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SOCIOLOGÍA, IMAGINACIÓN COMPRESIVA, NO CIENCIA EXPLICATIVA

Por Eduardo Zeind Palafox , 15 agosto, 2015

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LECCIÓN 10: SOCIOLOGÍA, IMAGINACIÓN COMPRESIVA, NO CIENCIA EXPLICATIVA

Eduardo Zeind Palafox

El jurista frecuentemente encuentra la solución justa de un problema jurídico

antes que la legal, y desde ese momento sus esfuerzos tienden a que esta

 última coincida con aquélla.

Rafael Preciado Hernández, El fundamento del imperativo jurídico

 

Las ciencias más simples, las que tratan objetos sin voluntad o albedrío, como la física o la matemática, esgrimen lenguajes burdos y fáciles de leer, para ingenuos, y las complejas, como la sociología o la historia, necesitan un vocabulario matizado y conceptos intrincados para no crear los fútiles silogismos que Francis Bacon, que es uno de tantos padres de la modernidad científica, desacreditó con sus reflexiones epistemológicas. El léxico científico, no esculpido por la filosofía, sólo es útil en la zona de conocimientos que clasifica, pero al moverse a otra pierde su significación. El filosófico, en parangón, aspira a ser preciso en cualquier sitio.

Las ciencias todas conforman eso a lo que denominamos mundo, que es objeto de análisis del sociólogo o filósofo moral, que se abstendrá, para hacer útil su labor a todos, de crear una palabrería que al ser levemente zarandeada pierda su simbolismo. La adecuación de la mente al mundo, a las cosas que en éste hay, engendra símbolos, que son objetos imprecisos con los que conocemos de somero modo lo que nos envuelve y presiona. Y he aquí que la simbolización, aunque inevitable, es fácil de controlar si urdimos sistemas filosóficos que emparejen, digamos, los símbolos de las variadas ciencias, que afanan poseer fragmentos de verdad. Todo símbolo es caprichoso, inestable, pero domesticable, como los animales.

La filosofía, ha dicho José Ortega y Gasset, es un “sistema integral de actitudes intelectuales en el cual se organiza metódicamente la aspiración al conocimiento absoluto”. Sistema, esto es, orden total e ideal. Ante tal totalidad es menester contar con una actitud, postura, o sea, perspectiva, que siempre es el punto de inicio de nuestros métodos de investigación. Y resulta que de todos es sabido que es imperioso, como enseñó antaño San Pablo, ser “separado” de la turbamulta “for obedience to the faith” para poder observar lo invisible, para “creer” en ello y expandir el contorno de nuestro mundo.

Fue Ortega y Gasset un filósofo de espíritu sociológico que siempre decía que nuestra mente presiente que lo que percibe, naturaleza o ciudad, “umbra Dei”, está incompleto, roto o inacabado, y que por tal razón nos fue dada la imaginación, que sirve para dar remate a nuestras pesquisas intelectuales. Mas la ciencia empírica, que supone que la materia es el fondo de todo, fatal enemiga de la imaginación, como la zorra sonríe ante las altas uvas imposibles de allegar para ella, según didáctico ejemplo del citado madrileño, y desdeña cualquier teorización orientada a tocarlas o a explicarlas.

Este nuestro orteguiano y lento rodeo nos lleva a meditar la diferencia que hay entre “explicar” y “comprender”. El sociólogo, hasta hoy, ha querido explicar lo que debe ser comprendido, y ha pretendido convertir a los hombres en frutos. Tan funesta actitud intelectual es infructífera, inútil para ir allende de lo obvio. Muchas vaciedades afirman los sociólogos frutales, los que trocan a los individuos en productos de ciertas fuerzas desconocidas, fuerzas que por ende obligan a echar mano de términos o conceptos vacíos.

La mente del sociólogo estricto, grave, que se educó en los libros de la naturaleza, en los humanos y en los divinos, es decir, que ha estudiado lógica, teología y arte, bien puede ser dos cosas a la vez: “tabula rasa” o espejo para los objetos, que son explicables, y “lumen naturale” o teoría para los sujetos, que son comprensibles. Los objetos explicables, o que pueden ser inducidos, explica Francis Bacon, pueden enumerarse, cotejarse, graduarse y cribarse, pero los comprensibles no. Éstos se comprenden, se conocen por lo que no hacen, que no por lo que hacen. Muy cierto es lo dicho por San Agustín, gran conocedor del corazón humano: “Si fallor, sum”.

No hay en toda la Creación ser más dado al error que el hombre, y ninguno más cerca de las verdades absolutas. Nuestras labores espirituales, por ser más altas que las vegetales y animales, mucho yerran y mucho aciertan donde ninguna zorra acertaría. Pero los empiristas, viendo tan maltratadas sus ciencias, sus zorrunas y perspicaces interpretaciones del mundo, con admirables e indoctos esfuerzos han procurado soslayar el yerro, “salvar las apariencias”, y nos han heredado la terrible costumbre de dedicar más horas al estudio de los mecanismos cognoscitivos que a lo que debe conocerse.

Es posible comprenderse a sí mismo, pero no explicarse a sí mismo. Esto último es como trazar frente al espejo con el dedo índice de nuestra mano derecha los movimientos que hace el dedo índice de nuestra mano derecha, vulgar diversión de mimos, que simulan tocar una realidad que ellos mismos se crean, como el empirista. Los supuestos de los materialistas, métodos y teorías, acaban siendo creencias, conjeturas del “ser”, mezcla de esencia, existencia, función y teleología. El “se”, ha dicho el erudito Juan Zaragüeta, es el pronombre de las masas, que prefieren decir “se dice”, “se hace” o “se cree” a decir “digo”, “hago” y “creo”.

El método empírico, pensó Bacon, nos hace saltar del experimento a lo general, acto inadecuado al explicar y desastroso al comprender. Observamos, o mejor dicho, leemos las piedras, que no hablan, pero escuchamos a la gente. Y es el oído un sentido que nos obliga a conocer mediante el rodeo ascendente, que dice Ortega y Gasset transforma lo difícil, opaco o riguroso en algo comprensible.

Rememoremos veloces lo que pensadores de fuste han dictaminado sobre el tema de nuestro escrito. Mas antes volvamos a recorrer con mirada de caballero las armas que nuestro libre pensamiento, dios cojo como Hefesto, nos ha fraguado. El sociólogo, lo decimos ya sin miramientos, no investiga cual sociólogo, sino como cualquier otro escrutador, como psicólogo, historiador, filósofo o etnólogo. Todo acontecer social es incompleto y necesita de la imaginación para poder decir algo importante. Lo que el hecho social dice no se explica, se comprende, logro sólo posible filosofando, haciendo que la economía, por ejemplo, que se jacta de imparcial, sea raíz del clasismo.

Lo que se comprende no se conoce directamente, sino rodeándolo. Gastón Bachelard, de admirable paciencia para recolectar casos dignos del estudio, cual pedagogo escribió que el científico, sin notarlo, atribuye perfección a lo que le interesa, entidad que le parece admirable y elevada, es decir, una cuasi mónada, usando la lengua de Leibniz. Platón derivó de las “ideas” todo lo demás y Marx de la “historia” todo acaecimiento social, actitud que delata que ambos autores creían en la existencia de una visión omnisciente, “separada” del todo y muy capaz de deletrear sin dar rodeos, como Shakespeare, todo lo humano. Pero el mundo social, no hecho de estatuas de piedra, sino de hombres, no es parte del Universo, sino de un “Multiverso”, como ha dicho Ortega y Gasset. Bachelard, compartiendo idea parecida, bregó contra toda cosmovisión materialista, anticientífica, diciendo:

Un dulce letargo inmoviliza ahora a la experiencia; todas las cuestiones se sosiegan en una vasta Weltanschauung; todas las dificultades se resuelven ante una visión general del mundo, mediante una simple referencia a un principio general de la Naturaleza.

Todo materialismo implica un determinismo y la organización de algo determinado puede explicarse, actividad innecesaria, según tenemos dicho, para la sociología. La sociología, asevera Edgar Morin, debe filosofar o sistematizar lo científico y lo cotidiano, los conceptos y los versos, las creencias y las ocurrencias, historia y novela.

Comenta Morin que la novela es riquísimo hontanar para el sociólogo, lugar donde se encuentran riquezas que el mero análisis científico no halla.  Lacónicamente, repasando novelistas capaces de recogerlo todo, no melindrosos, nos dice:

La novela del siglo XIX, con Balzac, Stendhal, Maupassant, Flaubert, Daudet, Zola, Dickens, Tolstói, Dostoievski, nos proporciona un conocimiento de la vida social inencontrable en las encuestas y en los trabajos sociológicos. (…) Puntualicemos aquí que no se trata de leer una novela con las gafas a priori del sociólogo que va a encontrar la confirmación de su teoría determinista y reduccionista: se trata de descubrir en ella las riquezas que la sociología no puede producir, pero que podría integrar o asimilar. La novela no es simplemente un objeto menor para la sociología. Es portadora de sociología.

¿De qué riquezas habla? De los sentimientos líricos, de las perspectivas cosmológicas, de las imaginerías, de las posturas generacionales y de los dialectos de los ciudadanos de comunidad cualquiera. No es lo mismo oír un dialecto por la pluma de Galdós que hacerlo por la pluma de Menéndez Pidal. Uno lo comprende, lo siente, lo recrea, poetiza, y el otro lo explica, lo medita, lo disecciona.

Es necesario que la sociología se pregunte cuantas veces sea menester qué es un “dato”, que es lo que conforma las informaciones. En 1912 Bertrand Russell dio al público un libro titulado Los Problemas de la Filosofía, donde se examina el concepto de “datos de los sentidos” o “sense-data”. Creía el amigo de Wittgenstein que sólo son datos útiles a la ciencia los que son “simples”, “particulares” y “mentales”, esto es, elementales, originales y legibles. Con tales datos es posible, pensó, recrear el mundo, que nunca puede ser visto directamente, sino a través de descripciones. Resultados del desatender las advertencias del genial inglés son las filosofías existencialistas y las críticas sociales de moda, que redicen lo que nadie ignora y que explican lo que todos ven, pero que no sirven para comprender el mundo.

¿Era necesario un Simmel para explicar la moda? ¿Sólo Veblen podía satirizar a los ociosos? ¿Únicamente Heidegger pudo señalar que vivimos arrastrando nuestra circunstancia? Escritores de tal estofa, véase, explicando lo que debe comprenderse hacen obras de teatro que quieren pasar por filosofías. Explicó Veblen que el vestido de la clase rica quiere decir que ésta puede derrochar dineros sin tener que sudar, conocimiento que cualquier tendero francés maneja. Baudelaire, en cambio, dice Berman, comprendió que el vestido es el único cuerpo con voz en las metrópolis. No hay, afirmamos para no fatigar más la vista y la memoria del lector, “sociología pura”, sino sociologías que organizan “metódicamente la aspiración al conocimiento absoluto”, que no está hecho de individuos, sino de obras hechas por individuos, obras que hay que comprender, o sea, que imaginar.

Fuentes de consulta:

BACHELAR, Gaston, La formación del espíritu científico, Siglo Veintiuno Editores, México, D.F., 1997.

MORIN, Edgar, Sociología, Editorial Tecnos, Madrid, 2000.

MARÍAS, Julián, Historia de la Filosofía, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid, 1981.

ORTEGA Y GASSET, José, ¿Qué es la filosofía?, Porrúa, México, D.F., 2004.

TOMASINI, Alejandro, Teoría del Conocimiento Clásica y Epistemología Wittgensteiniana, Plaza y Valdés, México, D.F., 2001.

VEBLEN, Thorstein, Teoría de la clase ociosa, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1992.

ZARAGÜETA, Juan, Espiritualidad cristiana, Espasa-Calpe, Madrid, 1967.


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