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Sobre la muerte de un ser querido

Por Ignacio González Barbero , 27 febrero, 2014

 Por Ignacio G. Barbero.

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«La Pietà», de Michelangelo Buonarroti

«…que aunque la vida perdió,/ déjonos harto consuelo/ su memoria”- Jorge Manrique

A pesar de que muchos pensadores y pensadoras han expuesto y exponen que la Filosofía ha de ser una meditación sobre la vida y no sobre la muerte, pues ésta última no es sentida ni “vivida” por el individuo que la “padece», el “postrero paroxismo” -en palabras de Quevedo- ha sido objeto de numerosos estudios y análisis a lo largo de la historia de las ideas. Sin embargo, estas reflexiones han pecado, generalmente, de una perspectiva restrictiva y reduccionista, ya que la muerte es por ellas tratada como un fenómeno que sólo atañe al individuo particular, esto es: un problema que afecta en exclusividad a un sujeto que ha de habérselas con su propia finitud. Una consideración que adolece de la ausencia de una visión de conjunto, pues el deceso de un ser humano (o la mera plausibilidad de que esto suceda) tiene también enormes consecuencias emocionales y existenciales en su entorno afectivo, en las personas apegadas sentimentalmente que le “sobreviven”. Es importante señalar, a modo de aclaración, que estos efectos pueden darse asimismo con motivo de la pérdida de un animal no humano que nos haya acompañado durante muchos años y al que estemos (o estén varias personas) muy unidos; es un dolor exactamente igual en su alcance e importancia y esta incluido en toda reflexión ulterior.

Vemos, por tanto, que la  muerte -propia o ajena- es un hecho que afecta e incumbe a muchos y ha de ser pensada teniendo ese dato en cuenta. Es lo que humildemente me propongo. Para ello, voy a estructurar temporalmente el fenómeno de la muerte en tres partes: el antes/la posibilidad, el durante/la desaparición del otro, el después/la asunción. Y la parte central tendrá dos secciones: una que aborde el fallecimiento por enfermedad degenerativa o “esperado” y otra el repentino o imprevisible. Parto de mi experiencia personal e intransferible para elaborar el análisis (un sui generis método fenomenológico); única manera genuina, auténtica y sin artificios retóricos de tratar esta cuestión, a mi juicio. Asumo los límites establecidos por mi carácter.

La posibilidad

Un ser vivo puede morir. No descubrimos nada afirmándolo, lo llevamos con nosotros en el día a día, pero es una verdad relativizada a la hora de tratar a los que amamos. Los queremos felices, estables, sanos, y los queremos así siempre. Esa voluntad de eternizar el bienestar del otro es característica del apego afectivo en su más pura manifestación; no podemos ni deseamos analizar la (falta de) lógica de esta intención porque estamos demasiado ocupados amando.

La aparición repentina de una enfermedad díficil de superar, con los síntomas que la acompañan, resulta demoledora tanto para el paciente como para los que estamos a su lado en la vida. A pesar del apoyo incondicional que es prestado, de la alegría que nos esforzamos en contagiar al que sufre la dolencia para que ésta le sea más sobrellevable, la degeneración de la salud de nuestro ser querido convierte en plausible su muerte. Una posibilidad que escalda el corazón, pues uno ve ante sus ojos cómo el otro va desapareciendo y cómo su deceso se va haciendo algo probable. Un ser amado también puede morir.

La muerte

Esperada

Por mucho que uno se haga a la idea y sea consciente de que alguien cercano con una enfermedad incurable va a fallecer, el momento de la desaparición se hace doloroso, aunque, también, tranquilizador. Esta calma es consecuencia de percibir el final del sufrimiento de ese otro que ha pasado por un constante cúmulo de penas físicas y ahora se “libera”. Siempre queremos lo mejor para él o ella y, en consecuencia, el final de su vida es visto como el final de su calvario, como algo “bueno”. La aflicción posterior es inevitable, mas es una aflicción callada y comprensiva, que se ha hecho cargo de la indiscutible y “necesaria” mortalidad del amado.

Inesperada

El golpe emocional que supone la muerte repentina de un ser querido no tiene igual en el conjunto de traumas humanos. No hay explicación, no vemos lógica ni sentido y, por tanto, nuestra identidad es lacerada sin más de arriba a abajo y nuestra resistencia emocional y psicológica es puesta a prueba. Una sublime congoja nos arrebata, porque el amado al que queríamos bien, una “realidad” con la que contábamos, ha desaparecido sin “despedirse”; el mundo se ha vuelto extraño, incómodo y hostil en un sólo instante. Y no hay vuelta atrás. Superar esta violencia existencial exige trabajo, tiempo y mucho amor por parte de los que nos rodean.

Y después, la vida

“El muerto al hoyo y el vivo al bollo” reza el aserto popular. Palabras que no están exentas de razón. El tiempo avanza inexorable y uno no puede encerrarse en el desconsuelo; tiene que seguir viviendo, a pesar de las circunstancias, a pesar del duelo. Se hace muy díficil en los primeros días y semanas, pues el intenso deseo de volver a estar con el ser amado se topa con la macabra y dura realidad, que no entiende de exigencias subjetivas. Sin embargo, la existencia nuestra, eso que pasa mientras estamos haciendo otros planes, acaba acostumbrándose a la ausencia del otro. Empero, en muchas ocasiones, especialmente en las personas que han perdido súbitamente a un ser querido, este proceso sólo significa una huida hacia adelante; la herida, la congoja, sigue abierta, pero debajo de la venda del tiempo (que no siempre cura). Hablamos de una herida que, quizá, no cicatrice jamás.

La memoria ayuda a atenuarla, a anestesiarla. La evocación de recuerdos, que hacen presente la imagen de un ser desaparecido, sosiega la pena, aunque no la elimine, porque la nostalgia, el dolor causado por esa vuelta -anhelada- al pasado, es inevitable. En consecuencia, para que esta serenidad consolatoria y terapéutica acontezca en nosotros tiene que haber pasado un largo período de tiempo, el cual, en la mayoría de los casos, habrá borrado casi todo recuerdo triste y traumático y nos habrá preparado para poder asumir el coste emocional de retornar en nuestro viaje vital y visitar a nuestro ser amado, que siempre, en el fondo, estará presente: no desaparecerá hasta que sea olvidado por todas y cada una de las personas que le conocieron.


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