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Saltar los muros

Por José Luis Muñoz , 10 febrero, 2017

Hace muchos años (creo que gobernaba la primera potencia mundial George Bush padre, el más inteligente de la dinastía, así es que hace una eternidad de ello) cogí, contraviniendo todos los prudentes consejos en contra que se daban, un taxi en México D.F. porque diluviaba a mares: que me secuestraran era una posibilidad remota; mojarme era una realidad palpable. El taxista no sólo no resultó ser un secuestrador de turistas sino que además era un ameno conversador. Durante el trayecto, que fue largo porque con la lluvia, como sucede en todo el mundo, los semáforos aún funcionan peor, estuvimos hablando de fronteras (una de mis particulares obsesiones, por algo he publicado una novela que se llama La Frontera Sur y por la misma razón vivo prácticamente en la frontera), concretamente la que separa Estados Unidos de México y en la que ya por entonces los gringos habían alzado un muro que empezaba en Tijuana. Ese taxista mexicano dicharachero, que físicamente no era gran cosa, me comentó que ya podían los gringos poner todos los muros que quisieran que ellos, los mexicanos y todos los que se aglomeran en esa línea divisoria, los iban a saltar. Poner puertas al hambre es tan absurdo como ponérselas al campo.
Me acuerdo de la anécdota porque cobra relevancia y actualidad en estos momentos en que un personaje estrambótico llamado Donald Trump, asiduo de la prensa del corazón y hasta ahora conocido por tener en la Quinta Avenida neoyorquina un rascacielos de gusto nauseabundo, ha sido elegido por millones de votantes norteamericanos para presidir en los próximos cuatro años el país más poderoso del mundo, y en sus declaraciones xenófobas de campaña clamaba contra esos mexicanos delincuentes que violaban, robaban y asesinaban, frente a los que iba a levantar un nuevo muro (prolongar de costa a costa el existente, querrá decir, porque el muro hace décadas que existe) y expulsarlos del paraíso que era suyo (conviene recordar que el vecino del norte hurtó por la fuerza de las armas ingentes territorios al vecino del sur).
Se acaba de estrenar en España una película mexicana que parece dedicada al presidente electo de los Estados Unidos; se llama Desierto y la dirige un mexicano nacido en D.F., Jonás Cuarón, hijo de otro cineasta mexicano, Alfonso Cuarón, que alcanzó notoriedad precisamente rodando en Estados Unidos con presupuesto millonario la película Gravity (mexicanos talentosos, Mr. Trump, como Alejandro González Iñárritu, el director de El renacido, que no son ni traficantes de drogas, ni ladrones, ni violadores, ni asesinos, tan honrados como los millones que trabajan a destajo en los campos de labor de ese inmenso país de emigrantes por sueldos de miseria).
Pues bien, volviendo a esa película, que es un western ambientado en la época actual, diré que tiene dos protagonistas antagónicos: el mexicano que quiere entrar en Estados Unidos ilegalmente, cruzando una valla de espinos, no un muro, porque en ese lugar el muro letal es el propio desierto; y un cazador de ilegales (seguro votante de Trump, defensor a ultranza de la segunda enmienda, miembro de la Asociación Nacional del Rifle) que literalmente los caza con su carabina y un perro que es tan feroz como su amo. La parábola de la película es que el mexicano (Gael García Bernal), que no es muy fuerte, que es como ese taxista de D.F. que me dijo que iba a saltar cualquier muro que le pusiera en su camino el vecino del norte, vence con inteligencia y constancia a la fuerza bruta de ese rudo vaquero asesino que tiene el físico imponente de Jeffrey Dean Morgan (The Walking Dead), un tipo que se cree que Estados Unidos es su propiedad privada y vela para que no sea invadido, como el propietario del terreno que vigila que nadie sobrepase sus lindes.
Aconsejo a los Cuarón, padre e hijo, que envuelvan la película y se la envíen como regalo al nuevo inquilino de la Casa Blanca.

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