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Por una segunda Transición.

Por Carlos Almira , 26 marzo, 2014

El llamado 15-M y todos los movimientos y manifestaciones que surgieron después (algunos le precedieron), fueron en su momento una expresión inesperada de lo que me atrevo a llamar una crisis de legitimidad. Hasta ese momento, que yo sepa, los regímenes políticos parlamentarios, con partidos, elecciones y gobiernos apoyados en mayorías, sólo habían sido cuestionados por minorías de extrema derecha y de extrema izquierda. Contaban con el asentimiento, siquiera pasivo, de buena parte de la sociedad civil. En base a esto, y como un mecanismo más de refuerzo del discurso, se autodenominaban “democracias”.

La crisis económica derivó de pronto inesperadamente, en una crisis de legitimidad sin precedentes en Europa, e incluso en Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera el movimiento contra la Guerra de Vietnam, ni la revuelta estudiantil de mayo del 68, alcanzaron, creo yo, ni en los hechos ni en los discursos, la profundidad de este cuestionamiento del orden político, salido precisamente de aquella guerra, y reforzado tras la caída del modelo soviético, como la única forma civilizada posible de convivencia humana.

No voy a entrar aquí en la verdad ni en la justicia de esta crítica, me remito a otros escritos. Naturalmente, para quienes aceptaban sin resquicios el modelo político vigente, su cuestionamiento no sólo debía ser excepcional y pasajero, sino denunciado como un peligroso (mal o bienintencionado) caldo de cultivo del “fascismo”, del vandalismo anarco de los anti-sistema y anti-globalización, etcétera. Esta visión apocalíptica y defensiva se veía reforzada además, porque para una parte importante de la opinión pública, la crítica a los políticos se ha confundido con la crítica a los Partidos, o incluso a la Política en general, cuando lo que está en el fondo en entredicho aquí es precisamente, la ocupación (simbólica y material) por una élite económica y política, del Estado y del espacio público, algo que parece inherente al Estado de Partidos.

En el caso de España, nuestra Historia reciente (y no tan reciente) ha dado un sesgo peculiar a esta crisis de legitimidad del Estado de Partidos. Aquí hubo una guerra, seguida de una Dictadura personal, y luego una Transición hacia un sistema parlamentario. La crítica del modelo político vigente no podía despegarse pues, de una revisión profunda de nuestra Historia y nuestra conciencia colectiva, de nuestra memoria del pasado reciente. Me atrevo a decir que por esta razón dicha crisis es más profunda aquí que en otros países con una tradición constitucional liberal. De pronto se ha abierto paso la sospecha de que hemos vivido en una ilusión. Nuestros padres constituyentes eran caciques de partido; jefes de clan aceptados desde hace décadas por una opinión pública desinformada; lobos con piel de cordero. En suma, nuestra Historia reciente ha irrumpido al modo de una catarsis colectiva en nuestra actual vivencia del presente.

La muerte reciente de uno de los artífices de la Transición, Adolfo Suárez, ha puesto de manifiesto la profundidad y las paradojas de la fisura colectiva en que vivimos. Largas, kilométricas colas se han formado ante el mismo Congreso que, en fechas recientes, fuera rodeado casi como la Bastilla, para rendir un último homenaje al primer presidente de la Transición. Primero el Rey y el actual Presidente del Gobierno, y después todos los demás, se han apresurado a mostrar su admiración y sus condolencias públicas, en un conmovedor cierre de filas. Aquellos que esperaban ganar algo de esta crisis de legitimidad, desde la izquierda más o menos vergonzante o carismática, hasta el nacionalismo (incluido el español), se han visto de pronto en una situación embarazosa. No sólo porque no es políticamente rentable (y en este caso, además, no sería justo) hablar mal de los muertos y de su obra, sino porque la gente empieza, creo yo, a estar cansada de clichés bien-pensantes como de maximalismos salvadores. También porque la muerte de Suárez le ha dado a la élite usufructuaria del Estado de Partidos una ocasión excepcional para intentar recomponer parte de la legitimidad perdida, e incluso de volver al redil la conciencia “descarriada” de los españoles que empezaban (empezábamos) a renegar peligrosamente de nuestras instituciones “democráticas”.

Pero la muerte de Suárez podría servirnos para reflexionar con serenidad sobre nuestro presente y sobre el futuro que queremos. Yo sugiero empezar por aceptar al otro con calma, como un interlocutor no sólo válido sino valioso. El sistema político en que vivimos, no nos engañemos, no es una democracia plena. Pero es un punto de partida acaso mejor que lo fue la dictadura del tardo-franquismo para una progresiva democratización no sólo del Estado, sino de la sociedad civil. La Historia no debería forzarse. La Historia demuestra que cuando se transforma violentamente un régimen, por injusto que sea, lo que viene a sustituirlo suele ser peor. Nadie debería arrogarse en esto la posesión de la verdad, de la esencia de la Democracia: ni los defensores ni los detractores del Estado de Partidos están legitimados para imponernos a todos su peculiar solución, ni siquiera por la vía de las urnas

Deberíamos plantearnos un nuevo consenso. Volver a empezar. Pero no de cero, sino desde el reconocimiento y la aceptación no resignada de la situación presente. Nuestros abuelos, hijos de una guerra, lo hicieron con muchas más limitaciones. ¿Qué forma de convivencia nos gustaría construir para las próximas generaciones? ¿Qué modelo, no sólo de Estado, sino de economía y de sociedad queremos para nuestros hijos? Un buen comienzo, se me ocurre, podría ser una reforma en profundidad de la Justicia, en el sentido de garantizar la separación e independencia de poderes, sin la que no sólo no hay Democracia sino ni siquiera un verdadero Estado de Derecho. Otro campo fecundo de acción sería revisar el papel de los Partidos, para abrir la participación política a la sociedad civil. Reformar el mecanismo electoral, en el sentido de acercar a los electores a sus candidatos, que no son los de los aparatos de los Partidos sino los de la ciudadanía que los vota. En fin, replantearse sin estridencias la función y la legitimidad de las instituciones heredadas del tardo-franquismo, como la Corona. Idear fórmulas que protejan a las minorías (la calidad de una Democracia se mide también por el modo en que la mayoría trata a las minorías). Y un largo etcétera.

Aprovechemos la ocasión.

   

Abrazo

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