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¿Un país indignado?

Por Fran Vega , 23 diciembre, 2015

Se suponía que estábamos enfadados. Muy enfadados. Enfadados con nuestra propia historia, con nuestros gobernantes, con quienes nos gobiernan sin que les hayamos elegido y con quienes gestionan desde despachos lejanos nuestro presente y nuestro destino. Se suponía que estábamos tan enfadados que íbamos a darle matarile a la Cibeles y que nuestros cánticos revolucionarios se iban a escuchar desde Madrid hasta la cancillería de Berlín. Tan enfadados se suponía que estábamos, tan cansados e indignados, que esperábamos el día de las urnas para entregar la cartilla del paro al presidente del gobierno y el billete de regreso al líder de la oposición. Se suponía que estábamos tan enfadados que hasta habíamos aprendido a estarlo.

Y no. No estábamos tan enfadados, ni tan indignados, ni tan cansados. Solo estábamos jugando a la revolución, a desempolvar proclamas y pancartas, a anunciar a las gentes de bien condenas y castigos que nunca se creyeron para que nadie nos dijera que no estábamos enfadados, sino asustados. Muy asustados.

En las elecciones del pasado día 20, más del 50 % de los votos ha ido a parar al zurrón de los partidos tradicionales, los de toda la vida, esos mismos de los que llevamos años quejándonos porque nos engañan, nos estafan y se arrodillan ante quienes no deben. Más de catorce millones de personas de este país nuestro se levantaron el pasado domingo por la mañana y pensaron que sí, que vale, que lo han hecho muy mal, pero que es Navidad, y qué caramba, vamos a darles otra oportunidad. Y más de catorce millones de electores entregaron su papeleta a los partidos que nos han traído hasta aquí, esos mismos de los que nos queríamos librar y que en este mismo instante están decidiendo qué diablos hacen con sus sillones y sus pactos y cómo nos venden el asunto de las coaliciones o de las nuevas elecciones.

Hay que suponer, por tanto, que en estas jornadas prenavideñas los dirigentes democristianos y socialdemócratas están silbando villancicos con los pies encima de la mesa y una copa bien servida mientras piensan en la clase de ciudadanos que les votan, en la tropa mentecata y majadera que se ha pasado toda una legislatura de protestas y mareas para dejarlos donde estaban, en este paisanaje asustadizo que tolera lo intolerable y se entretiene con su propia farsa mientras los culpables de tantas tropelías como hemos conocido se aflojan las corbatas y respiran aliviados y sonríen como hienas de cínica mirada.

Es cierto que hay una cuña incómoda en el arco parlamentario generada por casi nueve millones de votantes que eligieron a partidos diferentes, pero no es más que un espejismo que la cartografía ideológica se encarga de aclarar. El voto democristiano se ha fragmentado en dos grupos, que juntos suman el mismo número de votos con el que Mariano Rajoy se convirtió en vencedor absoluto hace cuatro años. El voto socialdemócrata ha retrocedido un poco en favor del tándem Iglesias-Errejón, pero Podemos solo ha ganado en dos circunscripciones y sus 69 diputados están muy lejos de propiciar los cambios que tanto han sido coreados. Y el partido que aún continúa en el poder mantiene la mayoría absoluta en el Senado, que por muy inútil que parezca tiene una diabólica importancia.

Así que el mapa de la España en la que todo iba a cambiar sigue teñido de azul, de un azul que ahora decepciona no solo por lo que políticamente representa, sino por lo que socialmente significa. Tanta marea por las calles, tanta acampada en los parques y en las plazas para comprobar que la gaviota de siempre planea sobre la casi totalidad del territorio.

Formamos parte de un país al que le asustan tanto los cambios que preferimos no hacerlos y dejar que otros los hagan por nosotros para poder quejarnos después al sol de las terrazas o acodados en los bares, mientras murmuramos algo incomprensible sobre el tiempo o los deportes. Nos gusta lamentarnos, maldecir a quien gobierna y proclamar que ya estamos hartos y que ya está bien y que a la próxima se van a enterar, pero actuamos después como un yerno acomodado que lleva flores a su suegra en el día de su santo y tiende la mano a su cuñado con humillante complacencia.

No somos un país indignado: solo somos un país asustado que de vez en cuando se molesta porque le tocan la cartera o los impuestos, porque le hacen esperar en la consulta del médico o porque llueve en un fin de semana de agosto. Y del mismo modo que esperamos a que salga el sol, aguardamos en nuestra esquina a que otros resuelvan lo que nos afecta, pero sabiendo perfectamente que no lo resolverán y que así podremos seguir instalados en la queja mediterránea de cerveza y boquerón.

Se suponía que estábamos indignados. Muy indignados. Pero solo estábamos disgustados, mohínos y enojados. Y, sobre todo, estábamos asustados. Y así seguimos: cubiertos de basura hasta el gaznate mientras confiamos en que la aurora boreal nos saque de esta ciénaga infinita en la que un día nos metieron. Bienvenidos a la misma Iberia de siempre.


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