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«Sorgo Rojo», Mo Yan

Por Andrés Expósito , 8 marzo, 2014

Aplaudir el discurso narrativo y la elocuente rebeldía e incesante elucubración del escritor chino y premio Nobel, Mo Yan, no aporta novedad o enriquecedora gota al pozo del conocimiento histórico, pues quién, en una u otra obra haya podido deslizarse  por las escenificadas conductas humanas, o las condiciones marginales y dictatoriales del mundo narrado y referido en el papel en blanco  que ha impregnado el escritor, cualquier leve o extensa alusión a ello, no es más que una perorata repetitiva y reiterada, con semejanza a muchas ya disertadas en múltiples y concurridos periódicos, revistas, medios informativos, o coloquios de barra de bar, mesas redondas y cumbres literarias, y sin embargo, mi particular perorata, no más adecuada ni excelsa que ninguna, una más, en esa montaña inacabada, se inmiscuye y dirige hacia varios apartados, entre ellos, esa costumbre y sacrificio oriental en el que con ahínco y repetición nos muestra y susurra Mo Yan, en su novela “Sorgo Rojo”, esa perfecta metáfora de la opresión dictatorial, que es vendar los pies de las mujeres desde niñas, dejando libre el dedo gordo, hasta que los huesos de las demás dedos se rompan y plieguen hacía atrás, forjando el seductor y encantador contoneo de sus cinturas, ese serpentino embelesamiento y perenne ritual, y empedernido gesto de apareamiento, hermosa flor que cabalga a lomos de la brisa, una de las mayores aberraciones infringidas a un ser humano, en este caso a las mujeres.

También la clarificadora y sugerente novela reporta, como su propio título subraya, como protagonista ambiental, el sorgo rojo, ese recurrido ingrediente con que elaborar gustosos y briosos vinos, también, por otro lado, herramienta fructífera en la lucha por la supervivencia en la época de la invasión japonesa, en esos extensos e inabarcables campos de sorgo, y como en el laberinto del Minotauro, haría falta, sin duda alguna, el hilo de Ariadna para desenredar el camino andado en ese espeso y rojizo sorgo, y donde los nipones no solo sufrían perdidas interminables por la desorientación al adentrarse en esos extensos campos, sino que quedaban desvalidos y acribillados ante el impensado e improvisado asalto de nimias resistencias de aguerridos campesinos o bandidos.

El carácter y el protagonismo rural que emerge y adorna la narración, impregna desde el más incrédulo y simple matiz, composiciones de las más bellas melodías literarias, como por ejemplo, al describir una poza apestosa y sangrienta: “Un hedor acre se alzaba de la poza y un brillo increíble, escarlata, quebrantado por el sorgo rojo que crecía detrás, surgió de una mancha de sangre purpúrea, entre las plantas acuáticas”; y como se ha dicho, todo ello, elabora una trepidante, emotiva, familiar, y rural, y mágico riachuelo que se desliza ante nuestros ojos, apartando inimaginables aromas, desconcertantes sabores, inquietantes imágenes, y en cada una de las orillas donde la novela asienta o esboza mayores y redundantes trazos, nos muestra la visión más cruel, pero también la fábula y la palabra como ejercicio y arte ineludible de la rebeldía ante la más insolente y degradante dictadura, de inacabable lucha contra el remoto y siempre presente neoliberalismo, y además, esa sapiencia infinita de quién, por otro lado, se sabe conocedor y experimentado en todo lo que escribe.

El camino descrito a lo largo de “Sorgo Rojo”, es el ineludible sendero de la vida, de la lucha inconmensurable, frenética y desgarrada, de la caída irremediable, y al tiempo, de levantarse ante todo y por todo, que nada hacemos en el sucio y deplorable suelo con la queja componiendo una absurda melodía.  De nada sirve.  La vida ocurre igual, prosigue, solo asistimos a ella una vez.

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