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Por qué Donald Trump no es Hitler

Por Carlos Almira , 11 febrero, 2017

Hace unos días, la orden presidencial firmada por Donald Trump para prohibir la entrada en los EE.UU. de todos los ciudadanos procedentes de una lista de países, donde predomina la religión islámica, fue paralizada por la Justicia norteamericana. Si Donald Trum, además de ganar unas elecciones y hacerse con el gobierno federal de su país, hubiese llegado realmente al poder (como Lenin en 1917, como Hitler en 1933, salvadas las inmensas diferencias que hay entre ambos personajes históricos, a favor de Lenin), si eso hubiese ocurrido realmente así, el veto judicial a la orden de Trump hubiese sido impensable o, mejor dicho, hubiese caído ipso facto en una completa inoperancia.

Trump, afortunadamente, no es Hitler (por más que, seguramente, en su fondo de imaginario y valores, haya confluencias tan inquietantes, como el nacionalismo visceral, la justificación pseudoreligiosa de la política, o el convencimiento de estar en posesión de una Verdad que excluye cualquier alternativa, cualquier duda, cualquier crítica racional, y que dibuja por definición, los dos campos de que hablara Carl Schmidt para definir la política, como una competencia entre amigos y enemigos, o como un estado de excepción permanente, que tiene sus fuentes últimas en la voluntad del hombre «superior», a saber, en el caso de Donald Trump, en el elegido por el pueblo que, a su vez, está llamado por Dios a cumplir un Destino irrenunciable en la Historia). Con todas estas coincidencias, y seguramente otras muchas que podrían rastrearse y encontrarse, entre los dos personajes, Trump no es Hitler.

Quiero aclarar enseguida una cosa, para que no haya lugar a malentendidos: Mi intuición es que vivimos ahora una situación histórica mucho más peligrosa y potencialmente destructiva, que la del periodo entre las dos guerras mundiales del pasado siglo. La situación me parece como un hombre que, en su infancia, ya era malo, y que ahora ha llegado a su madurez, al umbral de su vida, sin haber mejorado un ápice, pero con las manos mucho más atadas precisamente por las circunstancias que él mismo, en su insobornable maldad, ha ido construyendo a lo largo del tiempo. A saber, las instituciones surgidas de la Segunda Guerra Mundial (que los países del llamado Eje perdieron en el plano militar y político, pero no en el del espíritu), estas instituciones articuladas en torno a dos ejes: la ONU y los dos grandes Bloques enfrentados en la llamada Guerra Fría (con los procesos de descolonización de fondo), son mucho más fuertes que las instituciones también nacidas de otra guerra, la del 1914/18, esto es, en torno a la fantasmal Sociedad de Naciones y el Tratado de Versalles. Cuando Lenin-Stalin, Mussolini, Franco, Hitler, y tantos otros dictadores (salvando en mi opinión, siempre las distancias a favor de Lenin), llegaron al gobierno, casi inmediatamente alcanzaron también el poder, es decir, la capacidad de convertir su voluntad (y su ideología), en fuente de Derecho y en acciones muy reales y concretas: los bolcheviques por ejemplo, pudieron hacerse con todos los Bancos y grandes y medianas empresas de Rusia y sus «Repúblicas hermanas», a menudo pistola en mano. ¿Qué diría hoy Amancio Ortega si Unidos Podemos tras ganar unas elecciones le expropiase todos sus activos en España, a tiros? El caso de Hitler fue más espectacular aún: nada más conseguir, a instancias de Von Papen, que el viejo mariscal Hindemburg le hiciese canciller de Alemania, se las arregló para incendiar el Reichtag, por no hablar de la desdichada Constitución de Weimar. ¿Qué titulares aparecerían hoy en la prensa si Donald Trump hiciese otro tanto con el Capitolio?

Las instituciones tienen su cara visible en los edificios, pero son mucho más que eso. Son normas, recursos, personas, y lo que es aún más importante, una mentalidad más o menos difusa, pero común, según la cual el mundo es impensable sin ellas. Para los grandes dictadores del siglo XX que he mencionado, el mundo era precisamente, si no impensable sí, al menos, indeseable, con las instituciones existentes en su época.

Hay sin embargo, algo en Donald Trump que me llama la atención: como un gran empresario que es, comparte el mundo de valores de los Amancio Ortega y compañía (y toda la caterva de hipócritas que se rasgan las vestiduras por ejemplo, en Europa, por el famoso muro con México y por la islamofobia migratoria de Trump, cuando hace años que practican el apartheid con concertinas en Melilla, o cuando este invierno han tenido a miles de personas tiradas como perros en un basurero, en las fronteras de Hungría y Austria, a menos de 20 grados bajo cero, o cuando no han puesto la más mínima objeción al muro de la vergüenza de Israel en Palestina, y un largo etcétera), Donald Trump, como digo, es igual que estos grandes y no tan grandes empresarios y políticos, al menos en una cosa: consideran que es algo natural en sus empresas y despachos, que ellos manden y que el resto del mundo (obreros, clientes, administración, simples ciudadanos), obedezcamos y sirvamos sus intereses particulares, como si fuesen los intereses no ya de toda la Humanidad, sino de la Razón o del mismísimo Dios. Al llegar a la presidencia de su país (que no al poder sobre sus instituciones), Donald sigue actuando con esa lógica, igual que todos ellos, porque le es algo consubstancial, sólo que en una forma menos cínica, más torpe e intragable para una parte considerable de la opinión pública. Además, en este caso, creo que hay otra cuestión no menos reveladora: con toda su demagogia, su desprecio por la verdad y su oportunismo, creo que este personaje está convencido, no al nivel de la ideología sino al de la simple mentalidad, de buena parte de lo que dice: de que ha sido elegido para defender a «América», cuyo pueblo, como los empleados de sus empresas, son personas trabajadoras y honestas, pero hasta este momento indefensas, que han confíado en él casi como en un padre, para que los defienda del mundo entero, incluidos sus tradicionales aliados, porque se han aprovechado de ellos, porque les «han robado y les siguen robando», porque vienen a matarles, y un largo etcétera. Por eso no entiende, y entra en cólera, cuando la prensa y las instituciones de su propio país, incluida la Justicia, ponen obstáculos a su política xenófoba, ciega, amoral (o mejor dicho, no Ética), y desastrosa (desastrosa para la gente buena y sencilla, pero también para los hipócritas que ahora levantan tímidamente su voz).

En los años de entreguerras, primero se debilitaron las instituciones y enseguida llegaron los hombres y los movimientos que habían de destruirlas. Después de las instituciones viene, de un modo u otro, la guerra. Hoy, en cambio, parece que la situación se ha invertido: primero asoman en el horizonte los hombres y los movimientos que amenazan las instituciones, y luego, en su caso, éstas podrán caer o reformarse. En mi opinión, la única vía para nuestros Estados (y supra estados como la ONU), parlamentarios, es la democratización. Democracia o muerte, por parafrasear a Fidel Castro. ¿Pero qué democracia?

Nuestras instituciones son fuertes aún. ¿Son fuertes porque nacieron para favorecer a unos pocos, países, grupos, empresas, y para putearnos al resto, lindamente, con la Ley y el Parlamento por delante, o porque encierran en el fondo, como una semilla, algo bueno, robusto como una esperanza, y un posible porvenir para todos? No lo sé. A veces pienso en esos personajes, en esas personas malas y dañinas, que no han hecho otra cosa en su vida que maldades y putadas, (y alguna que otra bondad, desperdigada aquí y allí), y que caen enfermas, pero que no mueren ni a tiros, ni por supuesto, cambian nunca. ¡Nuestras instituciones! Que me perdonen los lectores si en este momento duro de nuestra vida (duro y hermoso), me vienen a la mente los versos de Luis Cernuda: «La humanidad, ojalá tuviese una cabeza para cortársela, o mejor aún, fuese una cucaracha y así, aplastarla». Yo, como creo que también Cernuda cuando los escribió, quiero a mis semejantes y a la Naturaleza, pero quiero también un mundo más bueno y más justo que este. Si no, ¿por qué tendría que indignarme?


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