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Filósofo, legislador que purifica a la razón

Por Eduardo Zeind Palafox , 24 mayo, 2016

Immanuel-Kant

Por Eduardo Zeind Palafox

Dice Kant que los filósofos son los legisladores de la razón. Antes de explicar tal aseveración declaremos las razones por las que siempre creemos a Kant. La “Crítica de la razón pura”, que es el libro de filosofía que más leo, me sosiega. Todas las proposiciones del libro son como “caminos de la tarde”, que diría Machado, como pacíficos puentes llenos de señales que prometen un destino no glorioso, sino calmo. Todos sus capítulos, o secciones, que tratan las cuestiones fundamentales, las lógicas, estéticas y éticas, disciplinan la mente, la acostumbran a buscar siempre la verdad en el lugar trillado que ya no vemos por parecernos mera “endoxa”, según dijo Lacan en libro que leí hace años.

Para Kant no es menester, como afanan otros pensadores, complicarnos la vida para pensar con luz encima. Por lo dicho prefiero a Kant y no a Aristóteles, que en achaques retóricos y jurídicos es ameno y ordenado, pero en los lógicos todo lo enreda.

Definamos el quid del filosofar. Filosofar es sistematizar, ordenar, pero sobre todo distinguir. Pero distinguir no es partir o romper. La sonrisa de la boba dama cortejada conlleva miedo, y sólo el filósofo lo nota. Y lo nota porque conoce lo esencial de lo humano, que es la incertidumbre, estibada por la categoría mental llamada “posibilidad”.

El ser humano es el único ser poseedor de un pensamiento dialéctico, es decir, gozador de contradicciones. La razón del filósofo, dice Kant, legisla esas contradicciones y las enjuicia para resolver los problemas que fraguan tesis y antítesis. ¿Qué es la razón? Es una facultad intelectual enderezada a aplicar conceptos a cosas. Uso la palabra “cosas” en el sentido más laxo. Entendamos por “cosas” situaciones, problemas, objetos, palabras, etc.

Pero la razón, según tenemos dicho, es humana, lo que significa que está ligada a sentimientos, y sobre todo trágicos (miméticos, provocados por actos verosímiles), al decir del magnífico Miguel de Unamuno. La razón, que siendo científica plantea problemas escolásticos, bien ceñidos a una temática, cuando es humana plantea problemas cósmicos, condignos de “animal religiosum”. El escolar, como el científico, unas horas estudia física y otras geografía, mientras que el filósofo, adulto, busca los enlaces que unifican física y geografía. ¿Es la física la que determina la geografía o ésta la que determina aquélla? Tamaña pregunta nos conduce hasta las antinomias kantianas, que no explicaremos aquí.

El conocimiento racional, afirma Kant, se basa en conceptos o en la construcción de conceptos. El basado en conceptos llámase “filosofía” y el basado en la construcción de conceptos “matemáticas”. El primero sirve para criticar, que no es esgrimir dogmas para refutar toda palabra ni cuestionarlo todo por amor a la paradoja, y el segundo para observar los objetos y analizarlos. Analizar es útil al rastrear lo esencial, lo elemental, y filosofar lo es al buscar lo supremo, como Dios, que por ser invisible, aunque audible, según Zubiri, debe ser buscando con conceptos.

Sostiene Kant que el ser humano nació para moralizarse, para ser feliz a través de la justifica. Solemos confundir lo elemental con lo supremo, los actos buenos con los valores más altos. Podríamos decir, para evitar estragos mentales, que lo esencial es necesario, pero no suficiente, pero tal decir sería incompleto. Toda esencia da identidad, pero tener identidad no alcanza para desplegar todo el ser.

Ser el mejor pintor no causa que sea el mejor hombre. El hombre, contradiciendo el pensamiento moderno, no nació para especializarse, para enclaustrarse en casuísticas cuánticas, atómicas o psicológicas, sino para expandirse. Del “ser” humano se podría decir lo que Unamuno dijo de Dios: “es muy angosta/ la realidad por mucho que se expande/ para abarcarte”.

El hombre, para conocer su esencia, debe saber lo que no es, dilatarse en lo vario, y para lograrlo sin diluirse necesita de la filosofía moral. La filosofía moral es la encargada de sistematizar los valores, de elegir cuáles son superiores y cuáles son inferiores. Los superiores son guías, mapas, y los inferiores pequeñas luces que nos atraen en tiempos de ceguera.

La inmersión acuosa del Bautismo que profesaba San Juan explica lo que decimos. Ella, vía físico-teológica, representa la purificación moral y no un simple ritual o quehacer antropológico. Purificarse moralmente es cribar los valores que rigen nuestra embozada existencia, es elegir los que realmente nos ayudan a comportarnos dignamente, según máximas y no según los requerimientos del día. Una máxima es un pensamiento universal que no depende de circunstancia alguna y que orienta a quien la recuerda cuando está perdido.

El amor al prójimo, por ejemplo, es máxima que evita matemos al asesino de alguien amado. Si creemos que asesinar a quien mató a un ser queridísimo es bueno, entonces no somos puros moralmente. Un valor puro opera a pesar de cualquier  sentimiento o pensamiento.

La inmersión bautismal, además, es irrepetible, es una iniciación. Nuestro tiempo vital o “errado proceso” de nuestros años, luego de la inmersión, se parte, pues hace que seamos otros, que abandonemos nuestros problemas escolares, específicos, y que pensemos siempre cósmicamente. Perdonar al asesino de marras beneficiará más a la historia de la humanidad, digamos, que el matarlo, que sólo paliará de mediocre modo nuestra ira.

La inmersión, además, es escatológica, es decir, transforma nuestras expectativas. Vivir esperando gusanos es harto distinto al vivir esperando la visión de Dios. Vivir con esperanza es muy distinto del vivir sin ella. La inmersión, en fin, es el primer paso para amar a Dios perfectamente, con el corazón, con el alma y con nuestra fuerza toda, es decir, con la “palabra que sale de la boca de Dios”, con nuestra carne y con nuestras riquezas.

Las palabras siempre son racionales, esto es, siempre se dirigen a la razón, que es, como aprendimos leyendo a Spinoza, la que controla los sentimientos. Las palabras malas son manivelas de sentimientos malos, y las buenas de buenos. El filósofo, que decíamos es legislador, alguien superior a la razón, la ayuda cuando se confunde, cuando sobre la iracundia de víctima cualquiera coloca la palabra “justicia”, por ejemplo. Purificar es advertir que la ira, sea cual sea la causa que la engendre, debilita, mata al necio.

Imposible llegar a tal saber sin la filosofía de Kant, magnífica al distinguir lo que es empírico, parte de la naturaleza, y lo que es humano, parte de la moralidad. Los muchos avatares de la naturaleza no perturban la cabeza del filósofo, que entre montañas, delitos, sangre y águilas atisba el sumo bien, tal como el poeta, que capta entre enjambres léxicos esquemas mentales no vistos antes.–


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