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«True Detective», verdadera ficción

Por Adrián Magro de la Torre , 5 mayo, 2014

Ni una palabra, por pedestre o grandilocuente que ésta fuese, bastaría para poder describir la catarata de emociones que proporciona, a cualquier espectador, medio o avezado, eso que han querido bautizar con el nombre de “True Detective”. Simplemente, hay que verla.

Por lo tanto, y a decir verdad, no vengo a añadir nada nuevo, o a decir nada que no se sepa o no se haya escrito. Ríos de tinta han circulado –y siguen circulando, he aquí la prueba– desde su comienzo hasta su final. Con razón la crítica se ha aliado con el público, y ambos la han aupado al Olimpo catódico. (La serie ha tenido la mayor audiencia de la cadena HBO en los últimos años, por lo que, y como era de esperar, la segunda temporada ya está más que en marcha, pese a, lástima, no tener ningún tipo de continuidad con lo visto anteriormente.)

“True Detective” es una serie de televisión que podría haber sido una película de ocho horas o incluso una gran novela dividida en ocho maravillosos capítulos. Desde el mismo arranque, cuando la HBO aparece como siempre aparece y a nosotros se nos iluminan algo más que los ojos (véase la joya que fue “Los Soprano”, o “Juego de Tronos”, en la actualidad), unos créditos poderosamente bellos (aderezados por la canción Far from any road, firmada por “The handsome family”, una banda de country alternativo que no ha podido encontrar mejor escenario) se adueñan de la pantalla y de nuestros sentidos: van pasando, entre otros detalles, las siluetas de los protagonistas, y sus cabezas abiertas, dejándonos ser partícipes de todo aquello que ven y piensan, cielos encapotados sobre las carreteras que surcan las casas y las fábricas y los campos por los que irán moviéndose sin descanso durante la investigación en la que se dejarán algo más que la vida.

En contra de lo comúnmente establecido, “True Detective” tiene únicamente dos autores: quien firma el libreto y quien firma la dirección. (Normalmente, en las series americanas, el creador se reserva para su genio e ingenio varios de los capítulos, no todos, entre los cuales, suelen estar el piloto y el final de temporada, mientras que el resto, los hacen otros guionistas dentro del equipo. A su vez, la dirección es otro campo que nunca es fijo: baila, y mucho, siendo abonado por otras tantas improntas: el calendario es quien manda, y hay que cumplirlo.) El primero, un completo desconocido hasta parir su oscura y reluciente criatura, se llama Nic Pizzolatto (según he leído, y hasta la fecha, su máxima experiencia en televisión había sido escribir un par de episodios para la serie “The killing”, y una novela titulada “Galveston”, que, al parecer, será llevada próximamente a la gran pantalla), y lo primero que uno se pregunta es cómo este hombre ha podido albergar tanta complejidad humana, a veces visible, otras soterrada, cómo ha sido capaz de manejar el ritmo –con pausa, sin descanso– de forma tan envidiable y traspasar la carne y llegar al hueso de lo puramente emocional. “Pienso que a su mejor nivel, y en Estados Unidos en todo caso, las series son la nueva literatura popular”, ha expresado el autor recientemente. A lo que tengo que añadir: y más si de lo que hablamos es de su serie. Mis elogios son infinitos y podría llenar toda la página, únicamente, citándolos uno a uno. El segundo componente de este tándem malsano y desgarrador es Cary Joji Fukunaga, encargado de trasladar –con oficio estético y eficacia narrativa, entendiendo lo que la historia necesitaba y pedía a gritos– la explosividad narrada en el guión y crear la explosividad visual de toda la serie. Bravo también por él. No hay capítulo malo. Y no exagero: ambos, de rodillas, me tienen.

Un Rey Amarillo es la sombra acechante de una Lousiana igual de sombría (Pizzolatto nació allí, y eso se nota: sus paisajes son tratados como un personaje más dentro del elenco); el asesinato hecho ritual de una prostituta, que no parece ser el primero ni será el último; dos detectives trabajando juntos, el atormentado, entre otros adjetivos, Rust Cohle –sus diálogos/monólogos están en un punto entre la genialidad y la maestría y erizan el vello de la piel–, y el padre de familia Martin Hart (gran Mathew McConaughey y buen Woody Harrelson, respectivamente, ya que el personaje del primero es, desde lejos, muchísimo más agraciado), dos hombres de personalidades opuestas que ven la vida y la muerte desde el ángulo que ellos, y sus circunstancias, desean; un misterio que se alarga y parece no tener fin y puede alcanzar a cualquiera que se pasee en cualquier momento por la pantalla. Estas son las premisas. Los resultados, casi indescriptibles.

Algo que siempre me ha gustado mucho, y suelo señalar como virtud cuando lo es (sin olvidar que toda narración tiene un narrador que sabe más o menos información), es que te cuenten la historia en base a los puntos de vista de los distintos personajes, en base a lo vivido por ellos mismos, porque a menudo, lo que dicen sus palabras o sus gestos, puede ser desenmascarado rápidamente por las imágenes, y viceversa. “True Detective” lo hace en buena parte de su metraje –¿qué es verdad y qué es mentira y por qué?–, tocando, no sólo la investigación, aunque sea el eje vertebrador y sustentador de todo lo demás, sino las relaciones que ambos protagonistas tienen y establecen en ese lapso de tiempo que dura alrededor de diecisiete años. Del presente al pasado y del pasado al presente la narración fluye sin detenerse, como el cauce de un río que va llenándose de diferentes aguas de distinta procedencia, atando cabos sueltos, en donde los personajes, y, sobre todo, los dos protagonistas, van y vienen y siguen hacia delante como pueden, reabriendo las secuelas de viejas heridas que creían cicatrizadas para volver al camino del que no se retorna hasta que éste quede totalmente cerrado.

*Para los que aún no la hayan visto, estad muy atentos: el grupo Atresmedia (Antena 3, La Sexta) se ha hecho recientemente con los derechos de emisión.

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