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Oh capitán, mi capitán

Por Redacción , 23 marzo, 2014

AUTOR: JOSÉ LUIS MARTÍNEZ CLARES

No podrán negarme que mirar hacia atrás puede resultar un ejercicio indecoroso. Quién sabe por qué uno se acostumbra a buscar soluciones para ese tiempo impreciso que vamos malgastando, un tiempo que tal vez en nada se parezca a lo que realmente fue pero que nos sigue deslumbrando como el primer día. Cuando regresamos a aquel sol machadiano de la infancia, a la única patria que todos perdimos, descubrimos, entre otras cosas sorprendentes, que hemos disfrutado o sufrido a cientos de maestros. Cientos de personas que siempre tuvieron la fama de pasar un hambre mitológica y que desfilaron por nuestra vida sólo para dejarnos algún rastro, más o menos provechoso, en el camino. Maestros rurales que recorrían los cortijos y enseñaban las cuatro reglas necesarias para sobrevivir, maestros nómadas que nunca disfrutaron un destino definitivo, maestros interinos de inestable trayectoria, maestros funcionarios de precaria libertad. Enumeramos sus nombres con la misma facilidad que borramos sus preceptos, pero, de entre todos nuestros maestros, siempre hay alguno que parece imborrable, alguno que por algún motivo prodigioso sobrevive a la crueldad del tiempo, a sus técnicas demoledoras para esconderlo todo. Decía Muñoz Molina que “un maestro, un libro, un bolígrafo, un aula, pueden cambiar el mundo”. Es cierto que a mí, como a él, me cambiaron la vida y por eso aún recuerdo a mi maestro.

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Lo recuerdo enseñando, con aparente libertad, cómo acercarnos a este mundo que se derrumba cada día, cómo encontrar sus costuras, sus debilidades, cómo afrontar, llegado el caso, su turbadora oscuridad. Recuerdo, también, que muchas de sus preguntas no tenían respuesta, que sus historias admitían finales muy diferentes, que se alborozaba con nuestras dudas, que disfrutaba haciéndonos sentir vivos. Pero, sobretodo, lo recuerdo llevándonos de la mano hacia la belleza, ese lugar abstracto que está en todas partes y en ninguna.

Como al profesor Keating, a mi maestro también le mostraron la puerta de salida. Una puerta que te abren los mismos tipos que, en pos de un supuesto igualitarismo, han acrecentado como nunca las desigualdades sociales en las aulas y fuera de ellas. Pero él eligió quedarse y meterse en la piel del coronel Aureliano Buendía para responder a quienes todavía le preguntan por qué sigue en la brecha que “apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo”.

Hoy, si dispusiese del tiempo necesario para buscar a mi maestro, probablemente lo encontraría enterrado bajo una montaña de legajos, un cúmulo de ásperos documentos que describen cada uno de sus pasos, que anticipan las intenciones del que enseña, las dificultades del que aprende y la forma en que serán juzgados los gestos, las respuestas o los silencios. En ellos, en esos papeles que pesan 80 gramos por cada metro cuadrado, a doble cara si es posible, se encuentran las claves para descifrar su ineficacia, su desidia, la escasa productividad de su labor docente.

Muchos piensan que es natural que le obliguen a preverlo todo, a programar la belleza de un poema, a medir los sueños, porque sólo así conseguirán que nada nos sorprenda, que la improvisación, la creatividad o el talento no se cuelen en las aulas, que se mueran de aburrimiento nuestras inquietudes y también su libertad.

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