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“X-Men: Días del futuro pasado” (un viaje hasta la mutación)*

Por Emilio Calle , 5 junio, 2014

 

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*Contiene spoilers.

Cuando en el año 2000, Bryan Singer estrenó la primera parte de “X-Men”, pocos creían que su adaptación pudiera aportar nada realmente novedoso a un género que sólo se atreve a balbucear sus verdaderas posibilidades, confiando únicamente en los estruendos y las explosiones. Sin embargo, Singer, aficionado declarado de cómics, se las ingenió para profundizar con exquisita sabiduría en otra mítica creación de Stan Lee. Por un lado no renunció a su indudable condición de “blockbuster”. Pero no descuidó en lo más mínimo la perturbadora premisa de la que partía: un grupo de mutantes de los que la sociedad recela, teme y hasta detesta, se ve en la tesitura de tener que luchar (incluso entre ellos) para salvar la vida de la gente que precisamente les odia. Calco exacto de cualquier minoría perseguida (por sexo, credo, raza o cualquier otro aspecto que remita a la tan temida diferencia o sirva para erigir otro nuevo templo donde idolatrar la discriminación), Singer arrancaba la película con una desoladora secuencia en los albores de la Alemania nazi. Un niño es separado violentamente de sus padres mientras los soldados reparten a los judíos recién cazados encaminándolos hacia distintos campos de exterminio. El pequeño, que en su pánico desencadenará su poder de manejar a su antojo el metal, lo que provoca que retuerza las verjas de su prisión, se convertirá en uno de los dos grandes pilares de la trama, “Magneto”, quien considera que debe responder violentamente al odio que genera en otros su existencia. Y frente a él, en el extremo contrario, Charles Xavier, el cual, esclavo a su vez de una silla de ruedas y de la incomprensión, posee extraordinarios poderes psíquicos que decide que esa batalla entre humanos y mutantes sólo la podrá ganar la esperanza. Son tan amigos como enemigos. Tan hermanos como Caín y Abel. Y este primer duelo se resuelve, en clara metáfora, en lo más alto de La Estatua de la Libertad, donde mutantes que buscan lo mismo (ser aceptados, poder vivir sin esconderse) se enfrentan entre sí para eludir una catástrofe que se cierne sobre una no menos reveladora reunión de la ONU, para quien todas las minorías no son iguales, ni tan siquiera parecidas. Las continuas referencias y equivalencias con acontecimientos históricos o instituciones reales forman parte de la saga desde sus inicios. Cuando la editorial empezó a ponerle objeciones al nombre que debía llevar los mutantes, Stan Lee acudió a la X del incendiario Malcolm X, y así fue como pasaron a llamarse X-Men.

Ahora se estrena “X-Men: Días del futuro pasado”, de nuevo con Singer en la dirección, que ha intentado reconducir con acierto los malos hábitos que ha ido adquiriendo la serie, lo mucho que se alejaba de los postulados que la hicieron tan singular.

Sirva esta cronología para observar tan involutivas mutaciones.

Dirigida de nuevo por Singer, X-Men 2 (2003), sin abandonar su incisión en la responsabilidad ética de quienes son diferentes, buscó con ahínco (en lo que ya es un factor inherente a la serie) abarrotar de dramatismo la vida de sus mutantes. Pocos de ellos escapan a un pasado trágico. Al desprecio que despiertan en la sociedad, se unen desgarradores traumas que duplican su aislamiento. A mayor nivel de protagonismo, más sembrado de muerte estará su pasado, como le ocurrió a Magneto. De ahí que a Lobezno, quien se ha convertido en el símbolo de la saga, le toque cargar con más peso: mata siendo niño a su padre sin saber que es su padre, y la mujer que más ama es brutalmente asesinada, aunque luego descubre que no, que ella le ha engañado, y se reconcilian y entonces ella muere de verdad, y cuando se le vuelva a ocurrir amar, tendrá que ser él mismo quien acabe con la vida de su amada, sacrificándolo todo en bien de los demás.

La película vuelve a ser un acierto de Singer. En lo que se destaca como una celebración de la diferencia, el tratamiento dado a los nuevos mutantes es mostrado de un modo explosivo y emocional, siempre sorprendente. Mientras que la representación de los humanos, ejercitando su poder represor en busca de un nueva “solución final” como la perpetrada durante el nazismo, es sórdida, casi siempre moviéndose en ambientes opresivos, actuando de forma despiadada incluso contra mutantes que no son más que niños.

Y algo de todo eso permanece en “X-Men: La decisión final” (Brett Ratner, 2006). Ahora la amenaza sigue siendo tan familiar como el exterminio en nuestra obsesión por aniquilar lo que sea distinto. El gobierno ha encontrado una “vacuna” que elimina el gen mutante, así que ya todos pueden ser “normales”. Esto genera entre los afectados todo tipo de reacciones contrarias. Picara, por ejemplo, cuya naturaleza le impide tocar a nadie sin robarle la vida, ve en ello la oportunidad de conocer finalmente que se siente al acariciar y al ser acariciada. Magneto, por su parte, arenga a los mutantes que malviven en la marginalidad junto a las ratas y les recuerda que ellos no padecen enfermedad alguna que necesite ser curada. Y quizás esta tensa combinación hubiera podido llegar algo más lejos (como muestra el duelo psíquico en la doctora Grey y Xavier). Pero el director y los guionistas sólo están interesados en llegar a la gran batalla final, entre hombres y mutantes, y entre mutantes y mutantes. Desproporcionada en su conjunto (ya de inicio trasladar mentalmente medio puente de San Francisco resulta algo desmedido como aperitivo), dilatada hasta ocupar casi un tercio del metraje, la película se convierte a partir de ese momento en una sucesión de tópicos y brillantes efectos especiales, que debería haber coronado la trágica historia de amor entre Lobezno y Jane Grey, pero para cuando ese culmen llega, apenas puede verse por el polvo levantando ante tanta testosterona desatada.

Parecía que la historia quedaba finiquitada.

Pero es Lobezno quien resucita por su cuenta la serie. “X-Men Orígenes: Lobezno” (Gavin Hood, 2009) no esconde sus intenciones: es un vehículo para el lucimiento del personaje estrella y para el actor que lo interpreta. Todas y cada una de las secuencias están diseñadas en su beneficio. Torpemente trata de arraigarse en la trilogía precedente, pero no logra más que atarse en ella con hilos muy débiles. Melodrama y película de acción casi a partes iguales, si el film se sustenta en algo es gracias a su protagonista, porque no cabe duda de que Hugh Jackman le tiene tomada la medida al papel, y genera suficiente poder como para que la película acabe funcionado, pese a sus muchas torpezas. La fidelidad de un actor (aquí también productor) por un personaje al que no le resulta fácil renunciar, y con cuyas garras parece sentirse cada vez más cómodo. Y hasta tendrá su propia secuela, “Lobezno inmortal” (James Mangold, 2013), en donde ya el tema de los mutantes se relega a un territorio secundario, la historia se sitúa en Japón así que los asuntos se resuelven a katanazos y ataques de honor, y lo mejor son sus secuencias de acción, que nos liberan de los plúmbeos diálogos cuya trascendencia no supera ni un solo pestañeo.

Pero dos años antes, Singer ya empezó a recobrar el control sobre sus mutantes. “X-Men: Primera generación” (Matthew Vaughn, 2011) estaba basada (aunque él no participara en el guión) en una historia suya. Y sus huellas reaparecen por todas partes. De nuevo se busca el apego entre la historia de la ficción y la historia real. El villano de turno (un socarrón Kevin Bacon) es el responsable directo de la crisis de los misiles cubanos en 1962, y serán precisamente los X-Men los encargados de solucionar (y uno no tiene más remedio que recordar el asesinato de Hitler a manos de Tarantino “Malditos Bastardos”, aunque los resultados no sean ni de cerca tan transgresores). Más allá de recorrer el pasado de los principales personajes (cómo se conocieron, cómo llegaron a enfrentarse cuando antes eran inseparables) y divertirse con los nuevos mutantes, Vaughn desequilibra constantemente la película para centrarse en las escenas de acción, hasta desembocar de nuevo en un larguísimo desenlace, lo que logra que lo narrado hasta ese momento parezca más ornamental que necesario.

Y es ahora cuando Bryan Singer es quien se encarga de abordar la saga. Esperada con lógica expectación, “X-Men: Días del futuro pasado” no es tanto una continuación como un reinicio, prácticamente una historia aparte, un capítulo oscuro y apartado sin aparente solución de continuidad, pues la historia se abre y se cierra sobre sí misma. Ya se pueden escuchar las atronadoras protestas de aquellos que dirán que si este personaje no estaba cuando ocurría tal cosa, o que este otro estaba muerto, así que qué pinta de pronto en mitad del metraje. Pero es que ahora el juego es otro. Singer propone un viaje en el tiempo (tan complicados siempre de narrar). Y frente a un futuro negro, hostil, perpetuamente asfixiado por un cielo tormentoso, donde humanos y mutantes son conducidos a prisiones separadas (eco de aquel primer arranque en la infancia de Magneto), y los X-Men son brutalmente asesinados, se contrapone una realidad de nuevo muy concreta, mucho más específica que nunca. Magneto está acusado de asesinar a John F. Kennedy. Nixon es el presidente en esa época de suprema intolerancia, en la que alguien idea una forma de acabar con los mutantes, lo que que a la larga degenerará en una monstruosidad imposible de batir ni para los unos ni para los otros. Y será Lobezno el encargado de viajar desde las entrañas de un futuro masticado por un cataclismo programado para aniquilar, hasta un pasado donde deberá unir a Magneto y a un enloquecido Xavier para convencerlos de que cambien la historia, pues sólo corrigiendo los errores de un odio pretérito escaparán de un destino sembrado en el horror de una nueva forma de esclavitud y muerte. Una apuesta arriesgada, pero de la que Singer sale algo más que bien parado. Con su elogio de la diferencia, la película atesora excelentes secuencias, como la de Quicksilver (hilarante, pese a su fugacidad) burlando espacio y velocidad, y dedicándose a realizar todo tipo de locuras durante el tiempo que le lleva a una bala llegar a su destinatario. Los amantes de clímax sobre clímax no deben esperar un final con ciudades arrasadas o proezas inauditas en los efectos especiales (que aquí son usados para integrarse en la narración, y no para irrumpir en ella). Y no hay decenas y decenas de personajes hasta parecer enciclopedias. Es una partida que se juega en un tablero de ajedrez. Pocas las piezas. Pero si la partida se pierde, son dos los reyes los que mueren. Singer, capaz de lo mejor (“Sospechosos habituales”, “Verano de corrupción”) y de lo peor (“Superman Returns: El regreso”), recupera en parte su más afinado tino, esos tonos más bien esquivos y hasta ominosos en el retrato de personajes, y también visualmente capaz de extraer toda la fuerza o la espectacularidad de las secuencias de acción sin recargarlas hasta que borren a los protagonistas.

Él mismo ya se está encargando de dirigir la nueva entrega: “X-Men: Apocalypse”, aún por saber si se refiere al apocalipsis o, mucho más probablemente, al enemigo que tantos quebraderos de cabeza la produce a los mutantes sólo en el cómic (de momento).

Rodada en estos tiempo donde la intolerancia cobra cada vez más brío, “X-Men: Días del futuro pasado” se transforma en la advertencia que nos avisa de lo aciago de las consecuencias en las que eso podría degenerar, y se hace fuerte en aquello que el profesor Xavier postula como única solución: la esperanza.


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