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Poesía, asociación libre, cohesión social

Por Eduardo Zeind Palafox , 22 septiembre, 2017

Por Eduardo Zeind Palafox

Un amigo asevera que la poesía sirve para mejorar la «cohesión social», aseveración que me obligó a releer el famoso libro de Eckermann de nombre «Conversaciones con Goethe». Semejantes conversaciones, como los diálogos platónicos, nos aleccionan enseñándonos que la filosofía, sobre todo, es arte de dialogar. Dialogando, explicando problemas, circunstancias, usamos tanto conceptos como argucias, ardides y técnicas literarias.

La incertidumbre amatoria, digamos, no se muestra con altas palabras, sino con metáforas ridículas o celestiales, plásticas, que declaran avatares fisiológicos que tocan lo sideral, únicos que logran la simpatía del prójimo. Los pesares de la amistad traicionada no se comprenden escuchando lexicografía jurídica, moral, ni con pasajes de Homero, sino con vituperios relacionados con árboles genealógicos y estirpes malhadadas.

La filosofía, si silogizamos lo mentado, es mitad recrear lo que hemos hecho dormidos y mitad literalizar dichos adormitados actos. La poesía nos regala versos que adunan tanto expresiones literarias, estilísticas, filosóficas, como descripciones vulgares que vuelven táctil lo que es psicológico.

El 26 de febrero de 1824 el gran Goethe dijo a Eckermann que «el conocimiento del mundo es innato en el verdadero poeta». El mundo, según la filosofía kantiana, que es la que últimamente estudio, es aquello que está entre el «yo», nosotros, y Dios. El «yo», de cierto, es intangible, una «idea». El mundo, sea tangible o no, para nosotros siempre es parcial, y exige que conjeturemos para completar lo que siempre nos ofrece incompleto. Luego, también es «idea». Y Dios, claro, es idea, tanto en sentido filosófico como en sentido psicológico.

La poesía puede con palabras terrestres, venidas de las necesidades sensoriales, expresar lo celeste (la idealidad trascendental o la subjetividad trascendental), es decir, expresar nítidamente los movimientos del «yo». Ella, al ponernos entre el canto, siempre de vuelos espirituales (ideales), y el tartamudo hablar cotidiano, que anda sobre vulgaridades y nimiedades (cosas), nos hace recitar, hablar con medio cuerpo en la tierra y medio cuerpo en el cielo.

Los críticos literarios, leyendo las líneas que trazo, dirán que nada concreto digo sobre el arte de poetizar, y a ese decir respondo que ellos tampoco dicen nada, pues todos los libros de bellas letras que se leen en las bibliotecas viejas y nuevas enraízan sus textos en terrenos metafísicos. Pero trataré de proferir proposiciones serias que explicarán el don del poeta, que sin vivir, sin desengaños, sin pesares, a decir de Goethe, sabe qué es el mundo.

El «yo» del poeta no es como el «yo» del carpintero o del comerciante. El «yo» de éstos, merced a la vida, se «forma», va de lo simple, ingenuo, a lo compuesto. El «yo» del poeta, en cambio, no se «forma», sino nace «formado» y se «transforma». ¿En qué se transforma? En aquello que canta. Nótese que los poetas «cantan» y que nosotros «hablamos», y además que nosotros, al proferir poemas, no logramos «cantar», andar inspirados, endiosados, pero sí barruntar altezas.

El «yo» acabado, formado, puede cantar porque posee una voz. El mundo, escribió Octavio Paz, habla a través del poeta, que es como eso que Emerson llamó «hombre representativo». El poeta, haciendo poesías, hace literatura. La literatura enriquece la idea del «yo», que es constante referente de todos nuestros conocimientos. El Quijote, por ser «yo» acabado, nació con la idea de lo bello, y por eso exigió a unos mercaderes decir que Dulcinea, simple idea, era la más bella de todas las mujeres. Él dijo («Quijote», 1, IV): «La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender».

La literatura es necesaria porque crea mitos, fábulas, es decir, «sentidos», o en términos menos esotéricos, «direcciones», «objetivos». El sinsentido, que también llaman «absurdo», nos mueve a ser cualquier cosa, ora obreros, científicos o políticos, ora filósofos, taberneros o dramaturgos. Ser cualquier cosa enloquece, por ejemplo, el lenguaje, que sin especificidad epistemológica admite cualquier término en su catálogo de pobres nociones. Los lenguajes locos, por consiguiente, mezclan estilos, percepciones, lo que sea, pues no son regidos por idea general alguna. ¿Quién no sabe que el Quijote, socorrido por la tobosina idea, haciendo era loco pero hablando era cuerdo?

La literatura, donde no hay ciencia, donde sí hay «otros», «mundos», «dioses», rige las percepciones, que se alimentan de eso que llamamos lo múltiple. Lo múltiple, es decir, la cantidad de imágenes que todos los días percibimos, puede ser rico o pobre. Quien porta en la cabeza imágenes pobres, uniformes, vive hacia alguna «dirección», y quien porta imágenes ricas, variadas, si es poseedor de un amplio espíritu, también. Es necesario, se quiera o no, o empobrecer lo múltiple, estandarizarlo, para vivir orientados, o poetizarlo para vivir sin mortales extravíos.

La variedad es para todo espíritu menor una locura, caos, azar que se siente. Pobreza psíquica y literatura permiten que se esgrima un lenguaje estable, esto es, de palabras más o menos precisas que se refieren a objetos más o menos precisos. Los lenguajes ingentes, hechos de matices sinnúmero, impiden toda comunicación, toda sociedad. Los lenguajes chicos, en cambio, mejoran el intercambio de «ideas» («yo», «mundo», «dioses»), y más cuando proceden de la literatura, que es un conjunto sistematizado de mitos.

Las palabras literarias, mitológicas, se vuelven conceptos generales para la «ciencia de la vida» (concepto de la hermenéutica), y éstos posibilitan la libre asociación de imágenes. Árboles, libros y estrellas pueden parecerse para quien asocia libremente lo que percibe, pero no para el pensamiento científico, que poseyendo un léxico enorme, minucioso, estorba el asemejar lo múltiple.

En las ciencias reales no hay mitos, pero sí en la literatura. Pero la literatura, para no ser onerosa, fuente de fantasías, fruslerías y demás, debe ser hecha según la verosimilitud, o sea, conforme a las categorías lógicas, categorías que constituyen el «yo». Un cuento que desatiende las categorías lógicas es, además de inverosímil, lo contrario de un mito. Tal cuento es una fantasmagoría que dirime el «yo». El lenguaje literario, por permitirnos imaginar lógica, científicamente y sin anular mitos, nos lleva a teorizar sobre lo objetivo y no sobre la mera subjetividad.

Teorizar objetivamente, con las categorías lógicas, criba el lenguaje, que siempre tiende a lo sobrenatural, a la magia, según los lingüistas. El lenguaje lógico, nazca de la imaginación, de la contemplación o de la experimentación, imita los acaecimientos de la realidad humana, que para ser habitable no debe enloquecer, esto es, olvidar que está hecha de las ideas de «mundo», «Dios» y «yo». La poesía, en conclusión, creando magines libres, capaces de engendrar nuevos mundos, nuevas deidades y nuevas conciencias, fortalece lo humano, las sociedades.–


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