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País derechista o izquierdista

Por Eduardo Zeind Palafox , 5 julio, 2019

Por George Orwell

Traducción: Eduardo Zeind Palafox

 

Contraviniendo la popular creencia, el pasado no fue más dinámico que el presente. Parece serlo porque cuando se mira retrospectivamente, los hechos son juntados al modo telescópico, y porque pocos recuerdos son allegados realmente sin mácula. Lo tal es, sobre todo, porque libros, filmes y reminiscencias se entreveraron en la guerra de 1914 a 1918, por lo que se conjetura que tuvo tremebundas, épicas características inexistentes en la actualidad.

Quien vivió durante tal guerra y separa realmente los recuerdos de toda postrera adhesión, nota que ella, usualmente, en la época no ostentó hechos en demasía conmovedores. Descreo de que la Batalla de Marne, por ejemplo, ostente para el gran público las cualidades melodramáticas que el tiempo le dispensó. No recuerdo, además, haber oído la frase “Batalla de Marne” sino tardíamente. Sucedió, simplemente, que los alemanes -eso fue, en verdad, harto terrorífico, casi como las referidas atrocidades belgas-, cerca de París, por algún motivo retornaron. Era yo de once años cuando la guerra comenzó. Ordenando con honestidad los recuerdos, imparcializando lo aprendido, debo admitir que nada en la guerra entera me conmovió tan profundamente como el posterior estrago del Titanic, desastre que parangonado es nimio, pero que conturbó al planeta, y tal conturbación aún no mengua. Recuerdo las terríficas, las minuciosas noticias leídas desayunando (época en que era costumbre leer en altas voces los periódicos), y también que de las luengas listas de horrores, la que más me impresionó fue el repentino hundimiento del Titanic, donde gente asida a la popa fue levantada, airada casi trescientos pies antes de caer al abismo, lo que me ciñó las entrañas. Ningún hecho bélico me dispensó sensación parecida.


De la explosión bélica recuerdo tres vivencias que, siendo nimias, irrelevantes, no son influenciadas por algún acaecimiento posterior. Uno es la caricaturización del “Germano Emperador” (sospecho que el odiado término “Kaiser” fue popular poco después), que apareció durante el final de julio. La gente fue someramente aturdida con tal parodia (“¡Pero es realmente guapo hombre!”), aunque se estaba en el filo de la guerra. Otro es la época en que el ejército enseñoreó todos los caballos del pequeño pueblo, en que cierto cochero lloró efusivamente en los bazares viendo que el caballo que para él por años trabajó le era arrebatado. Y otro es cierta movilización de jóvenes hombres en la estación de trenes, que bregaban por nocturnos papeles llegados a Londres. Más recuerdo las pilas de papeles verdosos (algunos de ellos aún eran verdes en tales días), los altos cuellos, los ceñidos pantalones, los convexos sombreros, que los nombres de las hórridas batallas que acaecían en las francesas fronteras.


Recuerdo, en las medianías bélicas, las geométricas espaldas, los anchos tobillos, el tintineo de los metales de los artilleros, cuyos uniformes más me placían que los de la infantería. Del periodo final diré honestamente, si se me pregunta, que el principal recuerdo mío es la mantequilla. Esto es ejemplo del horrible egoísmo infantil. Por 1917 la guerra casi cesaba de condolernos, pero aún estragaba los estómagos. En la escolar biblioteca había enorme mapa del frente occidental en maderos fijado y con hilos rojos zigzagueantes, dibujantes. A veces, de algún modo u otro, tales hilos se movían media pulgada, y cada movimiento representaba pirámides de cadáveres. Desatendí la cuestión. Vivía en la escuela, entre muchachos de inteligencia nivelada, medianera, mas no recuerdo prominente, singular hecho del que hayamos extractado verdaderos significados. La Revolución rusa, por ejemplo, sólo impresionó a aquellos cuyos parientes invertían dinero en Rusia. Entre los harto jóvenes las pacifistas reacciones acaecieron luengo tiempo antes del final bélico. Ser laxo como en las marchas de los OTC, o desatender la guerra, era señal de iluminación. Los oficiales jóvenes, que endurecidos retornaron merced a funestas experiencias, se enfadaban ante la actitud de las generaciones nuevas, para las que tales hechos eran insignificantes, y con sermones acusaban laxitudes. Claro es que no urdían argumentos que se pudieran entender. Vociferaban que fue la guerra “algo conveniente”, que “endurecía” y que “fortalecía”, etcétera, y nosotros sólo reíamos. Éramos unívocos pacifistas, del modo típico de los países cuidados por milicias fuertes. Años después de la guerra el interesarse por lo militar, o conocerlo, o saber cómo se tiroteaba, causaba sospechas en los círculos de “iluminados”. 1914-1918 fue era de matanzas inútiles en que hasta los hombres muertos fueron culpados de algún modo. De ordinario río recordando reclutador cartel que decía: “¿Qué lograste, padre, en la guerra?” (un niño, con tal pregunta, avergüenza al padre), y además de los hombres que, luego de ser entreverados en las milicias merced a tales persuasiones, fueron desdeñados por los propios hijos, por ser objetores de conciencia.


Mas los hombres muertos, después de todo, gozaron la venganza. En tanto la guerra se enturbiaba en el pasado, mi singular generación, que había sido “demasiado joven”, fue consciente de la basta experiencia que había perdido. Se sentía uno hombre un poco aminorado por carecer de esa vivencia. De 1922 a 1927 viví entre personas algo mayores que yo que habían padecido la guerra. Parlaban de ello constantemente, horrorizados, claro es, pero también con creciente nostalgia. Se puede vislumbrar con claridad tal nostalgia en los ingleses libros de guerra. Además, las reacciones pacifistas fueron sólo procesuales, y hasta los “demasiado jóvenes” fueron entrenados para la belicosidad. Muchos de la clase media inglesa fueron militarizados desde la cuna no técnica, sino moralmente. El primer eslogan político que rememoro es: “Afanamos ocho (blindados buques) y no esperaremos”. Con siete años de edad fui miembro de la “Liga Naval”, y mi traje de marinero en la gorra decía: “H. M. S. Invincible”. Luego de la escuela pública (OTC) acudí a privada escuela de cadetes. Intermitentemente, desde los diez años de edad, manejé rifles para aprestarme no sólo para guerrear, sino para guerrear singularmente en brega donde las armas se imponen orgásmica, sonoramente, y donde repentinamente es menester salir de las brechas, romper las uñas en arenosos costales y arrostrar barro e hileras de ametralladoras. Persuadido estoy de que una de las razones por las que fascinó la Guerra Civil de España a mi generación fue la similitud con la Gran Guerra. Por momentos Franco, allegando a una bastantes aeroplanos, alzó la guerra al moderno nivel, y eso fue coyuntural. Para otros fue vulgar remedo de 1914-18, mera guerra de estratagemas, trincheras y artillería, redadas y francotiradores, lodo y alambradas, piojos y estancamientos. En el incipiente 1937 parte de la aragonesa frontera en que estuve fue harto parecida a los calmos sectores de Francia en 1915. Sólo se carecía de artillería. En raras ocasiones las armas en Huesca y fuera de ella atronaron simultáneamente, y apenas bastaban para causar intermitente, poco impresivo ruido semejante al del final de la tormenta. Los ruidosos proyectiles de Franco bastante atinaban, pero nunca más de doce al mismo tiempo. Recuerdo que lo sentido al oír por vez primera la artillería esgrimida “con ira”, como decían, fue, en parte, gran decepción. Fue sobremanera distinto del tremebundo, continuo rugir que mi sensorio esperó durante dos décadas.


Ignoro con incertidumbre en qué año por vez primera supe que la guerra devenía. Luego de 1936, claro, la cuestión era obvia para todos, menos para el zafio. Durante varios años la vaticinada guerra me fue pesadilla, por lo que intermitentemente discurseé y pergené panfletos contra ella. Mas la noche precedente al anuncio del Pacto rusogermánico soñé el inicio bélico. El sueño fue de los que, cualesquiera sean los significados freudianos que acarree, revela el estado real de los sentimientos, y me mostró dos cosas: que debía ser calmo cuando la temida guerra empezara, y que era yo de corazón patriota, y que no estorbaría o contradiría mi estro, y que aprobaría el guerrear, y que pelearía en ella cuanto fuese posible. Descendí y busqué periódico anunciante del ribbentropiano vuelo hacia Moscú (el 21 de agosto de 1939 Ribbentrop fue invitado a Moscú y el 23 del mismo mes selló, con Molotov, el Pacto rusogermano). Devenía, así, la guerra, y el gobierno, con el de Chamberlain, granjeaba mi lealtad. No es menester decir que tal lealtad fue y es aparente. Con casi toda la gente que conozco y conmigo el gobierno fue laxo al usarnos, sea como soldados o como burócratas. Mas eso no altera los sentires. Además, forzosamente, hoy o mañana nos usarán.


Podría, si fuese menester, defender las razones por las que aplaudí la guerra. No hay disyuntiva al arrostrar el aguantar a Hitler o el doblegarse ante él, y desde la perspectiva socialista mejor es la brega. No noto, en cualquier situación, argumentos bastantes para no afanar la brega republicana de España, o la china ante Japón, etc. Mas no se crea que esto es el emocional sustento de mis actos. En el sueño comentado supe que el patriotismo, laborioso, horadó las medianas clases, y que para mí, cuando Inglaterra padeciera serios percances, sería imposible cualquier sabotaje. Pero no se obnubile el significado de lo dicho. El patriotismo, deslindado del conservadurismo, es devoción hacia algo mudable, pero captado, por misticismo, cual permanente, tal cual lo es el blanquibolchevismo ruso. Ser fieles a la Inglaterra de Chamberlain y a la deviniente parece imposibilidad cuando se ignora que lo dicho es fenómeno cotidiano. Que sólo la revolución salvará a Inglaterra es obvio desde antaño. La revolución empezó, y procederá con alas si logramos que Hitler se aisle. En dos años, o uno, con sólo aguantar, notaremos mudanzas que sorprenderán a los palurdos sin previsión. Aventuro decir que por las calles de Londres correrá sangre. Bien, sea, si es necesario. Pero cuando las rojas milicias pernocten en el Ritz aún recordaré que Inglaterra, que ha mucho tiempo y por variadas razones amé, persiste de algún modo. 


Florecí en atmósfera imbuida de militarismo, y luego arrostré cinco tediosos años de trompetas. Hasta hoy eso me dispensa nimio sentir sacrílego. Desatiendo, por ejemplo, el “Dios al Rey salva”. Es infantilismo, claro, pero más afano tal tipo de educación que el ostentado por los intelectuales izquierdistas, que de tan “iluminados” incapaces son de comprender las ordinarias emociones. A las claras son de la clase de gente cuyos corazones jamás se han sobresaltado ante la bandera del Reino Unido, que será trémula cuando la revolución sea. Compare cualquiera el poema que John Cornford, antes de morir, redactó (“Antes de la tormenta de Huesca”) (1), con el poema “Desalentador silencio en el crepúsculo” (2), de sir Henry Newbolt. Soslayemos los distingos técnicos, que son sólo epocales, y notaremos que el contenido emocional de ambos poemas es facsimilar. El joven comunista que cual héroe feneció en las internacionales brigadas era de cepa de escuela pública. Mudó lealtades, no emociones. ¿Qué demuestra esto? Meramente la posibilidad de enarbolar el socialismo hasta en los antigermánicos, y el poder de autotransmutación de tal tipo de lealtad, y el menester espiritual de patriotismo y las militares virtudes, que, guste poco o mucho a los izquierdistas vacuos, no han sido sustituidas.-



Notas: 


(1) Latir de descorazonado mundo, 

amado latir. Imaginarte 

es dolor en mi costilla, 

es entenebrecer, petrificar mi mirada. 

Es aireado el atardecer 

que nos recuerda el vaticinado otoño. 

Perderte me atemoriza, 

me angustia tal temor. 

En la final milla hacia Huesca

hay el último óbice de nuestro honor. 

Os recuerdo ternísimamente, amada, 

cual si mi adlátere fueses. 

Mas si el azar me fuerza, 

me echa al frívolo sepulcro, 

recordad todo el bien posible

y que yo te amaba.

(2) Mudo desaliento crepuscular.

Bregan diez, bregan para triunfar.
Campal lucha y luz que entenebrece,
hora radical para el que queda.
Esto no por afán de encapotarse
ni por vanagloria o temporal afán de fama.
Los capitanes palmean cansados hombros.
¡Bregar, bregar, bregar en la lucha!
La desértica arena se ensangrienta.
Sangre de arruinadas falanges rotas.
Pistolas paralizadas y coroneles fenecidos.
Se obnubilan con humo y polvo los regimientos.
El río mortuorio se desacota, se desborda.
Lejana Inglaterra, ese nombre de honor.
Escolar voz fatiga las jerarquías.
Tal el mundo que cada año,
en tanto se erigen escuelas,
nuestros hijos oirán.
Y lo oído nadie lo olvide.
Se brega con alegre mentalidad.
Arrostrad la vida cual flamante antorcha
que cae tras los héroes.
¡Bregar, bregar, bregar en la lucha!

Folios of New Writing, otoño de 1940.

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