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Stop Desahucios: un movimiento conservador

Por Carlos Almira , 25 julio, 2014

Las deudas hay que pagarlas. Así responde el partidario a ultranza del Mercado, incluso ante una familia desahuciada. Si alguien accede a un bien y no puede desembolsar su valor equivalente, ni encuentra quien lo haga por él o lo garantice en unas condiciones razonables para el propietario legítimo del bien, entonces debe devolverlo, aunque se trate de su casa. Al fin y al cabo, ¿qué es una casa sino una mercancía cuyo valor de uso ha de realizarse mediante el cambio pacífico y civilizado en el Mercado?
Sin embargo este principio de “sana economía”, tan sencillo y razonable hoy, hubiera escandalizado no ya a un enemigo del orden establecido, como Espartaco, sino al pensamiento más conservador (Platón, Aristóteles, Santo Tomás de Aquino). Cuando decimos hoy que alguien es conservador, solemos identificarlo con la defensa a ultranza de las instituciones centrales de nuestro orden social (la propiedad privada, la “familia”, el Estado, el Mercado, etcétera). Esta concepción del conservadurismo político es, por reduccionista, falsa, ya que lo que este propugna preservar in extremis es el orden social: es decir, el vínculo entre unos individuos y otros, por encima incluso de la sana economía, tal y como lo encontramos realizado en un momento dado de la Historia.
Lo anterior lleva implícito algo que escandalizará a buena parte de quienes se dicen conservadores sin haber reflexionado nunca sobre lo que esto significa. El Mercado puede ser incompatible con el conservadurismo; la sana economía basada en el intercambio libre de valores equivalentes en el Mercado, de la que hablan tanto liberales y neoliberales puede ser, y de hecho así lo ha sido históricamente, un elemento no ya revolucionario sino disolvente, y no de un orden social determinado (el Antiguo Régimen, o las mal llamadas sociedades socialistas en el siglo pasado), sino de la posibilidad misma de existencia de una sociedad humana. El liberalismo económico, tal y como fuera formulado a partir de la superación de la Fisiocracia francesa por Adam Smith, no es una ideología conservadora, ni siquiera revolucionaria (aunque sería medular en las llamadas revoluciones burguesas), sino a-social por individualista. No se trata aquí de escoger entre el dirigismo del Estado y la libertad civil del individuo sino entre la posibilidad de un vínculo social, cívico, entre sujetos humanos, y la realización individual, empresarial, del valor económico. Si Platón, Aristóteles o Tomás de Aquino vivieran hoy, seguramente aprobarían si no siempre, los medios, sí los fines últimos, la razón de ser, de movimientos como Stop Desahucios. Lo que amenaza nuestra convivencia política en la actualidad no es el bolchevismo ni el anarquismo comunista, ni siquiera el terrorismo, sino la realización, a toda costa, de la cuenta de beneficios de las grandes empresas y el poder político, disolvente del orden social, (el enemigo público número uno de la “polis” en su sentido aristotélico) que se identifica con ella y las apoya.
Para Adam Smith, como para los neoliberales, el intercambio mercantil no es un mero producto de la Historia, ni algo de lo que se pueda razonablemente prescindir, sino una institución central, natural, inserta en la condición humana. Los seres humanos por su propia condición, desde que existe una economía capaz de producir excedentes (es decir, Civilización) han intercambiado, en condiciones de mayor o menor coerción social, sus bienes y servicios en el Mercado. De hecho para estas ideologías, la superación de las trabas al intercambio de valores equivalentes (trabas como la tradición de las comunidades campesinas pre-capitalistas, o los privilegios de las élites aristocráticas, o el poder despótico de los gobernantes, o la apropiación no económica de la fuerza de trabajo humana, vía esclavitud, servidumbre, vínculo familiar, religioso, etcétera), esta superación es la que marca la marcha de la historia y del progreso. Sin embargo, que el mercado haya existido desde el Neolítico no avala esta visión. Lo que caracteriza a nuestra sociedad, desde la Revolución Industrial del siglo XVIII, no es que los seres humanos compren y vendan en condiciones cada vez más “libres” sus bienes, sino que este intercambio de valores equivalentes ha ocupado un lugar central, desplazando hasta amenazar en su existencia a las otras lógicas aglutinantes dominantes hasta entonces, un lugar privilegiado que nunca había tenido antes.
¿Puede seguir definiéndose como natural una institución como el Mercado, que ha jugado un papel tan periférico en todas las sociedades humanas, hasta el advenimiento del capitalismo industrial? El mercader en el mundo antiguo y medieval es, en sentido estricto, un viajero; alguien que viene de fuera; un extraño, ajeno en el fondo, a las instituciones sociales de los hombres con quienes trata. El resto de bienes intercambiados a corta distancia, o entre el campo y la ciudad, son productos y servicios artesanales y agrarios, sujetos a los estrictos reglamentos y normas de los Gremios o a las Tradiciones y el ciclo agrícola de Señores y Campesinos. Cuenta George Duby cómo los señores pre-feudales y feudales franceses recorrían sus dominios, según la estación del año, para consumir los excedentes en sus castillos, junto a una nube de criados, clérigos, parientes pobres y clientes de toda laya. Lo natural nunca fue, no podía serlo, el intercambio mercantil, sino la conservación de los vínculos humanos que constituyen, en el fondo, toda sociedad política.
Lo que hay en mi opinión, en el fondo de estas ideologías liberales, es un reduccionismo y bastantes malentendidos (compartidos, por cierto, por Marx, que tanto debe al pensamiento liberal de David Ricardo). Al describir el valor económico de un bien, Adam Smith distinguía entre su valor de uso y su valor de cambio. El valor de uso de una casa es, por ejemplo, guarecer del frío y del calor y proteger a sus ocupantes, sus vidas, sus bienes, etcétera. Porque las cosas nos son útiles, de un modo real o artificial, las buscamos y estamos dispuestos a pagar por ellas un precio. Sin embargo, Adam Smith y el liberalismo económico no tenían en cuenta un componente fundamental en la utilidad de las cosas que, a la larga, podía y debía entrar en contradicción con su valor de cambio: en efecto, el valor de uso de la ropa es cubrir el cuerpo no sólo del frío o del calor, sino en primer lugar, de la mirada de los otros. Del mismo modo, una casa no sólo nos sirve para protegernos del clima y los ladrones, sino para realizar nuestros vínculos sociales (con los padres, los hijos, los allegados, etcétera). Desnudez e intemperie amenazan, no sólo ni principalmente nuestra supervivencia física (siempre existe la posibilidad de un Diógenes de Sínope, a medio camino, diría Aristóteles, entre una bestia salvaje y un Dios), sino la propia sociedad humana. La posibilidad de la desnudez y el desahucio va en contra de nuestra naturaleza social y política, tal y como la definía el mismo Aristóteles, tan caro a los conservadores de todos los tiempos. Al colocar todos los bienes y las relaciones humanas bajo la lógica exclusiva del intercambio (en detrimento de la lógica de la reciprocidad, que aglutina a los miembros de la misma comunidad doméstica, fratría, etcétera, o de la lógica de la redistribución, que vincula a los individuos y grupos domésticos con el Estado o su equivalente, Iglesia, etcétera), al poner el Mercado en el centro se amenaza la existencia misma de la sociedad humana. Es como si los extranjeros se hubiesen apoderado de la ciudad. En el fondo, la lógica del Mercado es la de un poder de ocupación.
Cada vez que en España se desahucia a una familia por impago forzoso (no querido), se desahucia a toda la sociedad. Es como si, llegado el caso, a todas las personas que han comprado su ropa y no han podido pagar un plazo se las desnudara en plena calle para que la restituyesen a su legítimo propietario. Las personas, las familias, sin casa, quedan inmediatamente fuera, desnudas, a la intemperie de una parte de sus vínculos sociales, humanos. Por lo tanto, su proliferación constituye una amenaza para la conservación de los vínculos humanos mismos. ¿Podría existir una sociedad civil en España si una mayoría creciente de ciudadanos se viese forzada a ir desnuda por la calle por no poder pagar puntualmente su ropa?
Sin embargo, esto encierra una esperanza: los movimientos anti-desahucios y otros similares son, seguramente en la inconsciencia de sus simpatizantes y promotores, profundamente conservadores y, por lo tanto, revolucionarios frente al Mercado que amenaza la pervivencia de nuestra sociedad. Estos movimientos pueden aglutinar cada vez más apoyos, siempre que eludan la violencia y la provocación. Los que amenazan a nuestra sociedad, hoy por hoy, no están en las barricadas (que el poder militar del Estado y sus allegados ha vuelto ilusorias), sino en los despachos de las grandes empresas y los Ministerios. Las únicas fuerzas capaces de conservar nuestro mundo humano son las que protestan y se movilizan cada vez que, en nombre del valor de las cosas, se amenaza y se destruye el valor no de las personas, sino de las relaciones humanas. Conservadores de todos los países, ¡uníos!

Conservadores

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