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Poetas de El Salvador: el ritmo es la clave del sexo

Por José de María Romero Barea , 15 mayo, 2015

¿Dónde es más fácil escribir sobre sexo? ¿En pareados o en tórrida prosa? El poeta y crítico Joan de la Vega nos propone una selección de poetas de El Salvador, “Ni jóvenes ni emergentes”, a modo de respuesta. El dossier se encuentra en el n° 5 la Revista Caravansari, que dirige el poeta y editor Mateo Rello, referente de la poesía contemporánea de las lenguas peninsulares, editada por la Associació Cultural Caravansari y publicada en Santa Coloma de Gramenet, en 2015.

La experiencia de cada poeta es diferente. A quien le guste leer Cincuenta sombras de Grey podrá identificarse con la experiencia de Susana Reyes (1971) y la búsqueda de su hombre ideal en el poema “Ritual de iniciación”: “Dame la luz que roba la oscuridad/ el simple color palpitante/ la señal de los tiempos a través de los tiempos y los dioses”. La (triste) conclusión es que “no existe sonido ni voz para tu nombre (…) la materia, el color, la dimensión y frontera (…) aún nos son desconocidas”.

La literatura sobre sexo nunca debería ser vista como una guía para los no iniciados; las opciones de la selección de Joan de la Vega lo son ​​por mérito literario, no por su valor instructivo. En el poema “Abrir” de Carlos Clará (1974), un hombre invita a una mujer al beso (“abre tu boca (…) siente la mía / su humedad su cuerpo roto el calor”) bajo la amenaza de “una tempestad secreta”. Variación, sin duda, del famoso tema del carpe diem, son los versos finales: “abre los ojos/ ábrelos/ y hazme”.

“La insanidad” de Alfonso Fajardo (1975) se construye alrededor de la súplica: “La noche trae la calma de los venenos circulantes/ y un ácido violín vigila el sueño de los ángeles”. Los intentos de Fajardo por seducir a su amada imitan los de Catulo por seducir a Lesbia y recuerdan similares requiebros de Walt Whitman, Shakespeare y Carol Ann Duffy. El amor no correspondido y el no deseado se dan cita en el poeta salvadoreño: “Los ángeles caídos tocan las cuerdas amargas del arpa del dolor/ y la insanidad / que es el umbral de la puerta que conduce al infinito”.

Osvaldo Hernández (1976) escribe versos que piden “húmedas carreteras que vayan a parar a alguna playa”, o recuerdan “aquella niña desnuda en la pradera sacándose una espina”. Se entrelazan política y poética de género en la perspectiva de Eleazar Rivera (1976), cuyos poemas denuncian a los generales que “toman por asalto las plazas públicas y como fariseos caminan erguidos con sus cetros de huesos de dinosaurio” y les advierte que, a diferencia del amado en el poema de Susana Reyes, “nuestra insurrección tiene nombre y apellido”.

Entre mis favoritos, el poema de Krisma Mancía (1980) “[abrazas un saco de huesos dormido en la cama]” en el que su autora es perseguida por un amante anterior, (“su voz era tan suave que daba miedo / su mirada tan verde que lastimaba”) mientras trata de prestar atención a uno nuevo. La noche oscura del alma en el poema “Pus de la mañana” de Vladimir Amaya (1985) está poblada de muchachas que caminan “al colegio con sus faldas hechas de junios y septiembres/ con sus blusas ajustadas por la edad y por el viento”. El interlocutor del poema “Plegaria” es una “ligera gota de sudor en la calentura, / efímera visión en la escoria que el viento agita en su danza”.

La selección de Joan de la Vega parece nacer de una idea feliz: el sentido del ritmo es la clave del sexo, y su breve antología viene a desmentir el cliché del autor culpable de urdir embarazosos pasajes de ficción erótica. La expresión del deseo sexual o su descripción impresa están de moda. No sabría decir por qué, pero después de leer el dossier de Caravansari, parece más fácil escribir bien sobre sexo en poesía que en ficción. Tal vez porque todos queremos que el sexo (ideal) sea cualquier cosa menos prosaico.

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