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Trump el empírico

Por Eduardo Zeind Palafox , 17 noviembre, 2016
Republican presidential candidate Donald Trump delivers a speech during a campaign event at the Trump Soho Hotel in Manhattan, New York City, U.S., June 22, 2016. REUTERS/Mike Segar

Republican presidential candidate Donald Trump delivers a speech during a campaign event at the Trump Soho Hotel in Manhattan, New York City, U.S., June 22, 2016. REUTERS/Mike Segar

 

Por Eduardo Zeind Palafox

Las vidas negras no importan, y tampoco sus votos

Graffiti en un muro de los

Estados Unidos de Norteamérica

 

 

Trump, con arengas psicológicas, estimulando el colorido antropocentrismo del racista, persuadió y ganó. Todo antropocentrista fundamentado en lo cualitativo, como el color, el olor, el sonido, emite imperativos panteístas, es decir, sólo discernibles mediante enumeraciones, que todo lo unifican, homogeneizan ytemporalizan. En lo homogéneo, en lo vacuo, cualquier cosa cabe, cualquier hipótesis se acomoda.

Es fácil que los discursos basados no en argumentos, sino en bien organizadas hipótesis, parezcan portadores de verdades. Lo verdadero es lo contrario de lo problemático, término éste que es raíz del cosmopolitismo.

Trump, con peroraciones racistas, xenófobas, misóginas, esto es, con subterfugios retóricos de cepa psicológica, no lógica ni ética, demostró que nuestra época vaga en el aire, que es una construcción vulgarmente visual. Visual, aquí, significa “espacial”, enemiga de la idea de “tiempo”, de toda sucesión o continuidad… de lo histórico. Trump, sin saberlo, apagó olfatos, pieles, oídos, paladares, sentidos todos temporales o que invitan a cruzar el tiempo con los demás.

Escuchar es comprobar que la psique del comensal con quien brindamos es tenebrosa o luminosa. Probar las viandas extranjeras es verificar qué clase de sal del mundo somos. Palpar, oler, en fin, es confiar. Los que por Trump votaron poseen sensorios embotados, no aptos para la vida política, en la que es deber acallar nuestros malos pensamientos, casi siempre nacidos del suspicaz observar.

Hablar según imágenes o lo inmóvil es describir, y toda descripción es subjetiva, paradigmática. Los famosos ideales democráticos y republicanos, que afanan la igualdad y el bienestar existencial, no se conocen por lo empírico, sino por lo discursivo. Todo discurso prudente es un plexo de relaciones de cosas invisibles, intelectuales. Donde lo invisible es destruido, aplastado por las imágenes, no hay códigos sociales, sino pictóricos.

Un código, ha explicado Umberto Eco, es una serie de reglas, nociones, señales y modos de reaccionar ante el mundo. Ninguno de los elementos sociológicos mentados es poseedor de significados absolutos o inequívocos. El fascismo se produce cuando los códigos sociales se hacen pictóricos, no dialogantes, pero sí meramente instructivos.

Quien vive sólo entre lo visible no oye, sólo habla, y lo que habla es simple categorización sensorial. Las reglas, viviendo así, son imperativos superiores a la razón, y las nociones feas dudas, y las señales direcciones militares, y las reacciones espontáneas signos de afanes delictivos.

Los votantes de Trump, según anuncian algunos periódicos, creen que la lengua inglesa es la gramática de las leyes, que lo que está más allá de su país es infernal vaguedad visual, que los homosexuales son manzanas de fuego en “el árbol de la sintaxis” social blanca, y que toda persona de piel oscura sólo es capaz de reaccionar animalmente.

La política, que era saber necesario para conciliar mística y concepto, antigüedad e imaginería nueva, tradición y razón, espíritu y cuerpo, actualmente es ciencia, trampantojo para manipular a través de la moda, humillación de lo bueno y lo bello ante lo útil, dominio de la elocuencia sobre la prudencia. Tamaña transformación, cuenta Cassirer, inició formalmente en dos obras, en los “Diálogos sobre dos nuevas ciencias”, de Galileo, y en “El Príncipe”, de Maquiavelo. La primera derrumbó la vieja cosmología aristotélica y enarboló la ciencia astronómica, y la segunda mudó la política artesanal, humana, en objeto calculable, tangible.

En el Renacimiento, afirmaría Cassirer, el mundo temporal, fugaz, empezó a ser espacial, duradero. El “mundo de la vida” o “Lebenswelt”, o de la vivencia o “Erlebnis”, al decir alemán, o del ingenuo vivir en prodigios, de lo biográfico y teleológico, cedió su lugar al dato de la naturaleza, a la racionalización social y al inmediatismo. Ya no se vive en un mundo humano saturado de cosas, cosmológico, silogizado conforme a las angustias espirituales, sino en uno cientificista, hecho a imagen y semejanza de los análisis experimentales, no experienciales.

El triunfo de Trump es el de las categorías intelectuales empíricas, matemáticas, que son las que dividen el mundo espacialmente, no históricamente. Todo lo espacial, cualitativo, es una “sola scriptura”, algo que cree se basta a sí mismo. Los votantes de Trump, se nota, no pueden intuir formalmente, imaginando, produciendo formas nuevas, sino sólo materialmente.

Todo angloamericano imaginativo desea enriquecer su entorno, leer versos de Langston Hughes o novelas de Arguedas, fuegos que derriten toda homogeneidad, diversidades que ridiculizan toda enumeración. Lo variopinto, lo que mezcla creencias, mitos, ciencias, alegorías, es cosmovisión, vivencia.

Lo allanado por la razón científica, cuantitativa, cualitativa, racista, geométrica, maniqueísta, es sólo silueta, substancia, color, burda información que ni comprende ni se interpreta, o peor, que se interpreta sin ser comprendida. El mundo, mediatizado, dominado por los medios de comunicación, es decir, cercano a todos, es algo estático que necesariamente produjo a Trump, que es el rostro actual del amor por el empirismo, esa “hidra de millones de cabezas”, citando a Goethe.–

 

http://donpalafox.blogspot.mx/2016/11/trump-el-empirico.html 

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