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Cataluña, ¿y ahora qué?

Por Carlos Almira , 13 septiembre, 2017

Supongamos que el régimen político en el que vivimos los españoles desde la Transición sea una Democracia plena y un Estado de Derecho. Esto, desde luego, significaría que cualquier contestación frente al mismo, (desde la desobediencia civil hasta la insurrección), sería en sí misma, cuestionable. ¿O no? Dicho de otra forma: a las virtudes que ya tiene por definición, la Democracia plena y el Estado de Derecho, frente a otros regímenes políticos o sistemas de dominación, se suma su poder legitimador sobre el orden que establece. Pues es muy difícil, pero acaso no sea imposible, cuestionarlos racionalmente. Ahora bien. Aunque así fuera, ¿no existe la posibilidad de facto, de romper, de intentar quebrar, un sistema de dominación semejante?

Si las leyes y la Democracia plena de las que tanto se habla estos días no pudiesen ser revertidas, eso significaría que no forman parte del nomos sino de la fisis, como dirían los griegos antiguos. Estaríamos hablando entonces de leyes naturales, y no de normas o sistemas normativos humanos. Aparte de tener un origen distinto (el funcionamiento físico del universo frente al consenso/disenso mudables históricamente de una sociedad humana), las leyes naturales conllevan una necesidad ante la que no cabe ninguna opción. Si los cuerpos caen, es porque no es posible, en tanto que no cambie el funcionamiento del Universo, del que deriva esa “Ley”, que ocurra de otra manera. No creo que nadie, ni el más escrupuloso formalista kelseniano del Derecho, defienda que las leyes humanas son equiparables a las leyes del Universo. Con todo, es comprensible que los seres humanos anhelen un orden tan justo y estable, que les permita invocar en su defensa algún tipo de orden natural (la naturaleza humana, la resolución pacífica de los conflictos, la “Razón”, etcétera). Puesto que el viejo Dios ha sido jubilado por el Derecho, queda sólo la naturaleza de las cosas, la naturalización de la sociedad y la historia humanas, para intentar buscar un fundamento objetivo absoluto, a lo que sólo puede ser inter-subjetivoe histórico: a saber, el mundo humano.

Ahora bien: si las leyes, y hasta la Democracia plena, pueden ser revertidas (no sólo por la vía de los hechos, sino también en el discurso), en tanto que no conllevan en sí un orden necesario del mundo (ni el famoso fin neoliberal de la Historia), si esto es así es porque suponen un comienzo, es decir, porque no son el fruto necesario de un orden natural, sino que han sido instauradas ex novo, en una circunstancia histórica determinada. Esto, por supuesto, no significa que las normas humanas (como el lenguaje o si me apuran, las mismas creencias religiosas), sean arbitrarias. Ponerse de acuerdo sobre algo no implica entregarse al capricho o al azar en la elección. Y, por otra parte, también nosotros, los seres humanos, somos seres naturales. De hecho, se me ocurre que hay un punto de conexión entre la política y la naturaleza, que aflorará siempre que un orden humano, el que sea, resulte cuestionado: me refiero a la fuerza.

Cuando ahora se dice que el gobierno de Cataluña, con su escueta mayoría parlamentaria, ha violado la legalidad y el orden constitucional de 1978, se dice algo que es rigurosamente cierto. Del mismo modo, cuando se dice que si el gobierno de España no recurre a todos los medios de que dispone para restablecer este orden legal, estará él mismo incurriendo en una ilegalidad, también se dice algo rigurosamente cierto. Cuando se rompen las reglas del juego, el orden legal establecido (acordado sobre una situación histórica determinada, que no se puede fijar para siempre ni naturalizar por más que se anhele hacerlo), emerge una situación de hecho nueva, donde se me ocurre que hay dos tipos de elementos: por un lado, las categorías pre jurídicas (que no naturales), que ya estaban implícitas en el orden legal ahora vulnerado, y entre ellas, la soberanía; y por otro, la relación de fuerzas de facto, que existan en la sociedad y entre los actores que entran en disputa.

Mientras que la soberanía es un concepto fundante del estatus quo (ya se atribuya a Dios, al monarca, a la nación o al pueblo), la fuerza es una realidad “natural”. Sí parece claro que en un Estado moderno como el nuestro, sea cual sea su régimen político y su grado de legitimidad, no puede haber más de un soberano. Cuando se rompe con el orden legal establecido, en realidad se pretende erigir un segundo soberano, del que emanará, si es el caso, un orden legal y político y, con él, un espacio humano nuevo. Ahora bien: la Razón, el discurso, no son realidades naturales sino sólo humanas (culturales, históricas), por más que también tengan una base natural. No conllevan, por lo tanto, ninguna necesidad sino sólo una posibilidad de realización. Sin embargo, la fuerza si es una realidad natural, y por lo tanto, sí implica necesidad. Sea de quien sea la razón y los mejores argumentos, en una disputa de soberanía como la que asistimos, el resultado vendrá de una relación de fuerzas. ¡Ojo, no me refiero aquí sólo a la fuerza militar sino a la que tendrá quién utilice mejor y más hábilmente los medios de los que dispone, que en estos casos, serán siempre bastante desiguales en principio!

Si los independentistas catalanes pudieran arrastrar, no sólo en la Diada, sino de puertas para adentro, en la intimidad de su conciencia, a una parte importante de «su sociedad», arrastrarlos a no reconocer ya el orden legal y político del Estado español, sean cuales fueren las consecuencias para cada uno de ellos (como los primitivos cristianos cuando dejaron de honrar religiosamente a las autoridades romanas), es decir, a no pagar impuestos, a no obedecer a las autoridades “extranjeras”, etcétera, y si con ello consiguieran arrastrar también a las autoridades españolas a una reacción de fuerza, esto seguramente desbordaría la capacidad, muy superior en términos estáticos, y la fuerza del Estado español, en el conflicto. Haría visible dentro y fuera de nuestras fronteras, la razón de la fuerza frente a la fuerza de la razón, la debilidad de la fuerza frente a la fuerza de la debilidad, etcétera (entiéndaseme, visible en términos de propaganda, de fuerza, que sería favorable en este caso, a uno de los soberanos en disputa). A este tipo de fuerza y de necesidad me refiero.

El actor que imponga a su soberano, instaurará con él un orden legal y político nuevo, al menos mientras perdure su “necesidad” (realidad). Y escribirá su historia. Nada va a ser ya igual. Nada va a cambiar en el fondo. Pero en mi opinión, para concluir parafraseando a Dostoievski, todo esto no vale una sola lágrima de un niño.


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