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Por qué no hay que obedecer siempre las leyes

Por Carlos Almira , 4 octubre, 2017

La mayoría de nosotros ha aceptado, sin cuestionárselo nunca, que cuando en una sociedad, en un grupo humano, no se obedecen y respetan las leyes, entonces viene el caos y el dominio del más fuerte. Por debajo de esta creencia hay, en mi opinión, un asunción del mito del contrato social (ya sea en la versión absolutista de Hobbes, ya en la versión liberal de Locke, ya en la versión democrática de Rousseau). Este mito, simplificadamente, se puede resumir así.

Hay un estado de naturaleza anterior al estado de sociedad o gobierno político, o civil. En este estado, los seres humanos son libres pero estarían expuestos, en todo momento, a una situación de incertidumbre, en su vida y en sus bienes. Y no podrían constituir un mundo humano merecedor de ese nombre. Para salir de esta situación, nuestros antepasados habrían optado por abandonar el estado de naturaleza, cediendo toda o una parte de esa libertad primitiva de la que disfrutaban, derivada de la igualdad de la condición humana, a cambio de reducir la incertidumbre y mejorar, en lo posible, en todos los aspectos, las condiciones de su existencia.

En rigor, nunca ha existido un tal estado de naturaleza en la historia de la humanidad. La Prehistoria humana no es anterior a la cultura ni al orden social normativo. Sólo precede a la aparición del Estado y la vida urbana. Los seres humanos nunca han escogido vivir en sociedad sencillamente porque, en su naturaleza, está el ser sociales. En este sentido riguroso, histórico, la idea del contrato social es un mito.

Sin embargo, el ser humano nunca ha dejado de estar sometido a su propia condición natural. Nuestra principal obligación, y no porque nosotros lo hayamos decidido, sino porque forma parte de lo que somos, de nuestra condición humana, no es con las leyes del Estado sino con nuestra naturaleza. Con nuestro cuerpo y, puesto que somos naturalmente seres sociales, con el cuerpo de cualquier otro ser humano. El estado (llámese España o Cataluña), empieza donde termina nuestro cuerpo.

Por ejemplo: cuando en una sociedad hay individuos que no pueden cubrir sus necesidades básicas, aunque esta situación sea sancionada por las leyes del Estado, estas personas, en lo que a esa situación se refiere, no deben ninguna obediencia esas leyes, sino en este sentido, en primer lugar, a sus cuerpos. Dicho sea de paso, y contrariamente a lo que muchas veces se piensa, no es lo mismo decir que no hay que obedecer siempre las leyes del Estado que decir que hay que obedecer estas leyes sólo cuando a uno le plazca. Porque las razones para escoger otras normas de conducta no son, como queda dicho, necesariamente nuestra voluntad ni nuestro arbitrario capricho.

En este sentido, sí puede decirse (como hace el propio Locke), que el Estado de Naturaleza no desaparece nunca en la sociedad sujeta al gobierno civil. Incluso Puigdemont y Rajoy tienen cuerpos desnudos, y deberían anteponer lo que son ellos, y de paso, lo que somos nosotros, en tanto que seres naturales, a todas sus leyes y a su misma ideología.

El Estado de Naturaleza es nuestra verdadera Constitución. Por cierto, y contrariamente también a lo que mucha gente cree, este estado no es la “ley de la selva”, sino un orden perfectamente normativo y racional, anterior si me apuran, a la Historia misma, y por supuesto al Estado. No ha sido el Estado, sino nuestra propia condición natural (inseparable del lenguaje y el pensamiento simbólicos, como de la sociedad con los otros seres humanos, animales, etcétera), la que nos ha permitido llegar hasta aquí.

A diferencia de esta Constitución Natural, de nuestro cuerpo y el cuerpo desnudo de los otros, la única a la que naturalmente nos debemos, la constitución política es siempre un fruto de la Historia. Con independencia del juicio ético y moral que nos merezca un régimen político (pues evidentemente, no todos son iguales, ni siquiera desde el punto de vista de quien los examina desde su cuerpo), todos los regímenes, incluidos los parlamentarios y democráticos, establecen un orden civil y legal subordinado a la condición humana. En la medida en que las leyes de una democracia pudieran entrar en contradicción con nuestra condición natural, ejemplificada en el cuerpo desnudo, pierden toda vigencia, no se les debe ya obediencia, e incluso estamos en la obligación (de hecho estamos constreñidos a ello) de ignorarlas como si no existieran.

Y aquí empieza el problema. Porque los seres humanos no somos cuerpos desnudos sólo en el sentido de tener que alimentarnos, guarecernos, reproducirnos y curarnos, llegado el caso. Sino también en el sentido de ser seres sociales, afectivos, abiertos por el lenguaje, necesitados de identidad, libertad y dignidad. Y si todos estos aspectos forman parte de nuestra condición natural, anterior al Estado y a la sociedad política (que no a la sociedad en general), entonces cualquier norma civil, incluida la Constitución de un régimen democrático, o la ley aprobada precipitadamente por un parlamento como el de Cataluña, que ya no los salvaguarde, deja automáticamente de tener vigencia para nosotros. Ahora bien, ¿quién está cualificado para decidir en estos casos, sin ser juez y parte? Yo propongo lo siguiente.

Tomemos el cuerpo desnudo como medida de valor para nuestra obediencia. Todas las leyes y formas de aplicación normativa que perjudiquen al cuerpo, que nunca es del Estado, rechacemoslas proporcionalmente a la fuerza con la que se nos quieran imponer. Pues antes que españoles, catalanes o bengalíes, somos seres humanos. Ningún país, ningún trapo flamante o mugriento, vale un solo rasguño en nuestra cara.


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