mismo, dejarse llevar por la corriente, «con» los otros, que ensimismarse y ahondar en el propio mundo interior, y quedar así indeleblemente marcado por el extrañamiento y la soledad (por un tipo de soledad consciente, muy distinta a la soledad, escamoteada por la ilusión de refugio, del rebaño). El individuo-masa es, además, el tipo humano óptimo, funcional, para este tipo de sociedad: es el consumidor, el compañero abnegado de trabajo, el votante. Puede servir también como súbdito en una dictadura del tipo que sea, y seguir el socarrón consejo de Franco: «hágame caso, y no se meta usted en política». Sirve tanto para un roto como para un descosido. En cambio, el otro, es el artista, el poeta en potencia, o el individuo sencillamente auténtico que encarna en sí el hombre universal. Es y será siempre, en todas partes, un extranjero. ¿Qué puede hacerse con él? ¿Qué sería del mundo del Mercado, del Parlamento, de la televisión, del espectáculo del deporte, si la mayoría de los seres humanos escogiésemos el arduo, tortuoso y difícil camino, de ser nosotros mismos, de no renunciar ni a un átomo de nuestra alma por el mundo entero de los otros, ahora sí radical e irremediablemente otros, (por parafrasear el Evangelio)?

Dios, muerto o resucitado, no cabe en este mundo. Y sin embargo, si algunos de estos individuos, por muy pocos que fueran, no se volvieran celosamente sobre sí mismos, sobre sus propios tesoros, y no descubrieran así, con asombro y extrañeza, que están vivos, que nunca más volverán al instante -y por eso es algo precioso- del mundo en que son plenamente conscientes de sí mismos; y que en ese estar ellos vivos, son irreemplazables e inalcanzables (incluso por la generación y la muerte). Sin esa ínfima minoría de desarraigados, de solitarios conscientes, acaso este mundo nuestro de los individuos-masa se disiparía, como un sueño inconsistente, (como el mundo virtual de Matrix).

Atrevámonos a salir de Matrix.

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