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Trópico azul…

Por David Acebes , 18 octubre, 2015

BIBLIOTECAUn amigo escritor dice que «todo libro que no se mueve, muere». Obviamente, tiene razón. A mi libro le pasó. Nació, vivió y, poco tiempo después, murió entre mis brazos.

Así fue… En el año 2004, el Consejo Local de la Juventud de Valladolid publicó junto a Miopía de la voz de Cristina Riera Climent y Nadie entre los cuerpos de Alfonso Domínguez Lavín, mi primer y único poemario. Compuesto por una veintena de poemas, Trópico azul… constituyó mi particular bautismo poético. En realidad, no era más que un libro primerizo. Un libro cargado de errores y que, supongo, tendrá también algún acierto. Pero la verdad es que movimiento, lo que se dice movimiento, tuvo poco… Nada más nacer, murió. Y así sigue…

Por lo tanto, había pensado en «resucitarlo», en llamar la atención sobre él. A lo mejor, ha llegado su momento y está listo para convertirse en todo un best-seller

Por si acaso, me permito el lujo de transcribir a continuación la reseña –mitad reseña, mitad relato- que en su día escribió sobre mi plaquette el poeta valenciano José Antonio Olmedo López-Amor, alias Heberto de Sysmo, y que lamentablemente nunca fue publicada. Espero que su lectura, onírica y sugerente, anime al gran público y lo impulse a zambullirse en mi exclusivo mundo poético… Si así lo hacen, ya me dirán.

“Cuando rezamos hablamos con Dios,
pero cuando leemos es Dios quien habla con nosotros”.
San Juan de la Cruz

«Anoche llegué cansado, muy cansado a mi habitación, me introduje en la cama y apagué la luz. Después de un duro día de trabajo en los suburbios, mi cuerpo y mi mente decayeron y mi alma se hundió en una catarsis alucinógena que parecía conducirme a la misma antesala de la muerte. Mi mente pareció flotar en una latitud como no hay otra, en una belleza de celeste meridiano, allí, la eternidad contenida en unos puntos darinianos, suspensivos, me empujaron al abismo del sueño. Y envuelto en una dársena de bruma y rémora volcánicas, aparecí por parajes de amargos pomelos y almas erosionadas. Una costa de belleza esplendorosa era amenazada por un ejército de sombras grises. Después comenzó la lluvia, una cellisca, a profanar la arena, y de las aguas surgió una ninfa armada de violín e inspiraciones, su imagen me conmovió hasta el extremo, era Galutchka, musa de mi infancia, traté de agarrar su mano, pero entre lágrimas, se desvaneció.

Me repuse y proseguí en busca de la belleza, la buscaba en cualquier parte: debajo de una roca, entre rayos de luz cenicienta, bajo la sombra de un lirio; su efímera brevedad me obsesionaba, encontrarla, encontrarla, encontrarla… Pero tras largo tiempo sin hallar resultados, nació mi desencanto. Quise entonces crucificar el Tiempo. Tal vez la belleza, el amor, no estaban hechos para mí, tal vez fuesen mi ambrosía prohibida o los fatuos fuegos que presagiaban mi adiós a la cordura. No hallaba más que injusticia y desencuentro, el rastro de una huida anunciada, la huida de la conciencia. Reconocí los pasos de una nada exterminadora, la misma nada que habita en la ignorancia y su mágico influjo gestó seres de hierro y carne, autómatas de tristes baladas sin trompetas.

El mundo en un chasquido empezó a descomponerse, primero los glaciares, después ardieron bosques, y así cientos de especies se fueron extinguiendo. La noche, como cadáver oscuro del cielo, quiso inmolarse para compadecer tanta desdicha, pero la Luna ensució su cara con lágrimas grises y el crepúsculo gimió como un ciervo herido.

Las gaviotas asumieron su ronda de dolor y persiguieron hasta el amanecer el albatros de la Muerte. Y recordé aquellos tiempos en que estuve enamorado, y paseé mi ensoñación por los parajes de Roma. Quise gritar y maldecir para que murieran las flores, pero mi lenguaje fue la poesía, ese impreciso alfabeto que se afana por recrear lo que trasciende, así que jamás conquisté la cima de ese propósito.

Contemplé dioses mitológicos que se estremecían entre dudas y miedo, lo mismo que yo, dioses que participaban de la hipocresía humana —bien para provocarla o sofocarla—, ángeles de vientres arañados, demonios no caídos, criaturas que debido a la peste que asola las almas de los hombres decidieron desencadenar el Apocalipsis.

La metamorfosis del mundo, la representación de la quimera, experimenté un flujo de imágenes y sensaciones que en vorágine me mostraron: la devastación de la conciencia, el descarnado llanto de un soldado redactando su diario, la paulatina muerte al desangrarse de la esperanza. Era un terrible escenario de desolación lleno de recuerdos, pensamientos y armonía, una esencial y referencial poesía imbricada con los sucesos en espiral. De repente, sentí como si algo trepara por mi pierna, era un murciélago o un topo ciego que se ocultaba bajo mis ropas, así que me agité y palpé rápidamente aquel bulto, sin darme cuenta que en ese momento todo se desvaneció. Desperté en una cama de hospital, me encontraba rodeado por mis familiares, me comunicaron que llevaba varios días en coma y todos se alegraron al verme recobrar el sentido.

Compartí con ellos las siguientes horas, me encontraba eufórico, tenía la extraña sensación de que todo lo vivido anteriormente no había sido más que una extraña pesadilla. Los familiares se marcharon y quedé solo, me senté al borde de la cama y abrí el cajón de la mesilla. Allí se encontraba un libro, lo tomé y pude leer en su cubierta el título y su autor: “Trópico azul…, de David Acebes Sampedro”. Aquel título removió mi curiosidad, esos puntos suspensivos me invitaron a abrir el libro por la primera página. Se trataba de un poemario, un poemario que desde la primera estrofa contenía, exactamente, todas las escenas que yo recordaba. Encontré los dioses mitológicos, el diario del soldado, mi musa de la infancia y un intenso escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Intenté recordar, pero estaba confuso, no sabía si realmente aquel libro escrito por un poeta vallisoletano había influido en mi sueño tras haberlo leído, o si —como decía Borges— yo era el escogido lector que aquel libro estaba buscando. Tras unas llamadas telefónicas constaté que aquella fue mi última lectura antes de padecer el accidente, un accidente que por alguna extraña razón ya no presumía tan casual.

Transcurrieron varios días, días de indagación en el tema, de investigación por mi parte, y la única justificación que aceptaba mi sentido común era la expuesta por un psicoanalista amigo mío que me dijo lo siguiente: “Usted entró en estado de coma al sufrir todo tipo de contusiones en el accidente, su cerebro, microsegundos después de recibir el último golpe que todavía le permitía seguir vivo, decidió tomar las riendas de su cuerpo sin contar con usted, me explico, el subconsciente, esa parcela cerebral tan conocida y a la vez tan desconocida, decidió procesar esa última lectura que le causó tanto impacto de forma que se proyectara de forma continuada en su pensamiento para que, una vez se dieran las condiciones oportunas, alguno de sus elementos pudiese desencadenar su despertar”. Supongo que es muy difícil poder explicar esta teoría, tan difícil como refutarla, pero sin explicarme cómo, decidí guardar celosamente aquel libro, tratar de averiguar más cosas sobre su autor y viajar a Valladolid en su busca para agradecerle lo que, consciente o inconscientemente, él y su poesía habían hecho por mí.»

José Antonio Olmedo López-Amor

 

Título: II Premio Jóvenes Poetas de Valladolid
Autor: Varios autores
Género: Poesía
Editorial: Consejo Local de la Juventud de Valladolid, 2004
ISBN: 84-609-0161-0
Páginas: 84 págs.

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