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67 Festival de Cine de San Sebastián 5

Por José Luis Muñoz , 24 septiembre, 2019

Hoy también bajo temprano para tomar ese café con leche y cruasán en esa taberna junto al Victoria Eugenia, en la calle Okendo. Sentado en la ventana opuesta del bus, mi panorámica es distinta de ayer y me doy cuenta de que paso por delante del enorme restaurante Arzak, el mito gastronómico del País Vasco que no puedo permitírmelo por falta de presupuesto y tiempo. Altza podría ser, por su configuración de viviendas que se encaraman en una colina, una favela donostiarra.

Hay un subgénero de cine brasileño que podríamos encuadrar como cine de favelas entre las que hay películas tan destacables como Ciudad de Dios o Tropa de élite. Pacificado de Pastor Winters, película a concurso en la Sección Oficial y producida por Darren Aronofsky está ambientada en una de ellas. Dentro del cine de favelas está el negro y el social. La película que veo se inscribe en este último. Jaca (Bukassa Kabengele) sale de la cárcel después de 14 años y no desea recuperar el control de la favela que puso en manos de un joven heredero que lo teme como rival ahora que su antiguo mentor está libre. Andrea (Debora Nascimento), que trapichea con droga y con su propio cuerpo, dice tener una hija de él. La joven Tati (Cassia Nascimento), su presunta hija, intenta aproximarse a ese padre que no conoció porque nació cuando estaba en la cárcel. Conflictos familiares en ese submundo duro dominado por jefes de clanes y cuya música nocturna es el tableteo de los kalashnikov. Retrato de una realidad social que existe en muchos lugares de Latinoamérica y es fuente de violencia. Asombra la naturalidad de los actores que seducen la cámara, especialmente Cassia Nascimento, la niña de 13 años. El tema no es nuevo, y es frecuente verlo en los westerns (el pistolero que huye de su pasado y no le dejan), pero el film está bien rodado y tiene buen ritmo. Para ser subgénero de favelas hay poca sangre. Se agradece casi.

Una entrevista que me hace mi buen amigo malagueño de festivales Juan Antonio Díaz Domínguez me deja sin el café con leche y la pantxineta de Baluarte, pero todo sea por el cine. Doy un notable alto al festival, hablo de las películas que más me han gustado, de las que no me han gustado nada, y me olvido de Eva Green. Cabeza la mía. También hablo de El bosque sin límites, en la que hay mucho cine porque Ugaitz, el etarra protagonista de ese thriller ambientado en los 80, los años de plomo, es cinéfilo.

Zumo de melocotón en mano voy a los multicines Princesa a ver Thalasso de Guillaume Nicloux, una humorada francesa con momentos graciosos. En un balneario coinciden Michael Houellebecq y Gérard Depardieu. El encuentro de esos dos provocadores genios en esos centros en donde se paga un pastón por ser torturado da lugar a situaciones chuscas. El escritor francés (uno de mis preferidos, lo confieso) tiene tablas de comediante. Hay diálogos impagables, secuencias de gran comicidad y reflexiones sobre el sentido de la vida mientras pimplan algunos caldos clandestinamente. En el desenlace un sosia de Sylvester Stallone pone orden al caos. Confieso que me lo he pasado bien en algunos momentos, pero no es película de festival.

Decido ir sobre seguro, es decir, a Okendo a comer. Repito con el salmorejo y el arroz con leche; me paso del gallo a las carrilleras. Me pimplo media botella de Rueda y tengo visiones como las de Michael Houellebecq y Gérard Depardieu cuando se ponen ciegos de vino en la clandestinidad de su habitación. No me entero de que a mi espalda está Antonio Resines. Al pagar la cuenta felicito a la encargada de Okendo por la calidad de la comida y el servicio impecable.

Me tomo por la calle otro zumo de melocotón y me acerco paseando a la Concha. Sentado junto al Club Náutico, disfruto de la faz más hermosa de la ciudad. Sopla el viento, que riza el mar, y el cielo permanece encapotado. A mí lado, en un banco urbano, dos chiquillas quinceañeras hablan de que es peor ser filoetarra que fascista. Pues no sé. Una de ellas reivindica el fascismo porque no matan. Déjalos y verás. Luego cambian de tercio para pasar a la dictadura de los veganos. En realidad habla una de ellas y la otra escucha, como yo. Hoy me cunde el tiempo gracias a la rapidez con que me sirvieron la comida en Okendo. Si me hubiera traído el traje de baño hasta echaría unas brazadas en La Concha.

No hay demasiadas opciones a primera hora de la tarde, así es que me paso a las 16:30 por el Principal a ver, o intentarlo, Las letras de Jordi. Jordi es un barcelonés de 51 que padece parálisis cerebral, emite con dificultad sonidos guturales, no camina, necesita atención continua y se comunica colocando el dedo sobre una tabla de letras. Cumple uno de sus sueños: ir a Lourdes porque en su juventud hablaba con Dios como Bernadette con la Virgen María, eso dice. Y se desliza en su silla de ruedas, acompañado de un monitor, por las pistas de esquí del Pirineo. La directora vasca Maider Fernández Iriarte filma este documento escasamente cinematográfico (buena parte del metraje se va en seguir el dedo de Jordi por su tabla de letras e interpretar lo que dice) que va a la sección Nuevos Directores, pero nadie le negará su cualidad humana. Yo me eché una buena siesta recordando lo que me decía Bigas Luna sobre lo reparador de un sueño ligero en el patio de butacas mientras una película se proyecta.

No estoy muy satisfecho con mi planificación del festival. No veo nada de la sección Perlas, por ejemplo, en donde proyectan las mejores películas que han pasado por otros festivales, y me he perdido todas las películas de Horizontes Latinos para centrarme, como en ningún otro año, en la Sección Oficial. Con el chirimiri cayendo desde ese cielo grisáceo regreso de nuevo al Principal para ver mi última película del día mientras unos jóvenes se manifiestan contra el cambio climático frente al Victoria Eugenia. Y de nuevo cola. A diferencia de los hábitos que visten las mujeres de El otro rebaño, según sean hijas o esposas del macho alfa que las pastorea, en Zinemaldia vamos uniformados por color de las acreditaciones que cuelgan perennemente de nuestros cuellos y nos abren las puertas de las proyecciones. Las verdes, las de prensa, tienen prioridad sobre cualquier otro color.

Acaba mal la jornada. La participación portuguesa es una coproducción entre ese país y Alemania y hablada en francés y portugués. Patrick se inspira, libremente, en un caso real que fue recogido en un documental espléndido que está a años luz de la película: El impostor. Un niño es secuestrado a muy corta edad y reaparece al cabo de muchos años, pero entre los familiares, y la supuesta madre, sobre todo, hay serias dudas de quién se trata. El caso original era mucho más alambicado, una sucesión de engaños que sorprendió al mismo impostor y lo hizo caer en su propia trampa. La película arranca de forma muy vibrante en París (una paliza gratuita en grupo al que se suma Patrick; Patrick grabándose a sí mismo mientras hace sexo con sus parejas; una fiesta orgiástica en la casa de su amante masculino que lleva a la policía a intervenir por la denuncia de los vecinos) y naufraga en un mar de aburrimiento cuando el citado Patrick, o Mario, es trasladado a Portugal, a la casa rural de su supuesta madre. El director Gonçalo Waddington parece totalmente perdido y desnortado en su propia tela de araña de la que sale de forma brusca y violenta, al final, cuando ya el espectador está aburrido de secuencias y secuencias sin que no pase nada y nadie reaccione.

Mañana más y no sé si mejor.

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