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Pensamiento, expresión… Y entonces la libertad

Por Magdalena Cabello , 4 noviembre, 2014

Decía el escritor, filósofo y economista José Luis Sampedro que sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no servía para nada. Sin embargo, este debate recorre pocos platós de televisión y también se deja leer poco entre la prensa habitual.

Los políticos que hoy ocupan el Parlamento vociferan sin cesar el simplismo del argumento en el que las libertades democráticas parecen hacer honor a su inexistencia misma. Comentando en términos irónicos, brillan tanto por su ausencia que ni los mismos que aseguran su desarrollo en la sociedad las ejercen. Y no hay nada más triste que envolver a los ciudadanos en un haz de derechos cuando no se trata la raíz misma del problema. ¿Libertad de expresión y libertad de pensamiento son sinónimos? ¿Se necesitan la una a la otra o son condición? Y lo más importante, ¿se trata en exclusiva de un derecho?

Sampedro también sostenía que otro mundo no era posible, sino seguro. Al igual que en ese «otro mundo» seguro y probable en un futuro ya asimilado por muchos, tenemos el deber de vivir. El derecho a vivir parece bailar en un vaso de aceite mecido por el viento de las imposiciones externas; sin embargo, si se trata de un deber, como muy lúcidamente nos hacía ver Sampedro, acaba siendo uno mismo el gobernante de su «existencia» en el más amplio sentido.

Y de aquí podemos deducir algunos elementos: si la vida es un deber y la voluntad del ser humano siempre va en busca del progreso individual y en comunidad, relacionado directamente con la libertad, ¿ejerceríamos de un modo más honesto y sincero nuestra libertad de pensamiento si «vivimos» realmente conforme a nuestro deber de vivir?

La libertad de pensamiento se convierte así en un derecho y un deber que constituyen al ciudadano en su libertad misma. No obstante, teniendo en cuenta la complejidad y a la vez facilidad con que el mundo político y económico nos han hecho creer a toda costa que podíamos ejercer «nuestra expresión», resulta muy difícil asimilar esto cuando con tan solo «abrir la boca» ya pensamos que la libertad de expresión es nuestro más fiel argumento. Sin embargo, en toda esta cuestión entra en juego un factor esencial: la educación. Instrumento impulsor del pensamiento crítico, la educación siempre ha jugado en proporción a la libertad de los individuos y en este momento clave que vivimos, no es menos importante. Se observa que en la constitución, documento más incumplido desde hace décadas, aparecen numerosos derechos que nos permiten vivir con dignidad y mediante una educación de calidad, por y para todos.

Pero, ¿qué tipo de educación es aquella que impone muros al pensamiento en medio del desarrollo humano? Parece que la política «olvidó» al criterio y mira de reojo los derechos, los deberes y establece así, más fácilmente, lo legal o ilegal. Es legal la libertad de expresión pero no la de pensamiento. Es legal tener una casa pero también es legal desahuciar a una familia sin trabajo. Es legal estudiar hasta los 16 años pero es ilegal estudiar a Sócrates.

Por qué si no, la principal marginada en las últimas leyes educativas ha resultado ser la filosofía. La misma con la que empezábamos este texto. La misma que me impulsó a escribir este artículo. La misma que sostiene la relación directa entre la expresión y el pensamiento. La que provoca, al fin y al cabo, el impulso hacia la libertad.

Como diría Ana Pastor, suyas son las conclusiones.

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