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Otro hecho aislado (más)

Por Fernando J. López , 25 enero, 2015

No son más que anécdotas. Pequeñas narraciones condensadas en la sección de sucesos. La última, en Salamanca, este mismo viernes. Dos chicos gays de 24 años son agredidos y acaban en el hospital tras verse envueltos, eso dice la noticia, en «una pelea con tintes homófobos».

Pero no hubo pelea. Ni tintes de ningún tipo. Hubo solo agresión. Y hubo homofobia. Hubo un grito maricones con el que empezó todo y una persecución y un acoso y un linchamiento vil y animal. Esa tibieza periodística es un buen reflejo de la tibieza judicial y  legislativa ante estos hechos que, lamentablemente, cada vez son más frecuentes en esa misma y abultada sección de los horrores cotidianos.

Son hechos aislados, escucho. Y pienso en cuántos de esos hechos aislados conozco. Los llamamos así porque muchos no terminan en el hospital, o porque otros muchos no se denuncian, o porque la mayoría se quedan en la agresión verbal y la amenaza física. Son hechos aislados porque da vergüenza sacarlos a la luz y de la oscuridad es de lo que se alimentan los monstruos.

La gravedad del suceso va, sin embargo, más allá del dolor de las víctimas. En ese terreno ni siquiera entro. Sería sencillo hacer aquí un ejercicio de escatología emocional y promover la compasión en vez de la exigencia de un derecho. Pero sí hay otro dolor, mucho más colectivo, del que debemos hablar. El dolor que sienten quienes tienen miedo a identificarse, a ser visibles, y que vuelven a replegarse cada vez que se conoce una noticia así. Porque lo terrible de la oscuridad y sus monstruos es que quieren condenarnos a los demás a esa misma miseria en la que ellos viven. Por eso insultan. Por eso agreden. Por eso atacan. Porque las sombras del odio no pueden soportar que vivamos libres. A plena luz.

No sé cuántas columnas como esta tendré que escribir. Ni cuántas veces me tocará abordar este tema en mis novelas o en mis obras teatrales Pero no me importa. Pienso seguir haciéndolo. Igual que seguiré dando la cara aunque a veces, y no creo ser el único, hayan estado a punto de partírmela. Seguramente ha sido así porque, en los últimos tiempos, se han visto alentados por un discurso moral inmundo promovido por ciertos partidos políticos y ciertas iglesias -pongan el signo y el dios que prefieran- que prefieren el odio a la convivencia. Da lo mismo. Tampoco eso va a frenar lo conseguido ni la lucha por todo lo que nos queda por conseguir. Venimos de un país que, hace solo unas décadas, encerraba a los homosexuales en colonias agrícolas. Un país donde, aunque prefiramos olvidarlo, queda muchísimo trabajo por hacer.

En mi caso, a veces me pregunto si sería más fácil haber jugado a la ambigüedad a la que juegan otros, o a la no definición, o -sencillamente- a la omisión. Pero entonces, al leer noticias como esta, sentiría vergüenza de esa cobardía y me creería cómplice de una sociedad donde se reacciona con golpes contra la diferencia. Sí, la diferencia. Porque no tengo ninguna intención en convencer a nadie de que somos iguales. No lo somos. Y eso es lo mejor que puede pasarnos. Somos todos distintos. Profundamente diferentes. Y en esa diferencia -en compartirla y conocerla- es donde debe residir nuestra igualdad. Lo demás son migajas, tolerancia mal entendida y otros placebos varios que solo disimulan el odio que, alimentado de oscuridad y sombras, aún hoy sigue estallando.

 

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