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Patricia Highsmith y Las Dos Caras de Enero

Por Emilio Calle , 16 junio, 2014

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Esta semana llega a nuestras pantallas “Las dos caras de enero”, debut en la dirección de Hossein Amini, que hasta ahora había destacado como guionista de películas como “Drive” (Nicolas Winding Refn, 2011) o “47 Ronin” (Carl Rinsch, 2013). Aunque lo que resulta realmente interesante de este estreno es que está basado en una novela de Patricia Highsmith, escritora inclasificable y magistral, cuya vida hizo de ella un personaje tan fascinante como los que destila en cada una de sus obras, y para la que nunca fueron de mucho agradado las adaptaciones que se hicieron de sus historias (a excepción de “A pleno sol”).

Nacida en Texas en 1921 con el nombre de Mary Patricia Plangman, Patricia Highsmith mantuvo una relación complicada con su madre y con su padrastro (según la autora, su madre le contó que había tratado de que no naciera bebiendo aguarrás), creciendo baja una malsana amalgama de amor y odio, cuyas hirientes tensiones determinaron el carácter abiertamente hostil de la escritora, algo que se acrecentó durante sus años como estudiante en la prestigiosa Barnad College, una universidad para mujeres, donde mantuvo aventuras sexuales con mujeres, condenándose a un ostracismo y a un sentimiento de culpa que, ya fuera por voluntad propia o por intolerancias ajenas (por aquel entonces el lesbianismo era considerado un delito en Estados Unidos), le perseguirían el resto de sus días, en su vida y en su obra. Pero ya desde los 16 años escribía relatos y novelas, así como diarios, a los que fue muy aficionada hasta el día de su muerte, que finalmente se trasformaron en su profesión. Fruto de ese corpus narrativo, y tras publicar algunos relatos sueltos, en 1950 ve la luz su primera novela, “Extraños en un tren”.  No hubo que esperar a la crítica. Tan sólo una semana después de salir al mercado, Alfred Hitchcock compró los derechos para llevarla al cine. En su infinita sabiduría, el genio inglés supo apreciar la complejidad que se avecinaba detrás de taqn inquietante autora, y encargó que el guión fuese adaptado por Raymond Chandler, un triunvirato mítico, una conjunción deslumbrante.

“Extraños en un tren” (1951), pese a las diferencias introducidas con respecto a la novela, es de una fidelidad meridiana a ciertas de las obsesiones de Highsmith. Con un equilibrio que muy raramente logran otros escritores, Highsmith se mueve siempre en la cuerda floja que separa el bien del mal, una frontera que para ella no es más que un territorio ficticio, demasiado inestable para poder fijarlo. Dos pasajeros en un vagón de tren conversan en lo que aparenta ser un diálogo entre desconocidos. Pero uno de ellos, que conoce bien la vida del otro y sabe de sus graves problemas con su esposa, termina por hacerle una proposición escalofriante: él matará a la mujer que impide su felicidad. A cambio, el otro deberá asesinar a su padre, al que odia. Dos crímenes sin conexión posible. Dos delitos sin móvil. Dos homicidios que sólo cabrá de calificar como de perfectos. Y aunque no hay una aceptación tácita, el ideólogo de semejante astucia sí que comete su parte del trato, y pasará a perseguir a su “forzado” cómplice para cumpla la suya. El resto, bajo la minuciosa tutela de Hitchcock, adquiere la progresión de una pesadilla que cuanto más irreal resulta, más real se vuelve, hasta derivar en un soberbio clímax en un parque de atracciones.

En 1981, Danny DeVito, cuya obra como director (“Matilda” “La Guerra de los Rose”, “Hoffa” o ese canto al desasosiego que es “Smoochy”) merece ser reivindicada, se embarcó en un remake de la película (y no de la obra) en “Tira a mamá del tren”. Pero la negra humorada que vertebraba su macabra forma de abordar la historia desprendía cierta irracionalidad que se ajusta perfectamente a mucha de las páginas de Highsmith. “Extraños en un tren” sería adaptada dos veces más (en 1969 y 1996), pero no lograban alterar el pulso más de lo que lo haría un desapacible bostezo.

Con el dinero que había ganado gracias a esa obra, Patricia Highsmith decide pasar un tiempo recorriendo Europa. Y no regresa sola. Es durante ese viaje cuando su imaginación forja la que sería la primera de cinco novelas sobre Tom Ripley, personaje tan complicado de catalogar como su autora. Sólo leyendo sus historias (dispares entre sí, pero unificadas en la amoralidad de su protagonista) se puede admirar la profundidad inagotable de esa creación, su suprema habilidad para detallar psicológicamente comportamientos de muy difícil clasificación. De hecho, “El talento de Mr. Ripley”, primer título de la serie, narra el descubrimiento de la habilidad que hace de ese personaje uno de los mayores provocadores de escalofríos de toda la literatura. No tardó en tener su adaptación cinematográfica. Y curiosidades del destino, si en Europa fue gestado, una película francesa se encargó de encumbrarlo aún más. En 1960, René Clément dirige de forma espléndida “A pleno sol”, donde conocemos a Ripley, un joven (Alain Delon) que malvive como puede y al que una inesperada oferta pondrá en la pista de su verdadero “talento”. Contratado por un millonario, debe ir a Europa a buscar a su hijo, convencerle para que vuelva a casa y cese su alocado dispendio. Ripley no tarda en dar con él, pero en vez de ocuparse de su regreso, se suma al lujoso tren de vida que lleva junto a su pareja. Pero cuando ambos empiezan a cansarse de la presencia continua del intruso en su día a día, Ripley descubre lo fértil que es su ambición. Asesinato, usurpación de identidad, traición, ausencia de cualquier amago de ética. Nada de todo esto le resulta hostil. Más bien lo contrario. No existen los límites. Ni para los lujos (algo que compartía con la propia Highsmith) ni para los medios de lograrlo. Sí hay que decir que Clément, probablemente por motivos comerciales, añadió un celebrado final sorpresa que además de desmontar la trama deja un regusto a moralina de lo más desagradable. Pero el resto es impecable. El crimen no es aquí una pieza más de la vida urbana, una rampa hacia la novela negra o la radiografía social, sino una pasión individual, una forma de realización personal, el odio como atracción.

“El talento de Mr. Ripley” fue llevada al cine de nuevo en 1999 por Anthony Minghella, con muchas mayores ambiciones. Prodigiosamente ambientada, sin evitar entrar en temas como la homosexualidad que Clément había dejado en los claroscuros del film, y ofreciendo a Matt Damon la oportunidad de interpretar un Ripley menos llamativo que Delón, la dirección termina por ser tan correcta y lineal (dentro de la bruma de cierta aspiración a cine culto) que termina por descomponer a los personajes, que pasan de una situación a la siguiente sin que apenas varíe el tono narrativo. La complejidad de Highsmith es mucho más desgarradora. Si ella escarba sin desmayo en las profundidades de la condición humana, Minghella sólo la sobrevuela.

Algo similar le ocurrió a las dos adaptaciones de “El juego de Ripley”. En 2002, Liliana Cavani dirigió la película homónima con John Malkovich en el papel principal. Pero puso más empeño en demostrar que era una obra suya, otra nueva cumbre en su pedante y gélida filmografía (siempre cobijada en el éxito que le proporcionó “Portero de noche”), así que las excelencias de Malkovich como Ripley se quedaban en nada frente a divagaciones narrativas etéreas que buscando la complejidad terminaban anegando la palabra en carne viva con la que escribe Highsmith. Pero es que además de desentenderse de la novela, a su contra también jugaba “El amigo americano”, dirigida en 1977 por Wim Wenders, adaptación de la misma novela. De nuevo Europa rindió mejor tributo a la autora estadounidense (país que ella misma abandonó para ir residiendo en distintos lugares del viejo continente hasta encerrarse en una enorme propiedad en Suiza donde murió en 1995). Si bien tampoco saca las garras con el mismo denuedo que Patricia Highsmith, al menos Wenders (en una película de culto en su momento, y verdadero revulsivo en el cine alemán) dejaba clara su admiración por la autora y no se alejaba del respeto por su mundo. Ahora, Ripley ya viviendo como un hombre acaudalado obsesionado con el arte, es objeto de otra proposición, en este caso nada paternal. Unos mafiosos solicitan sus servicios como asesino a sueldo. Y en uno de los procesos más aberrantes y fascinantes que nos ha regalado Highsmith, la historia narra cómo Ripley, que por una vez no quiere sangre directamente en sus manos, debe convencer a un tipo inocente (y que nada tiene que ver con el asunto) de que cometa ese asesinato por él. Dennis Hopper le prestaba su legendario rostro a Ripley y un desolador Bruno Ganz recubría el alma a poseer. Versión personal de la obra, la película aún desprende la malsana atmósfera que lleva el sello Highsmith. Un duelo de actores sagaz en torno a esta pervertida manera de abordar un asesinato.

Alrededor de unas veinte adaptaciones más sobre textos de Highsmith hacen imposible abarcar tanto espectro en un artículo. Pero todos ellos han buscado recorrer la misma senda que el estreno que hoy nos ocupa: “Las dos caras de enero”. Es una pena que su director también termine alejándose de la crudeza y la economía expresiva en la que se basa, pero hay que reconocerle muchos méritos a la película. Otra vez nos hallamos en Europa, en Grecia concretamente, donde convergen una pareja de turistas (Viggo Mortensen y Kirsten Dunst) y un esquivo guía turístico a la par que timador (Oscar Isaac, que corrobora el buen tino de los hermanos Coen al ofrecerle protagonizar “A propósito de Llewyn Davis”), un encuentro sin aparente trascendencia que, en una pirueta tan del gusto de Patricia Highsmith, acabará difuminando cualquier atisbo de realidad, dejando al desnudo la pesimista visión que sobre el ser humano tiene la autora, su desolador concepto de lo que somos. La película atrapa, y convence, y duele, y hasta es brillante en alguna de sus resoluciones (la secuencia en las catacumbas es maravillosa), y aunque le sobren referentes (como el homenaje a Hitchcock en mitad de ese maremoto emocional) y algo de seda en el envoltorio, se agradece la oportunidad de adentrarse de nuevo en el territorio hostil y al tiempo irresistible de una de las escritoras más insólitas de la historia de las letras.

Polémica hasta su último aliento, huraña, bebedora de vodka, fumadora compulsiva, materialista, escritora meticulosa, antisemita, comunista, depresiva, sombría e imprevisible (o en la definición más sucinta de Graham Green Graham: “era muy suya, y peligrosa, sin claros fines morales”), Patricia Highsmith se condenó a una vida de severísima soledad (aseguraba que no podía escribir con nadie cerca, ni siquiera la mujer de la limpieza) que le permitió convertirse en la creadora excepcional de un universo irracional, opresivo, en el cual, pese a los horrores que se adivinan, uno no puede evitar adentrarse con tanto temor como placer, aún sabiendo que es un viaje sin retorno.

Además de los gatos, el otro gran amor de su vida fueron los caracoles. Los cuidaba, los criaba y los mimaba con absoluta dedicación. Y sin embargo, a ellos les dedicó uno de los relatos más celebrados en el género del terror: “El observador de caracoles”, un título que parece encerrar una definición de sí misma, como si durante toda su existencia no hubiera hecho otra cosa más que contemplar lo que más amó sólo para descubrir el horror que ahí se ocultaba.

Y además tener el valor de contarlo sin más armas que su verdad, por oscura o hermética que fuera.

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