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Recortes, revolución y sentido común.

Por Carlos Almira , 26 abril, 2014

El retroceso electoral del Partido Socialista en Francia en las últimas elecciones municipales, obligó a una remodelación de Gobierno, que ahora preside el señor Manuel Valls. Una de las primeras medidas adoptadas por el nuevo ejecutivo ha sido la elaboración de un plan de recortes en el gasto público (sueldos de funcionarios y partidas sociales del Presupuesto), para cumplir el objetivo de Déficit “acordado” con Bruselas y relanzar la competitividad del país. Frente a esto, algunos (¿muchos, pocos, suficientes?) diputados del propio Partido Socialista de Hollande se han “rebelado” exigiendo un recorte más suave, además de medidas de ajuste fiscal que afecten también a las grandes empresas. Aparte este contratiempo, previsible hasta cierto punto, la política de austeridad parece la única posible, incluso cuando gobierna la social-democracia (no se olvide que la señora Ángela Merckel, que gobernó Alemania en coalición con el defenestrado partido Liberal, lo hace ahora con el apoyo del Partido Socialdemócrata). Las diferencias entre unos y otros, entre neoliberales y conservadores, por una parte, y social-reformistas por otra, afecta a los matices, si se quiere a la distinta sensibilidad social, pero no implica un modelo alternativo de fondo. Esto último sería revolucionario y, como es sabido, desde sus orígenes en Alemania (Bernstein), en Francia (Jaurés), etcétera, la socialdemocracia se define por optar por la vía reformista: acceso al poder mediante elecciones; recurso a la huelga, incluso a la huelga general, no revolucionaria; asunción, cada vez más evidente, de las verdades “naturales” del Capitalismo, como son la propiedad privada y el libre mercado, y opción por una redistribución pacífica y legal de la Renta a través de una fiscalidad progresiva, etcétera. En el caso actual de Francia, salvados estos matices, el Partido Socialista de Hollande impondrá su propia vía de ajuste presupuestario, con algún que otro diputado díscolo (y por cierto, con el apoyo ya anunciado de diputados de la derecha), no sólo porque se lo marquen las circunstancias económicas o la presión de Bruselas, o los intereses “alemanes”, sino porque, desde su origen, está en su A.D.N. político que el Socialismo es algo trasnochado e ineficaz, y debe ser sustituido como objetivo político por la mera “Justicia Social” dentro del orden “natural” de una economía de mercado.
Hay pues, un sentido común del que las grandes opciones políticas actuales, en Francia y en general, en Europa, participan, algunos de cuyos puntos son: a) que lo prioritario es el crecimiento económico (ya que sin él, el Estado tampoco tendrá recursos para desarrollar sus políticas sociales); b) que este crecimiento económico, tal y como lo hemos conocido al menos desde la Primera Revolución Industrial, es inseparable de la competitividad de las empresas (privadas y públicas), uno de cuyos elementos fundamentales son los costes de producción; c) que no se puede gastar indefinidamente más de lo que se ingresa (ya se trate de las familias, las empresas o el Estado), pues esto, además de la clásica quiebra, conduce a una huida de las inversiones, del Capital, que además en una economía globalizada tiene a su disposición el mundo entero para ubicarse allí donde los factores le son más favorables, inversiones sin las que no es posible el crecimiento ni, por lo tanto, el bienestar social; d) que la austeridad no debe afectar a los intereses de las empresas (léase, las “grandes empresas”), sino a la masa de la población, ya que quien invierte es quien crea la riqueza social (puestos de trabajo, cotizaciones a la Seguridad Social, Créditos, etcétera). En todo esto, que a vista de pájaro parece razonable, hay un acuerdo casi unánime, desde la izquierda reformista hasta (perdóneseme la comparación) el floreciente Frente Nacional en Francia, como en el resto de Europa.
Supongamos que usted tiene unos ahorros, o que ha heredado un pequeño capital; que el sueño de su vida era abrir una pastelería en el centro de su ciudad; este negocio dará trabajo a un dependiente, es posible que a dos; usted aumentará los pedidos de todos sus proveedores, etcétera. Si los sueldos son bajos, si usted puede despedir y contratar libremente, si no hay que hacer mucho papeleo ni pagar impuestos ni cotizaciones laborales exorbitantes, etcétera; en suma, si se dan las mejores circunstancias para que su negocio prospere para usted, entonces seguramente usted invertirá y todos ganaremos. Si no, lo hará en otra parte, o resguardará su dinero en valores más seguros (oro, tierra, obras de arte, etcétera), a la espera de que las condiciones cambien o de que otro más valiente o insensato que usted abra su pastelería o su tienda de ropa.
Como razonó hace siglos Mandeville, el egoísmo individual (y con él, la ambición, la prudencia, el miedo) es el garante último del bienestar colectivo. La suerte de mi vecino sólo me importa en la medida en que va ligada a la mía. Quien no vea esto, dirá un neoliberal como un social demócrata actual, es un ingenuo utopista, y está en la obligación de plantear un modelo alternativo creíble. Ni los Hollande, ni los Rubalcaba lo tienen, ni falta que les hace.
Sin embargo todo esto es falaz. Primero, porque mi vecino además de individuo, es un ser social (nunca existió Robinson Crusoe). Claro que él arriesgará su pequeño capital si tiene ciertas garantías, pero su lógica no será la misma que la de una gran cadena multinacional de establecimientos de alimentación. Para él sus empleados tienen rostro humano (lo que no tiene nada que ver con la grandeza de su alma, sino con el hecho mucho más sencillo, de que todos los días se cruza con ellos, intercambia saludos, padece simpatías y antipatías). Él puede no hacerse empresario pero no puede “borrarse” de su mundo social (con el que, por cierto, mantiene relaciones no sólo de intercambio, sino de redistribución y de reciprocidad). En segundo lugar, lo que es bueno para una gran empresa anónima (para la que los trabajadores, marketing aparte, son tan impersonales como las máquinas en la cuenta de resultados), por ejemplo una subida de impuestos indirectos y una caída consiguiente del consumo, no lo es forzosamente para el pequeño inversor local, sino todo lo contrario: si la gente prospera a su alrededor, él estará mejor en su pastelería, no sólo porque podrá vender más género sino porque su mundo social será mucho más humano y agradable, porque él, a diferencia del ejecutivo o del gran inversor de la cadena de alimentación, vive ahí. Luego, aunque uno y otro coinciden en necesitar unas mismas instituciones económicas: el mercado (libre a la fuerza para el pequeño y oligopólico o monopolístico para el grande); y jurídicas: la libertad de contratación y actuación mercantil, la garantía de la propiedad privada, la herencia, etcétera; a pesar de esto, que se subraya en todos los manuales de Economía (incluidos los Keynesianos), la pequeña empresa y la grande pertenecen a mundos y a lógicas distintas, aunque actúen en el mismo entorno macroeconómico. En rigor, los trabajadores están en el mismo mundo social y de valores que sus vecinos, los pequeños pasteleros, que también carecen de rostro para el gran capital. ¿Es posible que la utopía que buscamos esté ahí, que siempre haya estado delante de nuestras narices y no la hayamos visto? El pequeño Capitalismo es, en esencia, una opción revolucionaria para los intereses del Gran Capital, aunque actúen en el mismo marco. Si esto es así, la izquierda, ahora revolucionaria siquiera en este sentido, debería reajustar los recortes no en pro de una nebulosa utopía social, sino en beneficio del pequeño capitalismo cuyos intereses son tan antitéticos con el gran capitalismo como los de los trabajadores. Esto, aunque de una forma sesgada e hipócrita, es lo que supo ver en su día el fascismo, y en la actualidad sus herederos del Frente Nacional y tantos otros: pero el fascismo y el nazismo lo escamotearon identificando falazmente al pastelero como alemán, italiano, francés, etcétera.
Yo, francamente, prefiero por puro egoísmo el bienestar de mi vecino, sea trabajador, autónomo, o pequeño empresario, que la buena marcha de la General Motors. Pero no porque sea español sino porque me cruzo con él todos los días, y porque la felicidad, como la desgracia, a la larga es algo contagioso. Me importa muy poco que la General Motors quiebre, si hay un poder público, soberano, que me protege de ello y no me hace pagar las consecuencias.
Señor Holland: el mundo en que vivimos ya tiene su mañana encerrado, escondido en su presente; mire a su alrededor; el mañana es revolucionario si sirve a todos y no a unos pocos; haga sus reformas: aumente los impuestos a las grandes empresas; aumente el salario mínimo y las garantías de los trabajadores que le han votado; reduzca los impuestos indirectos; si le amenazan con la deslocalización, ciérreles los mercados; amenace usted con salir del euro, o mejor, saque a Francia de la trampa de la “moneda común”; revise sus aranceles; permita a los franceses, no por serlo sino por tener rostro humano y ser sus “vecinos”, abrir negocios en buenas condiciones, trabajar en condiciones dignas; saque a la zorra del gallinero (a las gallinas no les importa la suerte de la zorra); sea revolucionario; reestructure la deuda, monetice los títulos que obran en manos de grandes inversores para reactivar los precios. Quién sabe si, al beneficiar usted al pastelero de Poitiers, no estará alentando también los sueños del pequeño mercero de Bruselas, de Cracovia; no estará usted poniendo los cimientos de, esta vez sí, una nueva Europa.
Y la señora Le Pen y la General Motors, que se jodan lindamente. ¡Pasteleros de todos los países, uníos!

La libertad guiando al Pueblo

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