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Relativismo cultural, psicologismo y metafísica, enemigos de la investigación de mercados

Por Eduardo Zeind Palafox , 17 agosto, 2017

 

Por Eduardo Zeind Palafox

Investigador de mercados en BILD SMC

 

Las agencias de investigación de mercado de México siguen, creo, atascadas en el relativismo cultural, en el psicologismo y en la verborrea metafísica. Siguen hablando de lo mexicano, de lo californiano, como quien habla de sustancias. Siguen hablando de amores, miedos, deseos y cuantimás como quien habla de objetos. Siguen hablando, finalmente, de fuerzas sociales, económicas, como el físico que habla de los astros, los átomos, las corrientes marinas y las ventiscas solanas.

Cultura, psique e ideas metafísicas, allende lo que puede percibirse, pertenecen al mundo de los vacuos conceptos. Con éstos, se sabe, no se crea conocimiento nuevo, sino se perfecciona el que ya se tiene. Las empresas, así, gastan sus pecuniarios sudores en investigadores que siempre dicen las mismas cosas.

Con conceptos vacíos, sin contenidos, sin experiencia, es imposible sintetizar saberes, agrandar la ciencia. Sólo la experiencia, se sabe, logra ensanchar los horizontes científicos. Los investigadores de mercado, atendiendo lo dicho, gustan de la experimentación, pero yerran al experimentar al modo naturalista, es decir, creyendo que los sucesos sociales pueden captarse inmediatamente, sin esfuerzos hermenéuticos, sin hallar «conexiones», como decía Dilthey, entre lo histórico, lo político y lo lingüístico, digamos.

De poco sirve oír o entrevistar a la gente si no tenemos oído de lingüista. Que diez personas afirmen que México es un desastre, además de angustiarnos, debe invitarnos a reflexionar la palabra «desastre», que viene de la idea de desorden astral. ¿A qué filosofía pertenece el afán de predecir el mañana leyendo constelaciones y voladoras piedras? Hay en la palabra, luego, cargas alegóricas, experiencias simbolizadas. Éstas, estudiadas con mentalidad fenomenológica, nos descubren los modos en los que las culturas escogen y desdeñan tales o cuales categorías intelectuales, el proceso electivo que determina la manera en la que piensan los miembros de cada sociedad.

Todos, todos los días, enjuiciamos con las categorías «universal», «singular», «claro», «ambiguo», «esencia», «necesidad», etc., y dicho hacer es configurado, lo sepamos o no, por la cultura en que vivimos. Un ejemplo bíblico ilustrará lo afirmado. En el Libro I de los Macabeos, capítulo 1, versículos 42 y 43, leemos: «Todos los paganos acataron el edicto real y muchos israelitas aceptaron el culto, sacrificaron a los ídolos y profanaron el sábado». La palabra «culto», pensamos, representa a la categoría «esencia», y la palabra «ídolos» es contraria a «universal» (monoteísmo), y la palabra «sábado» representa la idea de «tiempo». ¿Qué vida es la del que perdió esencias, generalidades y fechas históricas?

Recordemos que el ser humano, nimio, una bagatela delante del universo, desea comprender lo circundante, y que para hacerlo reduce las informaciones recibidas a símbolos. Los símbolos, si el lector nos permite definir abigarradamente, son cosas tenidas por objetos substanciales (la hostia), simples o puras (sangre de Jesús), libres (Espíritu Santo) y únicas (productos del «ens realissimum»).

Las agencias de investigación supradichas, por estar obnubiladas por el relativismo lingüístico (proponen insertar barbarismos en la publicidad de sus clientes, barbarismos que no comprenden), por la jerga de la psicología popular y la metafísica católica, sólo pueden percibir modismos, sospechar burdamente sentimientos y remitirse a la tradición cristiana, pero no captar lo que está debajo de los símbolos con los que toda sociedad expresa sus sentires.

De Gershom Scholem podemos aprender el arte de interpretar fenomenológicamente la historia, ese baúl de verdades sociológicas. Él, preguntado por escrutadores honestos de los mercados, sostendría que un público que gusta de la obra de Kafka, obra enraizada en el misticismo judío, amigo de claves, mensajes divinos inarticulados y paradojas paulinas, es un público realmente monoteísta, sea creyente o no, en el que imperan las categorías de «totalidad» (Borges diría «infinito»), «negatividad» (Borges diría «postergación») y «simultaneidad».

Donde la noción de «simultaneidad» («Zugleichsein») señorea, enseña Kierkegaard, los símbolos religiosos se actualizan. Ejemplo: las viejas pinturas de santos, los rosarios, las palabras de algún evangelio y la arquitectura vetusta, estando frente a la comunidad, la iglesia, no pierden su sustantividad por haber nacido en siglos lejanos, sino que siguen ostentando los poderes que les confirieron cuando nacieron. Una décima de Antonio A. Gil refuerza lo mentado, pues dice: «Cambia de sabor el vino/ cuando no hay con quién brindar». ¿Alguna agencia de las criticadas ha investigado el correlato de los sabores, es decir, el otro sabor del vino, de la sopa o del refresco, el que nace cuando estamos bien acompañados?–

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